Esta publicación representa un doble homenaje. Además del cumplimiento del cincuentenario de la desaparición física del protagonista del libro, el maestro Alfredo Pinto (Mantua 1891 – Buenos Aires 1968), esta segunda edición realizada por la editorial del Departamento de Artes Musicales de la Universidad Nacional de Artes cobra relevancia porque llega en un momento muy simbólico. Este año perdimos a la música y musicóloga cuyana Antonieta Sacchi de Ceriotto (Mendoza 1931-2018). No podría haber mejor reconocimiento a su labor que este libro que se nos presenta como una óptima continuación de la mejor tradición de aquel destacado trabajo. Insisto, un estudio que busca comprender la copiosa obra de un inmigrante, sus luchas, logros y amor por la tierra que lo acogió es uno de los mejores homenajes posibles a la memoria de esta entrañable maestra que dedicó gran parte de sus investigaciones a visibilizar el enorme influjo de los inmigrantes en el progreso de las artes y la cultura en Argentina, especialmente en el interior de nuestro país.
No solo el tema del libro que nos ocupa se conecta con el trabajo de Antonieta Sacchi, sino también su estilo: ante todo pedagógico, con una escritura clara, amable con el lector no especializado y que, a la vez, no pierde rigor académico ni acierto en la aplicación de las novedades teóricas y de la literatura especializada. Esta segunda edición contiene una importante actualización que aprovecha los avances del estado del arte y por ello se justifica más allá de aniversarios y efemérides.
El libro, prologado por Aníbal Cetrangolo, se organiza en tres partes: “La personalidad musical de Alfredo Pinto”, “La producción musical de Alfredo Pinto” y “Edición crítica de partituras” que presenta tres canciones con acompañamiento de piano y letras de Gabriele D’Annunzio y Giosuè Carducci, y una obra breve para clarinete y piano. Cierra con unas “Conclusiones” y el “Catálogo de obras” del compositor. En el propósito del trabajo se vislumbra su perspectiva socio-histórica. El objetivo ―en palabras de la autora― es presentar la actividad musical de Alfredo Pinto “dentro del marco histórico en que le tocó vivir y realizar un análisis sintético de sus aportes más relevantes a la creación musical argentina” (23). No hay forma de comprender aquel marco histórico sin estas aproximaciones a cierta parcialidad, sobre todo, como se verá, para señalar cómo lo que en el plano general de la historia aparece como contradictorio, en los detalles del primer plano aparece integrado; en otras palabras, cómo ciertos esquemas conceptuales con los que hablamos de las estéticas se diluyen en una realidad más compleja.
Señalo un antecedente lejano pero significativo. El periodista y crítico inmigrante Emilio Zuccarini (Lucera, Foggia 1859 – Buenos Aires 1934), en su ensayo de 1907 sobre la obra ―producida mayormente en Argentina― del pintor Francesco Paolo Parisi (Tarento 1857 – Bonassola 1948), hizo la siguiente afirmación metodológica: las páginas de su estudio “constituyen ―decía― un fragmento necesario para el historiador que quiera intentar seriamente la difícil empresa de dar cuerpo a la Historia de los italianos en la República Argentina, para la cual, utilizando un consejo de Francesco De Sanctis, es indispensable, antes que nada, la compilación de muchas monografías”.[1] Esa compilación de monografías ―es decir, de avances parciales sobre temas específicos― en el caso de las contribuciones de italianos a la música de y en Argentina debe continuar produciéndose y la investigación de Mansilla avanza en ese sentido.
En esta reseña pretendo complementar, con algunos pocos datos e indicios, el intento de la autora de ubicar el estudio del trabajo de Pinto “en el mundo de los numerosos músicos inmigrantes que enriquecieron con su actividad la cultura local” (17). Para ello, intento brindar algunas claves de lectura que permitan comprender las contribuciones de Pinto integradas a análogas aportaciones inmigrantes. Me voy a referir a tres puntos relacionados con la lectura del libro: (i) los nexos con las tradiciones musicales peninsulares a través de la labor docente, (ii) el rol fundamental de la colectividad italiana en la consolidación de espacios para la música de concierto y (iii) el aporte de la creación inmigrante en la disputa estética local.
(i) Nexos con tradiciones artísticas peninsulares. Aníbal Cetrangolo, en el prólogo, dimensiona qué implica para una cultura receptora la tradición de la que participa un músico migrante, quien además de su talento y creatividad porta un linaje artístico que expande hacia nuevos espacios. En el caso particular de Pinto y de quienes se formaron en el Conservatorio de Nápoles, esa es una tradición secular que constituyó uno de los pilares de la modernidad musical de Occidente. Para ilustrar los nutridos nexos con aquella escuela, señalo algunos nombres de músicos formados allí y que vivieron, actuaron y enseñaron en Argentina: los pianistas Gennaro D’Andrea, Elmerico Fracassi, Gaetano Troiani, Luigi Romaniello y Vincenzo Scaramuzza; los violinistas Pietro Melani, Giuseppe Restano; los arpistas Felice Lebano y Esther Pavesi; los directores de banda Crisanto Del Cioppo y Giuseppe Arena; directores de orquesta, cantantes, etc. La enumeración podría extenderse mucho. Entre ellos, Lorenzo Scalese y Armando Flocco, los fundadores del Conservatorio Beethoven de Buenos Aires que a la postre dirigiría Pinto.
Como nos enseña la historia de Alfredo Pinto, se establecieron cadenas migratorias a través de las cuales llegaban los músicos atraídos por posibilidades abiertas aquí por sus colegas connacionales. Por ejemplo, Vincenzo Scaramuzza (Cotronei 1885 – Buenos Aires 1968) fue convocado por los directivos del Conservatorio Santa Cecilia, entre quienes se encontraban Gaetano Troiani, Ettore Furino y Ercole Galvani, para integrar el plantel docente. Lejos de constituir una excepción, la biografía de Pinto toca puntos comunes con los de muchos artistas inmigrantes: hombres y mujeres formados, portadores y continuadores de “linajes artísticos”. Exponentes de una determinada “escuela” que trajeron consigo y en la cual formaron a los aspirantes a artistas locales. Como fuera ya señalado en distintas investigaciones, el influjo del Conservatorio San Pietro a Majella es preponderante: allí, dice Cetrangolo: “estudió el 20 por 100 de los argentinos que viajaron para formarse, superando de mucho al 13 por 100 del Conservatorio de Milán y 12 de los Conservatorios de París y Bruselas”.[2] Sin embargo, no era necesario viajar para formarse en aquella “escuela”, ya que ―sigue Cetrangolo― “el prestigio de la escuela pianística napolitana continuaría, con. . . Scaramuzza, quien marcó profundamente la técnica y la interpretación de los instrumentistas argentinos desde 1907”.[3] Tanto fue así que Dora De Marinis destaca que “los maestros argentinos más sólidos y con mayor cantidad de discípulos continuadores de sus enseñanzas no fueron a estudiar a Europa: [Antonio] De Raco, [Luis] La Vía, [Roberto] Caamaño, [Manuel] Rego. . .”.[4]
Por último, es necesario decir ―o subrayar lo que destaca Mansilla― que conservatorios como los mencionados Beethoven y Santa Cecilia ―y muchos otros― constituyeron redes filiales por todo el país, completando una segunda instancia de expansión de aquellas tradiciones peninsulares.
(ii) La colectividad italiana de Buenos Aires y la música de concierto. En cuanto a la actividad de Pinto como concertista de piano, director de orquesta y compositor, la autora señala su estrecho vínculo con la Asociación Wagneriana. Quisiera detenerme sobre este punto pues la colectividad italiana cumplió un rol fundamental en la consolidación de espacios para la audición de música de concierto ―sinfónica y de cámara―. Basten para ejemplificarlo los emprendimientos de los que participó el violinista, director de orquesta y compositor Ferruccio Cattelani (Parma 1867 – Milán 1932), quien vivió en Buenos Aires desde 1897, cuando tenía treinta años, hasta 1927, siendo uno de los artistas preferidos de la colectividad y uno de los más respetados de la ciudad a principios del siglo XX.
En el año 1900, los socios de la Sociedad Musical de Mutua Protección crearon una agrupación con el objeto de “fomentar el gusto por la música sinfónica”.[5] Así surgió la Asociación Orquestal Bonaerense, de la que Cattelani sería director artístico. Con una orquesta de 117 profesores, casi todos de origen italiano, comenzaron a programarse sostenidamente grandes obras sinfónicas completas. Entre ellas, primeras audiciones de la 9ª sinfonía de Beethoven y del Requiem de Verdi. En 1906, Cattelani tuvo la iniciativa de reorganizar estos conciertos y formó la Sociedad Orquestal Bonaerense. Estas dos instituciones fueron los antecedentes directos de la Asociación de Profesorado Orquestal,[6] cuya orquesta estrenaría diversas obras de Alfredo Pinto.[7] Esta orquesta programó grandes conciertos, con obras ambiciosas ―con diversas primeras audiciones―, al igual que su antecesora, y también fue activa promotora de los compositores locales, argentinos y extranjeros.
Otros de los emprendimientos de Cattelani en aquellos primeros años del siglo XX fueron los cuartetos: primero se sumó a los ex integrantes de la Nueva Sociedad del Cuarteto para formar, entre 1897 y 1899, el Cuarteto de Buenos Aires; luego lideró el Cuarteto del Conservatorio Argentino de Edmundo Pallemaerts, que entre 1905 y 1914 se transformaría en el Cuarteto Cattelani. Los conciertos de cámara no le iban a la zaga a los orquestales en importancia: entre ellos, se dio la primera ejecución completa del repertorio integral de cuartetos de Beethoven entre 1910 y 1911.
Toda esta experiencia hizo de Ferruccio Cattelani el candidato perfecto para la dirección artística de la Asociación Italiana de Concertos, emprendimiento surgido en la primera posguerra con el objetivo ―según su estatuto― de “sin descuidar las contribuciones artísticas extranjeras, . . .destacar la música italiana sinfónica y de cámara, antigua y moderna”, para activar una “intensa propaganda para la difusión de la música italiana en el extranjero”.[8] Se organizaron todo tipo de conciertos: orquestales, de cámara, de música barroca italiana, de música sacra, de música moderna, etc. Fueron estrenadas muchas obras, incluyendo a compositores argentinos. Entre los conciertos más salientes se pueden mencionar las primeras audiciones en Buenos Aires de La serva padrona de Pergolese (26 de octubre 1919) y de L’Orfeo de Monteverdi (10 de mayo 1920). También, se programaron conciertos en 1923 y 1924 de música de cámara de la “moderna escuela italiana”, donde se interpretaron obras de Ottorino Respighi, Gian Francesco Malipiero, Ildebrando Pizzetti, etc. La actividad de la Asociación fue un hito de la historia musical en Argentina.
Es importante destacar aquí que la estrategia de la colectividad italiana de incidir en el espacio artístico porteño, y actualizarlo, a través de la música de concierto es casi una constante que se extiende desde el último cuarto del siglo XIX con la Sociedad del Cuarteto dirigida por Nicola Bassi, hasta el día de hoy con la Fundación Cultural Coliseum. De este modo es posible construir una historia centrada en la música de concierto que une tres siglos en la ciudad de Buenos Aires a partir de emprendimientos de la colectividad italiana.
(iii) Creación inmigrante en el diálogo estético local. Por otro lado, Mansilla señala reiteradamente acerca de las composiciones de Pinto cierta ―digamos― ubicuidad en la cuestión estética local. Desde una mirada acrítica, este aspecto creativo del maestro resultaría anómalo a la aplicación de ciertos esquemas de la historiografía y estética de la música en Argentina. Un músico inmigrante, vinculado al ámbito creativo que a la vez estaba en relación con la estética nacionalista y con sus críticos y renovadores. En rigor, esto no fue algo anómalo, sino que el diálogo y los cruces en el ámbito creativo ―y por supuesto también en las relaciones personales― fueron mucho más comunes de lo que los esquemas y categorías nos permiten proyectar.
Personalmente, sí me resulta inquietante ―en el sentido de una interrogación investigativa― el hecho de que sea tan recurrente entre los compositores inmigrantes la adopción de la estética nacionalista argentina, al menos en una parte de su producción. Más allá de una plausible hipótesis sociológica de supervivencia en el campo, no deja de ser llamativa y quizá anómala la adopción de postulados nacionalistas, incluso desde un espacio no marginal: aportando obras que hoy son canónicas de esa estética y accediendo a premios. Leído de cierta forma, se ve en esto lo exitoso que fue el metatexto nacionalista y, en cierto sentido, un sustrato bastante plural que tuvo, aún más que lo que algunos de los estetas partidarios del nacionalismo de aquella época estaban dispuestos a aceptar. Pinto experimentó con diversos elementos de la amplia y ecléctica estética nacionalista ―o estéticas nacionalistas―: criollismo, folclore, indigenismo; variedad de géneros, distintos estilos ―desde el posromanticismo hasta cierto modernismo―. Por lo demás, dicho eclecticismo o pluralidad de poéticas es una de las características más interesantes de la creación del llamado nacionalismo musical argentino. Llamativamente, también señala la autora que Pinto y otros compositores de origen italiano fueron denostados por los llamados “universalistas” o cosmopolitas ―tal vez por la fuerte asociación de la música italiana a instituciones anquilosadas[9]―.
Este es uno de los méritos más importantes que encuentro en el libro, su capacidad para señalar problemas pero sin proponer interpretaciones que clausuren, sino indicar las contradicciones y los límites de nuestro actual conocimiento sobre estos temas. Mansilla ensaya una sugerente lectura abierta de la cuestión de la relación de Pinto con las disputas estéticas del ámbito local:
no experimentó las pugnas estéticas como un dilema. . ., sino como un hecho propio de la condición cosmopolita del ambiente. Su condición de ítalo-argentino. . . se expresa. . . en su producción; esta apela tanto a asuntos y temáticas de uno y otro país, como a elementos musicales procedentes de ambas tradiciones culturales (57-58).
He ahí toda la potencia creativa que puede aportar un inmigrante.
Otras contribuciones del libro son la edición crítica las partituras mencionadas y el avance sobre el catálogo, fundamentales para la continuación del estudio e interpretación de la obra de Pinto. Las tres canciones en italiano editadas visibilizan ―y potencialmente hacen audible― el importante repertorio de canciones de cámara en italiano producidas por inmigrantes en Argentina. Se destaca también el formato grande ―30x21cm― que favorece la lectura de las partituras.
Por todo esto, el libro cumple con el objetivo propuesto de dimensionar e integrar la vida y la obra de Pinto en la historia de las contribuciones de la inmigración italiana a la cultura argentina, a la vez que comprende la dimensión subjetiva de su creatividad. Finalmente, no podemos más que subrayar y refrendar el cierre del estudio, que determina un posicionamiento ético sobre la historia y lo conecta, entre otros, con el señero trabajo de Antonieta Sacchi:
Rescatar el aporte musical de Alfredo Pinto resulta más que necesario a la hora de comprender en forma integral la cultura de un país cosmopolita, paradójico y en muchos aspectos fragmentario, como es la Argentina. Acabar con los resabios de un nacionalismo xenófobo que otrora impugnó la cultura italiana como parte de la identidad nacional musical. . . ha intentado ser nuestra modesta contribución a una historia socio-cultural de la música argentina (122).
José Ignacio Weber
[1]. Emilio Zuccarini: L’opera di Francesco Paolo Parisi nella Repubblica Argentina (Buenos Aires: Imprenta Fontana, 1930 [1907]), s/p, traducción propia.
[2]. Aníbal Cetrangolo: Ópera, barcos y banderas: El melodrama y la migración en Argentina (1880-1920) (Madrid: Biblioteca Nueva, 2015), 80.
[3]. Ibid.
[4] Dora De Marinis: “Las escuelas pianísticas en Argentina”, en Dora De Marinis (comp.), Actas del Congreso Internacional de Piano: la música latinoamericana para piano (Buenos Aires: IUNA, UNCuyo, 2010), 10.
[5]. Ferruccio Cattelani: Actividades musicales en la Argentina, prólogo de Alejandro Lucadamo (Buenos Aires: Luis Veggia, 1927), 9.
[6]. Silvina Luz Mansilla: “El nacionalismo musical en Buenos Aires durante los días de Marcelo Torcuato de Alvear. Un análisis socio-cultural sobre sus representantes, obras e instituciones”, en Alberto David Leiva (coord.), Los días de Alvear, tomo 1 (Buenos Aires: Academia Provincial de Ciencias y Letras de San Isidro, 2006), 313-344.
[7]. Los programas de los conciertos de la Asociación Orquestal Bonaerense aún eran “mixtos”, combinando estas grandes obras con las usuales atracciones, según un orden más o menos establecido. Hasta entonces los conciertos orquestales respondían al modelo de miscelánea. Tanto Cattelani como Alberto Williams comenzaron a innovar sobre esta estructura buscando modernizarla. Programaron una menor cantidad de números y más obras completas, pero generalmente permanecía la costumbre de abrir y cerrar el concierto con un preludio u obertura de ópera o de concierto ―una obra estructurada en un solo movimiento―. Con la aparición de la Sociedad Orquestal Bonaerense (1906-1914), Cattelani modernizó aún más sus programas. Empezaba a ser más usual abrir el concierto con una sinfonía o concierto completo, dejando la obertura de ópera para el cierre, o viceversa. Se redujeron los números cantados y desaparecieron los de lucimiento virtuosístico.
[8]. Citado en Cattelani: Actividades musicales, 92.
[9]. Véase Juan Bühler: “Una sinfonía de desagradables sensaciones auditivas. La revista Disonancias y su defensa de la música italiana en Buenos Aires”, en Silvina Mansilla (dir.), Dar la nota. El rol de la prensa en la historia musical argentina (1848-1943) (Buenos Aires: Gourmet Musical, 2012), 165-196.