Dos actitudes ilustradas hacia la música popular.
Para una historia social de la industria del folklore musical argentino

 

Ricardo J. Kaliman

Revista Argentina de Musicología 17 (2016), 39-56. ISSN 1660-1060


 

Dos actitudes ilustradas hacia la música popular.
Para una historia social de la industria del folklore musical argentino

 

En el marco de una contribución para una historia social de la industria del folklore musical argentino, este trabajo se concentra en el modo en que se articulan en ella las perspectivas recogidas aquí bajo el nombre de “ilustradas” y que se nutren del refinamiento estético y estilístico propio de los ámbitos “cultivados”. Luego de algunas consideraciones generales sobre las relaciones entre folklore, industria musical e identidad y una caracterización de las identidades ilustradas en general, se distinguen, en términos históricos, ideológicos y estéticos, dos modalidades diferentes de identidad ilustrada, cada una de ellas directamente influyente en un momento dado del desarrollo de la industria del folklore musical argentino, aunque ambas han continuado reproduciéndose en alguna medida hasta hoy. Una de ellas, vigente ya en los momentos fundacionales de esa industria, se hace cargo de la perspectiva de los intelectuales románticos, que entienden el folklore como la expresión ingenua de un espíritu popular, llamado a ser realzado por la gestión de los “grandes artistas”. La otra, que asoma ya decididamente a partir de los 1960, plantea una historización explícita de la belleza, en correspondencia con la perspectiva historicista con la que conciben al pueblo mismo.

 

Palabras clave: folklore, industria musical, folklore argentino, identidad cultural, identidad ilustrada

 

 

Two Learned Attitudes towards Popular Music.
For a Social History of the Industry of Argentine Musical Folklore

 

Pointing to the general aim of contributing to a social history of the industry of Argentine musical folklore, this paper focuses on the way those perspectives are brought together within it, which are here labeled “learned” and feeds off the stylistic and aesthetic refinement characteristic of the “cultured” realm. After some consideration of the general relationships between folklore, musical industry and identity; and a characterization of learned identities in general terms, two modalities of learned identities are distinguished, in historical, ideological and aesthetic terms, each of one, in turn, directly influential in some given stage on the development of the industry of argentine musical folklore, although both of them have persistently reproduced themselves up to this day. One of them, already active in the foundational moments of the industry, assumes the romantic intellectual perspective, understanding folklore as the naïve expression of some popular spirit, to be elevated by the work of the “great artists”. The other one, which shows up clearly already in the 1960, proposes some explicit historization of beauty, consistent with the historicist perspective they assume for the conception of people itself.

 

Keywords: folklore, musical industry, argentine folklore, cultural identity, learned identity


 

En el marco de una contribución para una historia social de la industria del folklore musical argentino, dentro del objetivo general de capturar las diversas variables que constituyen la complejidad de esa historia, me concentro en este trabajo en el modo en que se articulan en ella las perspectivas que recojo bajo el nombre de “ilustradas” y que se nutren del refinamiento estético y estilístico propio de los ámbitos “cultivados” (académicos o al menos institucionalizados) de la práctica musical. Sustentaré la posición de que estas perspectivas constituyen un factor para nada subsidiario si se trata de comprender los derroteros, las bifurcaciones y las convergencias que pueblan el desarrollo de una práctica que, de todos modos, se reconoce como primariamente orientada por las expresiones populares. Antes de dar cuenta de las dos actitudes ilustradas que propongo como activos puntos de referencia para los protagonistas de esta práctica a través del tiempo, comienzo por introducir algunas consideraciones generales sobre las relaciones entre folklore, industria musical e identidad, sobre todo para dejar en claro algunos de los presupuestos teóricos e históricos sobre los que descansa esta aproximación.

 

Industria, folklore e identidad

En algún momento difícilmente precisable entre las décadas de 1920 y 1930, comenzó a hacerse visible un circuito de prácticas musicales que incorporaba a amplios sectores populares del Gran Buenos Aires, con centros de difusión (peñas, recreos, clubes sociales) instalados también en la propia capital argentina[1]. En ese contexto, se recreaban formas originariamente rurales pero que ya para entonces, aparentemente, habían comenzado a aclimatarse a las condiciones de la demanda de ese nuevo público constituido por migrantes del interior del país, llegados al gran centro de acumulación económica con sueños de rumbos mejores que los que podían avizorar en sus lugares de origen[2]. La cada vez mayor “visibilidad” de este circuito se debía en parte a negociaciones ideológicas sobre las que hablaré más adelante, pero también, y en muy gran medida, a la difusión radiofónica, que ya se había vuelto habitual a comienzos de los 30; y, no mucho más tarde, a la incipiente industria fonográfica, que iría cobrando cuerpo hasta constituirse, a fines de esa década, en una floreciente empresa comercial[3].

Esto era el origen de una producción sistemática de bienes culturales para un mercado creciente, activo, que iría gradualmente consolidándose. Ahora bien, ¿corresponde darle a esta industria cultural que, aún sujeta a varias transformaciones y diversificaciones internas, con picos y declives más o menos pronunciados, se ha mantenido como una continuidad de indiscutible arraigo social en amplios sectores hasta estos comienzos del siglo xxi, corresponde darle, digo, el nombre de “industria del folklore musical”? Los puristas de la ciencia del folklore dirían, y de hecho muchas veces dijeron, que no. Desde su perspectiva, todas las definiciones de folklore, herederas de las concepciones románticas, insistían en reservarlo como denominación de aquellas manifestaciones que, en contacto puro con la naturaleza, podían considerarse absolutamente exentas de contaminación de la modernidad, y, en consecuencia, canal inmaculado para la expresión del Volkgeist argentino. Es cierto que acuñaron también el concepto de “proyección folklórica”, a través del cual se concedía un espacio para la reelaboración de lo que consideraban el folklore genuino en contextos de modernidad[4]. Pero incluso este concepto no apuntaba precisamente a promover las formas mercantilizadas propias del circuito que estamos enfocando. De hecho, desde la tradición de la folklorología en el terreno académico, el cuestionamiento a la propiedad del nombre de “folklore” para las prácticas y productos de la industria ha sido y es casi un lugar común, que, en todo caso, solo se acalla a medias y resignadamente frente a la generalizada aceptación del uso del término en los medios masivos y en todos los participantes de ese circuito[5].

Un postulado central del marco teórico que aquí estoy asumiendo, y en el que llevo a cabo mis trabajos de investigación, es el de que la cultura existe en la subjetividad de los propios actores sociales que interactúan entre sí expresándose y reconociéndose como miembros de una comunidad; no en los productos mismos, si no es a través de la mediación de las subjetividades que los producen y los interpretan; ni mucho menos en definiciones abstractas que puedan pretenderse preeminentes sobre esas subjetividades[6]. En este contexto teórico, en consecuencia, lo definitivo es que la palabra “folklore” funciona como el nombre reconocido y reconocible entre los practicantes activos en el circuito de la industria cultural arriba identificada, por lo cual resulta legítimo, nomás, llamarlo “industria del folklore musical”. Puede decirse que se trata de una segunda acepción de la palabra “folklore”, una acepción “industrial”, si se quiere, contra la acepción “académica” a la que hice referencia antes, aunque, claro está, ambas están muy relacionadas históricamente, en una relación que, como ya he sugerido, y como desarrollaré después un poco más, es un signo de factores muy significativos para el desarrollo social de la propia práctica.

De lo que vengo diciendo creo que ha quedado claro que no estoy asumiendo aquí los principios de la folklorología tradicional, a la que, en cambio, estoy considerando como un hecho de la historia social cuyas relaciones con las culturas populares son tan parte de mi objeto de estudio como las prácticas populares mismas. Me parece importante aclarar, en el mismo sentido, que al articular las prácticas populares con las industrias culturales no estoy implicando juicio de valor alguno, sino simplemente dando cuenta del modo de producción cultural en el que las prácticas populares se desarrollan. Como tales, las industrias culturales tienen sus propias características, entre las que se cuentan, por ejemplo, el afán de lucro, el aprovechamiento de la tecnología de los medios masivos de comunicación, el aparato publicitario, entre otros rasgos que las diferencian de otros modos de producción cultural que han existido y existen a lo largo de la historia y a lo ancho de las sociedades humanas; y que, naturalmente, deben ser tenidos en cuenta en cualquier esfuerzo por dar cuenta de las modalidades de las prácticas culturales en ella articuladas. El reconocimiento de estas propiedades no justifica el relativo desmedro con que a veces se juzgan las prácticas culturales involucradas en las industrias culturales, un disvalor a priori, deudor en buena parte de las interpretaciones apocalípticas que llegaron a atribuirles a la industria cultural un papel tan artero como omnipotente en el control de las subjetividades participantes[7].

Aunque a veces disfrazadas bajo pretensiones aparentemente más nobles, rasgos paralelos a los mencionados han afectado siempre de alguna manera las condiciones sociales en que todas las prácticas culturales humanas se desarrollan, aun los que pasan por más elitistas y desinteresados. Esos factores seguramente condicionan y establecen orientaciones, pero, como se ha señalado desde diversos puntos de vista en las últimas décadas, no agotan en absoluto la idiosincrasia, la creatividad y la expresividad de las prácticas culturales que afectan[8]. La dinámica de la cultura de masas, en particular, nunca ha dejado de involucrar la agencia determinante de los sectores populares con los que las industrias culturales entran en relación. La historia de esas prácticas y de las transformaciones inherentes al grupo que las ejerce, son un factor insoslayable para las estrategias del más ambicioso empresario[9]. La industria cultural, en otras palabras, implica un continuo proceso de negociaciones entre los intereses económicos de los productores y empresarios, por un lado; y los intereses, inquietudes y necesidades de las comunidades humanas que se involucran en el proceso como productores y consumidores, por otro lado.

Entre las variables relevantes a las que los empresarios deben atender si aspiran a obtener una respuesta lucrativa, figuran en lugar prominente las identidades vigentes entre sus potenciales compradores, cuya reproducción y transformación, sin negar que se han visto y se ven afectadas por el aparato publicitario de la industria, siguen teniendo, sin embargo, una dinámica autónoma en la que ingresan muchos otros factores que la industria no puede controlar y a los que debe acomodar, en todo caso, su oferta. La descripción y el esfuerzo por explicar el desarrollo de estas identidades, si se considera tanto lo que les es propio desde el contexto social en que cobran sentido como la incidencia que en su desarrollo tienen instituciones como las industrias culturales y el estado, promete, en consecuencia, una aproximación fecunda a la comprensión de la cultura popular en nuestras sociedades modernas, no con el afán de detectar –y eventualmente defender– supuestas autenticidades, sino de esclarecer las condiciones activas en las que las culturas populares se reproducen y se transforman, en un contexto signado ciertamente por estructuras de poder desiguales, pero que nunca han llegado –y probablemente, nunca pueden llegar– a ahogar las condiciones propias de las subjetividades socialmente arraigadas[10].

Por supuesto, no es la industria del folklore musical la única que canaliza identidades populares, ni siquiera la única que lo hace a través de prácticas predominantemente musicales. De hecho, podemos asegurar que lo que conocemos bajo ese nombre no es hoy en día la modalidad cultural más difundida en la mayoría de la población argentina. Sin embargo, ha sido siempre –y sigue siendo– vía de expresión y comunidad de grandes sectores, al punto que ha funcionado como punto de referencia para otros sectores que anhelaban mancomunarse en alguna medida con las vertientes populares. Desde el punto de vista teórico, por otra parte, el folklore presenta el rasgo particularmente interesante de que ha estado siempre vinculado inextricablemente con la identidad nacional, asociación que ha influido decisivamente, incluso a través de sistemáticas políticas estatales, en la subjetividad de varias generaciones y aún hoy en día lo sigue haciendo.

Un examen superficial de los discursos dominantes en la industria del folklore sugiere una aparente homogeneidad sobre la base de esa relación con la identidad nacional. Buena parte de los productores, artistas, incluso del público, tienden a reconocer las prácticas involucradas como símbolos de una esencia nacional que en alguna medida los compromete. El imperativo moral de preservar estas manifestaciones como un modo de preservar la idiosincrasia propia del pueblo argentino asoma constantemente en los discursos asociados con ellas. Un examen más detenido, sin embargo, permite distinguir importantes diferencias detrás de esa aparente homogeneidad, una variedad que no se reduce a la de concepciones diferentes de la supuesta esencia nacional, sino una complejidad en varias dimensiones, con factores que se entrecruzan en una especie de lucha, con sus alianzas y desencuentros, por la definición del capital simbólico[11]. Según la hipótesis de trabajo sobre la que se apoya mi aproximación, muchas de estas diferencias pueden explicarse en términos del entrecruzamiento de varias identidades socialmente vigentes, cada una pugnando por establecer su posición, en relación con la identidad nacional o al menos con un colectivo que de alguna manera la represente o la sustituya adecuadamente. Así, puede reconocerse cómo identidades de clase, generacionales, ideológicas, provinciales, incluso étnicas y de género, cada una según una lógica guiada por sus modalidades específicas, se intersecan o compiten entre sí y con las distintas vertientes de la identidad nacional, a la cual, a su vez, le otorgan su propio matiz, por debajo de la referencia a un conjunto solo en apariencia compartido plenamente de signos y valores.

 

Ilustrado y popular

No es mi intención ofrecer aquí el cuadro general que esta constelación de variables permitiría trazar del desarrollo de la industria del folklore musical argentino, sino concentrarme en la incidencia en este campo de un eje identitario particular, el que opone lo que, a falta de mejores nombres, vengo denominando identidades “ilustrada” y “popular”. Como podrá apreciarse, la historia de estas identidades en el marco de la industria del folklore musical presenta interesantes intersecciones con algunas de las otras identidades que he mencionado arriba, en particular con las de clase y las que he llamado (también a falta de mejor nombre), “ideológicas”, de manera que este breve examen puede al menos permitir darnos una medida de los juegos de interacciones mutuas que constituyen la historia de las redes identitarias que conviven en la industria del folklore musical argentino.

En el contexto teórico que estoy aquí asumiendo, una identidad se define como una autoadscripción a un grupo social compartida por los miembros de ese grupo[12]. Ha sido en el curso de mi investigación que he llegado a confirmar la vigencia de la identidad que he denominado “ilustrada” y que se caracteriza, en principio, en términos de lenguaje artístico. Los participantes de esta identidad entienden, en efecto, que hay modos de expresión (literarios, musicales, performativos) superiores (por sutileza expresiva, por originalidad o por criterios de belleza, por ejemplo) cuya apreciación, a su vez, significa, de alguna manera, también una superioridad (que puede medirse, por ejemplo, en grados de sensibilidad, o de desarrollo de las capacidades humanas, incluso de calidad moral) para quien es capaz de ejercerla. Por cierto, no todos los que se sienten partícipes de una identidad ilustrada coinciden en cuáles son los rasgos propios de los lenguajes artísticos superiores, de manera que lo que encontramos son en realidad varias “identidades ilustradas”, en plural, según, por ejemplo, las características de los lenguajes artísticos que propugnan[13]. Las identidades que he llamado generacionales proporcionan a menudo un factor coincidente con estas distinciones entre un grupo ilustrado y otro, en el sentido de que un lenguaje artístico dado se erige en signo distintivo de una identidad generacional dada.

Es interesante notar que muchos de los que no participan de una identidad ilustrada en el circuito de la industria del folklore musical argentino no se sienten necesariamente parte de una identidad no ilustrada, o, permítaseme llamarla así, “popular”, al menos en lo que surge de sus testimonios o de la observación en el campo. Ciertamente, distinguen que las modalidades expresivas de los intérpretes enrolados en las posiciones ilustradas son diferentes de aquellas con las que están más familiarizado/as, pero esto no implica que se autoadscriban a un grupo que se caracterice por estas últimas. En todo caso, pueden sentirse parte de ciertas identidades referidas a un estilo particular, generacional o de otro orden, sin implicancia de lenguajes artísticos superiores o inferiores, por lo menos según los criterios que caracterizan la ilustración. La identidad popular, al parecer, surge solo, incluso a veces con ese mismo nombre, entre artistas (intérpretes, compositores, letristas), con referencia a las manifestaciones de la identidad ilustrada, en términos de cuestionamiento a las pretensiones de superioridad esgrimidas por el discurso de esta y subrayando la capacidad de comunicación con sectores más amplios de la sociedad[14].

Las propiedades de las identidades ilustradas son muy semejantes a las propuestas por Pierre Bourdieu en relación con el concepto de distinción, a través del cual los sectores cultos de una sociedad generan símbolos que les son propios, que demandan un cierto entrenamiento para ser reconocidos y apreciados, y a los que les atribuyen un valor superior, una atribución arbitraria, según este autor, pero que, a través de lo que él denomina violencia simbólica, se hace aparecer como natural e intrínseca, de modo que su posición superior parezca estar legítimamente representada en el uso de estos símbolos, y en la capacidad misma de usarlos[15]. Sería equivocado establecer, sin embargo, en los hechos, una correlación exacta entre las clases sociales (o las identidades de clase) y las identidades ilustrada y popular. Es cierto que la apreciación de los lenguajes artísticos más sofisticados implica un cierto entrenamiento, que es más fácilmente accesible, y más impulsado por el contexto, para los sectores más acomodados. Sin embargo, no todos los miembros de las clases media y alta, por ejemplo, se inscriben en una identidad ilustrada. Sí podría argumentarse, en ciertos casos, que esa extracción social ha favorecido la opción por esa inscripción, o, a la inversa, un cierto rechazo por aquellos signos que más crudamente se separan de las formas ilustradas.

Sin detenernos ahora a considerar otras posibles semejanzas que puedan trazarse con el concepto de la distinción de Bourdieu e independientemente del grado en que este concepto se corresponda con las identidades ilustradas que hemos reconocido en la industria del folklore musical argentino, las aproximaciones señaladas son evidencia suficiente para sugerir que el proceso que ha dado lugar a su gestación obedece a factores presentes en las dinámicas culturales de muchas sociedades, al menos las incluidas dentro de lo que solemos conocer como cultura occidental. Resulta aún más atrayente, en consecuencia, explorar con mayor detalle el modo en que estas identidades han incidido en el desarrollo de la industria del folklore musical argentino, que paso a sintetizar a continuación y en el cual han estado vinculadas con posiciones políticas y mecanismos de poder relativamente reconocibles.

 

Primera actitud ilustrada: la distinción

La generalización más efectiva que he logrado formular hasta ahora parte de reconocer, en efecto, dos grandes líneas discursivas de auto-formulación de las identidades ilustradas, cada una de ellas directamente influyente en un momento dado del desarrollo de la industria del folklore musical argentino. Esto no quiere decir que, pasado ese momento, estas líneas hayan desaparecido por completo de la práctica. Por el contrario, de hecho, mi interés apunta precisamente a que ambas continúan reproduciéndose en alguna medida, aunque ajustadas a las nuevas condiciones en las que la práctica se ha visto envuelta.

El primero de esos discursos emergió en los momentos fundacionales del proceso que dio lugar a la industria del folklore musical argentino, y hasta podría llegar a sostenerse que lo precedió. Una formulación muy explícita aparece en el comentario laudatorio que escribió Ricardo Rojas sobre la presentación de la compañía de Andrés Chazarreta en el teatro Politeama de Buenos Aires en 1921. Chazarreta, maestro santiagueño que durante varias décadas se había dedicado a la recopilación y recreación de prácticas populares de su terruño, había logrado, con el apoyo de un sector de la intelectualidad proclive al nacionalismo cultural, presentar un espectáculo en el que un grupo de paisanos santiagueños, junto a algunos músicos de formación ilustrada, desplegaban versiones, en música, canto y danza, de varias de las piezas obtenidas a través de esa recopilación. En su comentario, Ricardo Rojas, uno de los referentes intelectuales que con más ahínco había apoyado ese acto, articulaba el herderiano proyecto que, para él, podía considerarse inaugurado a través de este primer esfuerzo de aproximación de las prácticas rurales a los ambientes cultivados de la capital:

 

Y puesto que aspiramos a tener un arte glorioso, como signo eminente de nuestra nacionalidad, no olvidemos esa experiencia de todos los grandes pueblos, según la cual necesitamos conservar y elaborar el arte nativo para cuando haya de venir el genio creador que habrá de fecundarlo en la obra definitiva[16].

 

En esta perspectiva, las prácticas populares constituyen una manifestación ingenua, de una sencillez primitiva, cuyo valor descansa, precisamente, en que, por esa misma naturaleza silvestre, conserva en toda su pureza lo que se supone es el alma de la nacionalidad. El texto de Rojas dedica buena parte a denostar la miopía de quienes se han reducido a criticar la bastedad y simpleza del espectáculo que ha osado presentarse en un espacio consagrado a las grandes manifestaciones del arte. Para él, esta crítica solo puede obedecer a que no han sido capaces de reconocer y valorar debidamente el espíritu nacional que se expresa en esas manifestaciones. Reconoce, claro está, que no es verdaderamente arte en todo su esplendor, el cual, en realidad, asegura, es el que será llevado a cabo por el “genio creador” que ha de venir. Sin embargo, para que ese arte sea representativo de la nacionalidad, debe ser elaborado a partir de una profunda comprensión de lo que está expresando ese humilde “arte nativo”. Por otras señales contenidas en ese mismo texto, por ejemplo la referencia a Wagner, puede colegirse que el lenguaje artístico que canaliza esta versión de la identidad ilustrada es el de las estéticas legitimadas en la tradición de lo que suele conocerse como “música clásica”. De la misma manera que en la propia ciencia del folklore, que no es en realidad sino otra instancia de una misma perspectiva, la identidad ilustrada articulada por Rojas marca nítidas fronteras entre la comunidad campesina y la comunidad intelectual (que no es sino la representante de la élite socioeconómica), al mismo tiempo que los engloba a todos en la comunidad mayor de la nacionalidad.

Los motivos principales de toda esta construcción pueden fácilmente rastrearse a lo largo del siglo xix europeo, en consonancia con la formación y consolidación de las repúblicas liberales. Los nombres ya citados de Herder y Wagner son dos emblemas ortodoxos en la descripción de estos procesos, pero la lista podría engrosarse no solo en Alemania sino en varios otros nacionalismos musicales de ese continente. A su vez, las coordenadas ideológicas que permiten cartografiar históricamente la localización de este discurso en Argentina, naturalmente diferentes de las de las propuestas en las que se inspira, son hoy bastante claras en los estudios sociales. Para ponerlo brevemente, constituyen la respuesta de la oligarquía terrateniente, que había llegado a obtener un control casi monopólico del poder social y político hasta finales del siglo xix, a las múltiples amenazas que se cernían sobre esa hegemonía, originadas en las transformaciones sociales resultantes de la incipiente industrialización, lo que incluía no solo potenciales competidores en el poder económico, sino también la cada vez más nítida presencia social y política de una clase media y la organización sindical. Los intelectuales voceros de ese sector, dando un giro de 180 grados sobre el desprecio con el que sus propios antecesores habían mirado al gaucho, se volcaron a su glorificación, presentándolo como portador del alma del territorio nacional, erigiéndolo como símbolo de la argentinidad; y, finalmente, arrogándose, como clase, no solo la potestad de ser herederos directos de esos valores campesinos, ligados por lo tanto a la tierra, sino también su salvaguarda, justificando de esa manera la anhelada continuidad de su hegemonía social y política[17].

La vinculación con las tradiciones campesinas eleva, de esta manera, a la élite terrateniente por encima de los grupos sociales que son así representados como advenedizos al territorio. La sensibilidad hacia los más altos valores de la cultura occidental, por su lado, los eleva sobre los propios campesinos, cuyo valor radica precisamente en la simplicidad que deriva de su extrema cercanía a la naturaleza, apenas distinguibles de la naturaleza misma. De esta misma concepción se derivan, consistentemente, tanto la ciencia misma de la folklorología como la identidad ilustrada que estamos examinando.

Esta separación entre las dos esferas, la ilustrada y la popular, se corporiza no solo en los individuos que participan de cada una de ellas, sino también en varios otros aspectos. Los instrumentos, los códigos musicales y poéticos, los espacios: el lugar de las prácticas populares, para merecer el reconocimiento del valor que se les asigna, es el del ámbito rural, tanto mejor cuanto menos mancillado por influencias de la modernidad, entre las que cabe incluir la escritura y el derecho de autor. Las prácticas ilustradas, en cambio, se desarrollan preferentemente en la sala de concierto o de cámara, con todas las connotaciones de refinamiento y exclusividad. Como señalaba arriba, es a las realizaciones ajustadas dentro de estos contextos y valores que aspiraban tanto Rojas como los folklorólogos que acuñaron el concepto de “proyección folklórica” (paradigmáticamente articulada en el proyecto creador del nacionalismo musical: Gilardi, Gianneo, López Buchardo, Aguirre, y luego Guastavino y Ginastera, entre otros; o los arreglos de Silvia Eisenstein), y no a las manifestaciones que, no mucho después de la presentación de Chazarreta en el Politeama, comenzaban a diseminarse por los recreos bailables y los centros de residentes provincianos, donde la industria del folklore musical estaba dando sus primeros pasos[18]. No se trata tan solo, por cierto, de un problema de definición científica, en el sentido de que estas manifestaciones se realizaban en ambientes urbanos, en un contexto de comercialización, con escritura y hasta derechos de autor incluidos, totalmente alejado del ritual colectivo y supuestamente natural de las prácticas originales. También se trataba de que este proceso se desarrollaba fuera de su control directo.

Pero no, por cierto, de un relativo control indirecto. En efecto, el peso simbólico de la identidad ilustrada incidió en el desarrollo de la industria del folklore, ya en esas décadas iniciales. Eso puede apreciarse probablemente ante un examen detenido del curso de las transformaciones que en el proceso de formación de la industria acaecieron sobre las formas originarias, muchas de las cuales, no todas por cierto, pueden explicarse por esa influencia. Pero incluso ese análisis se vuelve más convincente si se consideran algunos aspectos de la configuración social en la que esa industria iba desarrollándose, los cuales, en alguna medida, permiten al mismo tiempo comprender algunas facetas del estado actual de esa industria.

En primer lugar, hay que subrayar que las claras fronteras marcadas por los intelectuales citados no impidió el establecimiento de una cierta alianza de clases en la conformación inicial del mercado. Como señalaba arriba, no todos los miembros de las clases más acomodadas se adscriben plenamente a la identidad ilustrada, aunque, de manera más o menos laxa, son capaces de reconocer algunos de sus signos, ya no tanto en calidad de lenguaje artístico superior sino más bien como un signo de distinción de clase. Las prácticas populares de origen campesino, por otra parte, estaban cargadas ya, en virtud de la influencia del discurso citado, de la connotación de la vinculación con la tierra que legitimaba su preeminencia social. Hasta el día de hoy, el lazo afectivo y la tendencia a la práctica con las formas que sienten más tradicionales del folklore sigue reproduciéndose entre muchas familias que se identifican con una especie de aristocracia terrateniente. Estos hábitos fueron mucho más comunes y generalizados, aparentemente, en las décadas que estamos considerando. Varios de los artistas que se involucraron en aquellos tiempos en el circuito del folklore relatan que parte de sus ingresos provenía de las clases de guitarra, canto y danza que dictaban en las mansiones del patriciado porteño[19].

Más importante aún es que muchos de esos mismos artistas provenían de ese sector social, algunos de posición económica elevada, otros provenientes de familias “venidas a menos”, aunque manteniendo el lazo identitario con ese sector, e incluso reflotándolo precisamente a través de la práctica folklórica. Por cierto, el capital social que portaban les facilitaba en buena medida el acceso al circuito, al menos a través de contactos importantes en los tramos iniciales de la carrera[20]. En todos estos casos, la incorporación de signos aprobados por la identidad ilustrada significaba una señal de elevación del arte que los aproximaba a las formas legitimadas en el seno de su extracción social. Un rápido ejemplo es la incorporación del piano en la sonoridad del folklore.

Claro está que no podríamos hablar de alianza de clases si los artistas provenientes de sectores más humildes, identitariamente ligados al campesinado, aunque ya en calidad de migrantes a la ciudad, no hubieran negociado efectivamente y sacado ventaja en este proceso. Y, ciertamente, tenían muchas ventajas que sacar. El discurso subyacente a la identidad ilustrada, aunque cuestionaba sus proyectos urbanos y mercantiles, ofrecía una ponderación positiva de su arte, como representante genuino de la nacionalidad. De hecho, ellos mismos se hicieron cargo de ese discurso, en oposición a las otras ofertas con las que competían en el gusto popular. Decía Julio Argentino Jerez, en la chacarera “Añoranzas”:

 

Santiagueño no ha de ser

El que obre de esa manera:

Despreciar la chacarera

Por otra danza importada.

Eso es verla mancillada

A nuestra raza campera.

 

O los hermanos Giménez, en su chamamé “La Tere”:

 

Que nos importa que ahora la Changa

Cante boleros, rumbas también,

Si está la Tere, que es correntina

Con voz divina, canta chamamé…

 

Podemos intuir, por otra parte, que en ese contexto histórico, toda vez que se cruzaban con alguna voz institucionalmente autorizada, se encontrarían con las prerrogativas ilustradas que invitarían constantemente a la adopción de signos del lenguaje artístico prestigioso, que prometería, tácitamente, enaltecer más su figura. El particular estilo de Atahualpa Yupanqui, cuidadoso cultor por otra parte de una imagen de la más pura autenticidad campesina, incorporó rasgos, en el toque de su guitarra, de indudable tinte clásico, lo cual le abrió sin duda muchas puertas en Argentina y otros lugares del mundo.

 

Segunda actitud ilustrada: la representación

La segunda forma de la identidad ilustrada aparece claramente articulada en el “Manifiesto del Nuevo Cancionero”, escrito por Armando Tejada Gómez, y firmado y presentado “oficialmente” por un grupo de artistas mendocinos o radicados en Mendoza, en 1963. En ese texto, que se ha reproducido en varias ocasiones posteriormente, y que luego fue suscripto por otros artistas, los autores se proclaman voceros de una vertiente generacional, al mismo tiempo tradicionalista y renovadora. Entre sus objetivos, declaran que el Nuevo Cancionero

 

[...] intentará asimilar todas las formas modernas de expresión que ponderen y amplíen la música popular [...]. Aspira a renovar, en forma y contenido, nuestra música, para adecuarla al ser y el sentir del país de hoy. El Nuevo Cancionero no desdeña las expresiones tradicionales o de fuente folklórica de la música popular nativa. Por el contrario, se inspira en ellas y crea a partir de su contenido, pero no para hurtar del tesoro del pueblo, sino para devolver a ese patrimonio, el tributo creador de las nuevas generaciones[21].

 

En los años que separan esta declaración de la presentación de Chazarreta en el Politeama y la consecuente salutación de Rojas, la industria del folklore musical argentino había pasado por varias transformaciones, pero también lo había hecho, claro está, la sociedad argentina; y la extracción social e ideológica de los intelectuales en ella se había diversificado. En realidad, los lenguajes artísticos, e incluso la orientación política, que caracteriza a esta nueva versión de identidad ilustrada, habían comenzado a emerger por lo menos diez años antes de esta manifestación pública. De hecho, la adscripción a esta identidad ilustrada no se reduce a los signatarios de este documento, sino que se extiende bastante más allá, incluyendo, por ejemplo, a toda una generación de salteños, entre los que se cuentan Gustavo “Cuchi” Leguizamón, Manuel J. Castilla, Ariel Petrocelli y José Juan Botelli[22].

El esquema de la distinción (por una parte, la expresión auténtica pero necesariamente sencilla y conservadora del pueblo; por otra, la versión superadora de esas formas de expresión a cargo del artista creador, con la capacidad de administrar las formas más elevadas de belleza) guarda ciertas similitudes en esta versión de la identidad ilustrada con la que hemos examinado antes. Pero esta semejanza no oculta las diferencias entre los dos planteos implícitos y los proyectos creadores que pregonan, que pueden al mismo tiempo correlacionarse con la posición social e ideológica desde la cual se enuncian. Frente a la imagen esencializada de la cultura popular y un canon de belleza que se supone “universal”, aunque en verdad dictado por los criterios de la tradición que suele llamarse “clásica”, los “neocancioneristas” dibujan una historización explícita de la belleza, en correspondencia con la perspectiva historicista con la que en el mismo texto se concibe al pueblo mismo. Las “formas modernas de expresión”, en los hechos, resultaron muy variadas, aunque cabría señalar al jazz, con sus séptimas y sextas agregadas y su culto a la síncopa y, en general, a la sorpresa rítmica, melódica e incluso armónica, como el marco principal de esta nueva ilustración que también en esto apuntaba hacia las diferencias políticas de las que hablaré inmediatamente[23]. El contexto estético de estas “innovaciones” parece corresponderse con el que Fischerman ha llamado el “efecto Beethoven”, aunque este nombre resulta equívoco para mi posición, en la medida en que Beethoven parece más un emblema de la ilustración clásica, de la que las innovaciones sesentistas intentaron tomar cierta distancia[24]. Particularmente significativa es la apreciación de Fischerman en torno a que un rasgo común a los distintos contextos internacionales que examina es el afán de producir “música para escuchar” –y no solo para bailar o como mero entretenimiento. En efecto, los artistas enrolados en la actitud ilustrada que aquí examino se esmeran en el detalle literario o musical original y sutil, tanto en las piezas que componen como, a menudo, en la performance.

Estas opciones de lenguaje artístico de esta ilustración que podríamos llamar “progresista”, se articulan en una posición política más general, que los separa nítidamente de la ilustración “romántica”. Los artistas del Nuevo Cancionero apuntaban no a la sala de concierto o de cámara como el espacio de mayor significatividad para las mayores formas de su arte, sino al más ambiguo contexto de la peña y al mismo tiempo, en ese momento, a la multitudinaria aceptación del festival, aun sabiendo que, de hecho, allí sus renovaciones estéticas compartirían el espacio con otras manifestaciones que desde su perspectiva, resultaban menos “avanzadas”. Podríamos decir que es una puesta en curso de una particular inflexión de la ideología del valor estético implícita en el concepto de la distinción, bastante característica de los artistas “progresistas” de la época, quienes no intentan –como los del otro circuito– consolidar una diferencia social sino erigirse en iluminadores avanzados de los grupos más desfavorecidos de la sociedad, a cuyo crecimiento intelectual y espiritual aspiran contribuir a través de su arte[25]. El culto de los nuevos lenguajes artísticos está en la mayoría de los casos inextricablemente ligado a una concepción política muy diferente del paternalismo promulgado por la versión anterior (que se acomodara a regañadientes dentro de lo que llamé arriba una especie de alianza de clases). El pueblo, en sus letras, no es ya el idílico habitante de una naturaleza con la que comulga, sino en todo caso el sufriente peón semiproletarizado, o los héroes silenciosos de una lucha de clases a través de los cuales se clama por el cambio social[26].

Durante cerca de década y media, este proyecto alcanzará cierta buena fortuna en el circuito del folklore moderno. En algunas historias del folklore moderno argentino, hay una tendencia a asimilar esta emergencia y, por momentos, fuerte predominancia, con lo que se suele conocer como “boom de los 60”. Creo, sin embargo, que esta generalización debe matizarse, si no revisarse cuidadosamente. El notable crecimiento en ventas del folklore argentino durante ese período parece que se debe, en efecto, a la incorporación a ese circuito de un importante sector de la clase media, la cual puede explicarse por motivos diversos, entre los que se cuentan, por ejemplo, la implementación de la enseñanza continua del folklore en los establecimientos educativos durante más de diez años, con la consiguiente organización de recitales, festivales y certámenes de distinto nivel, con un fuerte apoyo estatal; o el atractivo en ciertos ámbitos internacionales de las expresiones populares latinoamericanas como consecuencia de cierta benevolente actitud hacia las expectativas de cambio surgidas alrededor del éxito de la revolución cubana. Sin duda, las innovaciones en los lenguajes artísticos propuestas por esta nueva ilustración expresaban en alguna medida también a esta nueva franja del público, (por las características que he mencionado arriba de la capacidad de algunos signos ilustrados de convertirse en signos de clase), lo cual los convierte en un síntoma más de la aparición de este público, antes que en su causa o su consecuencia.

De hecho, el auge de la industria del folklore musical argentino en los años 60 incluye otros fenómenos además de la ilustración progresista. Conjuntos e intérpretes tradicionales, como los Chalchaleros, y en particular los Fronterizos, mantuvieron su nivel de convocatoria. Y estos son también los años en que se producen la Misa criolla y la Coronación del folklore, en los que un conjunto de artistas, encabezados por Ariel Ramírez y Eduardo Falú, logran un éxito comercial sin precedentes con formas que más bien parecen seguir los lineamientos de la otra identidad ilustrada que he presentado antes, como puede comprobarse en el análisis de los signos de esas dos producciones que propone Claudio Díaz en su tesis doctoral[27].

Seguramente, una generalización más adecuada debe partir de reconocer que la emergencia de esta nueva ilustración significó una transformación y una diversificación sustancial de las redes de la industria del folklore musical argentino, pero que estas manifestaciones pasaron a convivir con otras tradiciones preexistentes, las cuales siguieron también desarrollándose y cultivando la aceptación de un público masivo. Es probablemente en esta coexistencia que surgieron los primeros roces que dieron lugar al surgimiento de la identidad popular, contrapuesta a la ilustrada, de la que hablé antes, aunque también hubo confluencias productivas de ambas direcciones, como en los casos de Horacio Guarany y Jorge Cafrune, intérpretes de estéticas claramente no ilustradas que, sin embargo, no vacilaron en incorporar a su repertorio piezas de autores ilustrados y que, dicho sea de paso, sobre todo en el caso de Guarany, compartían los lineamientos políticos de los sectores más radicalizados de esta ilustración. Por cierto, corresponde agregar que la representante más paradigmática de esta modalidad de la ilustración, Mercedes Sosa, alcanzó una extendida aceptación en amplios sectores sociales populares, aun cuando su público mayoritario se asentara en los jóvenes progresistas de clase media, ávidos de articulación con tradiciones populares.

El auge de esta ilustración fue truncado de raíz por la cruenta reacción de la derecha argentina, primero a través de los atentados y amenazas terroristas de la triple A, como preludio a la censura y la persecución directa durante el período de la dictadura militar, en el marco del sistemático terrorismo de estado que se canalizó a través de secuestros, torturas y asesinatos sistemáticos de miles de disidentes o potenciales disidentes. La importancia que había alcanzado en la industria del folklore musical argentino esta identidad ilustrada, o al menos sus elementos políticos, parece confirmarse en el hecho de que una de las primeras medidas de esta reacción fue la prohibición de los festivales folklóricos, luego reemplazada por una obligación de someter a consideración previa los nombres de los artistas participantes y de los temas que se iban a interpretar[28]. Tras el retorno de la democracia, esta identidad no volvió nunca a recuperar el lugar que tuvo durante esos años, aunque ha mantenido su vigencia, sobre todo en circuitos de menor envergadura.

 

Observación final

El reconocimiento de estas dos actitudes, a grandes rasgos, no debe llevar a pensar que cada uno de los protagonistas que se articulan en la industria del folklore musical argentino se encuadra en una u otra de ellas nítidamente. Las presento como caracterizaciones operativas, o, en todo caso, como lo que para mí suelen ser las generalizaciones sociológicas: descripciones epifenoménicas que dan cuenta de un complejo conjunto de subjetividades, cada una de las cuales, cuando considerada particularmente, las actualiza de manera diferente, en función, muchas veces, de cruces con otros condicionamientos sociales y no solo de aleatorias idiosincrasias personales. Insisto, sin embargo, en sostener, sobre todo a partir de las recurrentes emergencias de sus principales motivos discursivos, que dan cuenta de puntos de referencia significativos en la reproducción y transformación de esta práctica cultural, no solo en el pasado, sino hasta el día de hoy.

 



[1] Sergio Pujol: Historia del baile. De la milonga a la disco (Buenos Aires: Emecé, 1999).

[2] Ricardo J. Kaliman: Alhajita es tu canto. El capital simbólico de Atahualpa Yupanqui (Córdoba: Comunicarte, 2004).

[3] Andrea Mattallana: Qué saben los pitucos. La experiencia del tango entre 1910 y 1940 (Buenos Aires: Prometeo, 2008).

[4] Augusto Raúl Cortazar: Bosquejo de una introducción al Folklore (Tucumán: UNT, 1942). De hecho, el término “proyección” se ha aplicado posteriormente para distintas variantes de la articulación entre lo ilustrado y lo popular en el folklore argentino (Véase Juliana Guerrero: “Medio siglo de ambigüedad: el problema terminológico-conceptual de la ‘música de proyección folclórica’ argentina”, en Runa Vol. 35, Nº 2 (2014), pp. 51-66. Disponible en: http://revistascientificas.filo.uba.ar/index.php/runa/article/view/1167/1145 [Última consulta: 28-02-2017]). Me remito, en este contexto, al sentido propio de la folklorología tradicional, difundido a partir de las definiciones de Cortazar.

[5] No se puede decir, sin embargo, que, a su vez, ese apabullante consenso no incluyera –y siga incluyendo– ciertas curiosas renitencias. En los hechos, la adopción de la palabra misma de “folklore” para el circuito de la industria implicó, en mayor o menor medida según los casos, un esfuerzo por incorporar la connotación de una autenticidad esencial lo cual, a su vez, conllevaba oscuramente una apelación al origen académico del término y, no pocas veces, al prestigio mismo de ese origen.

[6] Ricardo J. Kaliman y Diego Chein: Sociología de las identidades. Conceptos para el estudio de la reproducción y la transformación cultural (Villa María, Córdoba: Editorial Universitaria de Villa María, 2014).

[7] Theodor Adorno y Max Horkheimer: “La industria cultural. Iluminismo como mistificación de masas”, en Dialéctica del iluminismo (Buenos Aires: Sudamericana, 1988 [1ª., en alemán, 1947]).

[8] Raymond Williams: Sociología de la cultura (Barcelona: Paidós, 1994 [1ª., en inglés, 1981]).

[9] Jesús Martín Barbero: De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía (Bogotá: Convenio Andrés Bello, 1998).

[10] Michel De Certeau: La invención de lo cotidiano. Artes de hacer (México: Universidad Iberoamericana, 1996).

[11] Ricardo Kaliman: “El ‘provinciano cantor’. Definiciones del pueblo en las letras del folklore argentino moderno”, Sociocriticism, Vol. XVII Nº 1-2 (Montpellier 2002), pp. 169-177.

[12] Kaliman y Chein: Sociología de las identidades.

[13] Tal vez esta sucesión de luchas por la definición del valor estético es parte constituyente de la propia identidad ilustrada, si atendemos al análisis de Bourdieu sobre la dinámica del campo artístico. Véase Pierre Bourdieu: Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario (Barcelona: Anagrama, 1995).

[14] Así, por ejemplo, se expresaba Roberto Ternán, autor del “Candombe para José”, en entrevista personal, llevada a cabo en junio de 2008.

[15] Pierre Bourdieu: La distinción. Criterio y bases sociales del gusto (Madrid: Taurus, 1998).

[16] Ricardo Rojas: “El coro de las selvas y las montañas”, La Nación, 18 de marzo de 1921, texto obtenido en la página oficial de Andrés Chazarreta: www.chazarreta.com.ar

[17] Kaliman: Alhajita...

[18] El propio Chazarreta se presentó en las peñas de las Asociaciones de Residentes Provincianos, actuaciones por las que había cobrado algunos pesos que lo ayudaron a solventar su expedición. Quizá corresponda, en relación con estas presentaciones, y no con la del Politeama, incluirlo entre los precursores de la industria del folklore musical argentino.

[19] Por ejemplo, Eduardo Falú y, en particular, los Hermanos Ábalos, que instalaron una academia que funcionaba durante el día en el mismo local que se convertía por las noches en una peña de lujo, Achalay, destinada precisamente al público de la oligarquía porteña.

[20] Juan Carlos Saravia: Memorias de un Chalchalero (Buenos Aires: Sudamericana, 2001).

[21] De la versión publicada en http://www.tejadagomez.com.ar/adhesiones/manifiesto.html [Última consulta: 28-02- 2017].

[22] Irene Noemí López: “Discursos identitarios en las letras del folklore moderno en Salta. Las producciones de Gustavo “Cuchi” Leguizamón y José Juan Botelli” (tesis doctoral. Doctorado en Letras, Universidad Nacional de Córdoba, 2013). Véase también Claudio Díaz: Variaciones sobre el “ser nacional”. Una aproximación sociodiscursiva al “folklore” argentino (Córdoba: Recovecos, 2009).

[23] Sin embargo, como discuto en Ricardo Kaliman: Toda vida y llena de alma. Cancionero del Pato Gentilini (Tucumán: Edunt, 2010), este proceso de “ilustración” de lo popular encierra complejidades identitarias de las que los lenguajes del jazz son un conspicuo emergente, pero sin duda no las agotan. Recordemos, por ejemplo, el rechazo de los protagonistas de la bossa nova a ser leídos como una mera recreación del bebop, o las menciones del Cuchi Leguizamón o Tito Francia a las innovaciones armónicas del impresionismo francés como fuente de inspiración.

[24] Por cierto, esto no implica que cuestione la posición de Fischerman en general sobre la renovación históricamente localizada de la música popular en diversos contextos simultáneos (y, según su interpretación, no por simple coincidencia), sobre la base de ciertos principios “ilustrados”. Por el contrario, entiendo que la renovación de la que él habla se corresponde con la que yo estoy identificando como la segunda actitud ilustrada que incide en la industria del folklore musical argentino. Simplemente señalo que su opción por el nombre “Beethoven” no resultaría apropiada en el contexto de mi análisis, ya que, por su vinculación con la tradición clásica, ese nombre remitiría mejor a la otra actitud ilustrada que he caracterizado antes. Véase Diego Fischerman: Efecto Beethoven. Complejidad y valor en la música de tradición popular (Buenos Aires: Paidós, 2004).

[25] De hecho, la referencia al jazz probablemente podría interpretarse no solo por su influencia musical, sino, sobre todo, por las características identitarias que implicaba, en la medida en que el jazz resaltaba como una emergencia de expresiones propias de sectores populares marginados (la cultura afroestadounidense).

[26] Desarrollo con más detalle estas apreciaciones en “El canto de la dicha verdadera. Pueblo y utopía en letras del folklore de los 60 y 70 en Tucumán”, en Fabiola Orquera (ed.), Ese Ardiente Jardín de la República. Formación y desarticulación de un campo cultural (Tucumán, 1880-1975) (Córdoba: Alción, 2010), pp. 295-318.

[27] Díaz: Variaciones sobre el “ser nacional”.

[28] M. Darío Marchini: No toquen. Músicos populares, gobierno y sociedad. De la utopía a la persecución y las listas negras en Argentina 1960-1983 (Buenos Aires: Catálogos, 2008).