Sonografía de la pampa: las Pampeanas (1947-1954) de Alberto Ginastera en el contexto del primer peronismo

 

Omar Corrado

 

Revista Argentina de Musicología 19 (2018), 105-141.

ISSN 1666-1060 (impresa) – ISSN 2618-3072 (en línea)

Sonografía de la pampa: las Pampeanas (1947-1954) de Alberto Ginastera en el contexto del primer peronismo

Las tres obras que con el título de Pampeanas compone Alberto Ginastera son contemporáneas de las reflexiones filosóficas de Carlos Astrada que tematizan ese paisaje, determinante en la constitución del mito gaucho y su proyección en la historia argentina hasta mediados del siglo XX. Ambos campos disciplinares, música y filosofía, apelan a distintas herramientas conceptuales y sensibles para referir a esa geografía. A través de ellas emergen temporalidades diferentes, superpuestas, manifestadas en marcos teóricos, materiales y técnicas de distinta profundidad histórica, cuyas repercusiones ideológicas y estéticas en el contexto cultural y político de la época analiza el presente trabajo. Se exploran asimismo las relaciones entre historicidad y mito, entre la pampa pensada y representada en la continuidad de tradiciones decimonónicas y la contemporaneidad tanto del campo productivo de la época como de los lenguajes que lo metaforizan.

Palabras clave: Alberto Ginastera, Carlos Astrada, Pampeanas, pampa argentina, peronismo

Sonography of the Pampa: the Pampeanas (1947-1954) by Alberto Ginastera in the Context of the First Peronism

The three works that under the title of Pampeanas composes Alberto Ginastera are contemporary with the philosophical reflections of Carlos Astrada that thematize that landscape, determining the constitution of the gaucho myth and its projection in Argentine history until the middle of the twentieth century. Both disciplinary fields, music and philosophy, appeal to different conceptual and sensitive tools to refer to that geography. Through them emerge different temporalities, superimposed, manifested in theoretical frameworks, musical material and compositional techniques of different historical depth, whose ideological and aesthetic repercussions in the cultural and political context of the time the present article analyzes. Also explored are the relationships between historicity and myth: between the thinking and representation of the Pampa within the continuing traditions of the nineteenth century and contemporaneity—both in the field of production and in the metaphors employed to refer to it.

 Keywords: Alberto Ginastera, Carlos Astrada, Pampeanas, Argentine “Pampa”, Peronism

 

La pampa no es exclusivamente el medio físico, sino incluso ya una definida modalidad o estructura existencial del hombre argentino: vale decir que es también pampa espiritual. Ella es el plano horizontal sobre el que se proyecta y despliega su ser . . . no es nuestro hombre, sino la pampa, la esencia de la realidad, de su realidad misma, el constituto de su estructura ontológica.[1]

Cada vez que crucé la pampa o viví en ella por un tiempo, mi propio espíritu se inundó de impresiones cambiantes, ya alegres, ya melancólicas, algunas llenas de euforia y otras de una profunda calma. Desde mi primer contacto con la pampa, despertó en mí el deseo de escribir una obra que pueda reflejar esos estados de mi espíritu. Ya en algunos momentos de mi ballet Estancia el paisaje aparece como el verdadero protagonista, imponiendo su influencia sobre los sentimientos de los personajes. Sin embargo, mi deseo fue el de escribir una obra puramente sinfónica, gobernada por leyes de estricta construcción musical, pero cuya esencia participaría de mis sentimientos subjetivos.[2]

Estas manifestaciones producidas por dos representantes significativos de, respectivamente, la filosofía y la composición musical argentinas hacia mediados del siglo XX definen un territorio de afinidades que incitan a profundizar sus consecuencias. Ambos textos emergen durante el primer peronismo, período de la historia política argentina denominado con frecuencia peronismo clásico (1945-1955), del cual Carlos Astrada fue, en los primeros años, su representante más destacado en el campo filosófico. Alberto Ginastera, proveniente de otras franjas del campo cultural de la época, no adhirió a ese movimiento; fue más bien destinatario de sus arbitrariedades,[3] aunque encontró en algunos de esos espacios acogida circunstancial para su vocación por la gestión institucional. Su desarrollo artístico, aun con dificultades, no fue obstaculizado por las políticas gubernamentales.

La pampa como eje vertebrador de esta convergencia se proyecta al título de una serie de composiciones que Ginastera denominó precisamente Pampeanas, constituida por tres piezas instrumentales: la primera, op. 16 para violín y piano (1947); la segunda, op. 21 para chelo y piano (1950) y la tercera, op. 24 (1954) para orquesta. Rodeado por un conjunto de textos que procesan las concepciones filosóficas de su maestro Martin Heidegger, El mito gaucho (1948) concentra en ese momento las preocupaciones de Astrada por fundar una ontología local en la que convergen los poderes de la tierra, la historia y el mito, y cuya sede es el paisaje pampeano. Ese espacio se instituyó desde comienzos del siglo XIX como emplazamiento simbólico e ideológico de la Nación, escenario en que cada generación irá depositando sucesivamente, como capas geológicas superpuestas, sus respectivos proyectos, obsesiones políticas, utopías y desencantos.

Intentamos aquí una puesta en relación de estas dos series, reflexión filosófica y creación musical, ancladas en El mito gaucho y las Pampeanas, flanqueadas a su vez por materiales complementarios, que permitirán renovadas bifurcaciones y consecuencias. Cada una de las disciplinas tematiza, con sus propios recursos, un espacio común en la misma época. Ambas constituyen puntos provisorios de llegada de prolongadas tradiciones que incluyen, con distintas inflexiones, por una parte, la literatura del Salón Literario en torno de 1837 ―“umbral escriturario de un paisaje que poco a poco se irá construyendo como tradición”―,[4] los ensayos sarmientinos, la épica de Martín Fierro, la literatura de Lucio V. Mansilla, Eduardo Gutiérrez, Rafael Obligado, Joaquín V. González, Eugenio Cambaceres, Ricardo Rojas y Leopoldo Lugones, las reinterpretaciones vanguardizantes de Ricardo Güiraldes y Jorge Luis Borges o la ensayística de interpretación nacional de Manuel Gálvez, Ezequiel Martínez Estrada y Eduardo Mallea, para mencionar sólo unos pocos ejemplos. Por otra parte, y en un listado igualmente incompleto, desde fines del siglo XIX la música del llamado primer nacionalismo ―Alberto Williams, Julián Aguirre― hace eje en especies y materiales folclóricos de la llanura central como significante privilegiado del país, en muchos casos revelado en los títulos mismos de las piezas. Establece así un paradigma de articulación estética entre música y nación en el que se vuelcan luego obras de Felipe Boero, Carlos López Buchardo, Floro Ugarte, Gilardo Gilardi o Carlos Guastavino, para procesarse con procedimientos de la contemporaneidad en Juan José Castro o Luis Gianneo, así como en numerosas piezas del mismo Ginastera. Podría conjeturarse así que una parte significativa de la cultura argentina está atravesada por un deseo de pampa.

La relación que tratamos de establecer entre estos dos protagonistas no es de índole fáctica; al menos no disponemos de pruebas documentales de que lo sea, a pesar de unas pocas verbalizaciones del compositor y afirmaciones escasas sobre música del filósofo: nada indica, hasta ahora, que haya habido diálogo ni repercusiones recíprocas de sus realizaciones en esos años. Se trata entonces de una indagación a partir de lo inmanente de las obras, suscitada por la recurrencia, solidez y contemporaneidad de ese núcleo conceptual, sensible y metafórico que incita a una escucha transversal, migrante, entre estos dos universos de sentido; un ejercicio interpretativo sobre un conjunto restringido de objetos que se glosan mutuamente.

Se imponen algunas consideraciones metodológicas. La primera de ellas concierne a la elección de obras con títulos explícitos, es decir, que exceden el anonimato del nombre propio[5] ―género, opus, número―, la opacidad semántica. En este orden, entendemos el título como uno de los estratos textuales que la obra corporiza y que “nunca es redundante en música por la heterogeneidad de los lenguajes en presencia”,[6] la distinta materia que introduce. Una de sus funciones es la de persuasión: incitan y orientan la escucha, circunscriben la polisemia a los campos de significación que sugieren. Si bien es relativamente autónomo, resulta, como señala Escal, tributario de la situación y circunstancias del discurso, remite a otros títulos, por lo que hay que reubicarlo en la sociabilidad de su tiempo. El “título metafórico”, agrega Stefani, “es un notable impulso a la interpretación”, capaz de colocar a la música en el “proceso de semiosis continua que la pone en conexión con todo el universo cultural”.[7] Las piezas de Ginastera portan como subtítulos “rapsodia”, las dos primeras, y “pastoral”, la tercera; indican así su pertenencia a géneros corrientes en la historia internacional de la música. En cambio los títulos ―Pampeanas― inscriben una diferencia en ellos, le imprimen una marca contextual que las radica en un espacio geográfico y cultural particular. Las alusiones a ese espacio, además de constituir ya un acervo nutrido y afianzado en la música argentina de la época, aparecen en otras piezas de Ginastera; no hay razones contundentes entonces para descartar la presencia de esas asociaciones en el proceso de composición y recepción de estas obras. En última instancia, aceptar esta convención es condición sine qua non para los desarrollos que siguen.

Dado el profuso repertorio que alude, con distintas denominaciones, a este paisaje en sus títulos, la restricción al ciclo de Pampeanas resulta drástica, pero tiene la ventaja de concentrar y homogeneizar el corpus para ensayar en él operaciones potencialmente extensibles a otros repertorios. Estas se ejecutan, además, sobre aquellos aspectos de las obras que lo habilitan. No se trata entonces de un análisis integral de las mismas, sino de lo que retienen los filtros conceptuales que se aplican. El mismo principio rige para el diálogo con los textos de Astrada.

Como en otros momentos y contextos, en las propuestas de los nacionalismos son los intelectuales de las urbes quienes erigen en una geografía rural, considerada originaria y no contaminada, la roca en la cual anclar las esencias patrias. “La literatura visita el campo pero vive en la ciudad”, escribe Sarlo;[8] también la música. Si, como sostiene Astrada, “lo telúrico (…) viene determinando desde su humus originario al hombre en su ser y en sus empresas”[9] y el paisaje configura a quienes viven en él hasta, en el caso de la pampa, totalizar la representación de la nación, ¿de qué manera lo hace en los habitantes urbanos y cosmopolitas que desde las grandes capitales edifican sobre él sus especulaciones intelectuales y sus obras artísticas? La experiencia de Alberto Williams en y con la pampa desde finales del siglo XIX es, aunque intermitente y ficcionalizada, concreta, a juzgar por sus escritos. La verosimilitud de sus relatos sobre incursiones en las estancias bonaerenses se sostiene por su pertenencia a una clase social entre cuyos miembros se contaban antiguas familias de propietarios rurales. La de compositores posteriores, como Juan José Castro o Ginastera, no lo parece, a menos que tomemos en cuenta la posición de Buenos Aires en el cercano campo en que se asienta y desde el cual puede incidir en la construcción de sus subjetividades espaciales; o bien, eventualmente, los límites difusos entre campo y ciudad, poetizados por Borges. El paisaje vivencial de Astrada antes de la escritura de El mito gaucho es, básicamente, el de las sierras de su Córdoba natal, sucedido por las del sur alemán donde realiza sus estudios, antes de radicarse en las ciudades de la llanura argentina. Pero sería erróneo buscar un fundamento exclusivamente fáctico para estas obsesiones. La experiencia empírica personal, si bien constituye una mediación poderosa entre la realidad y los imaginarios sociales e individuales que convoca, no es determinante. Más que con la materialidad de la tierra, ellos sintonizan sobre todo con un cuerpo de textos y obras musicales trabajados ya por el productivo cruce de lo rural y lo cosmopolita, lo arcaico y la contemporaneidad, lo folclórico y lo culto, de prolongado arraigo a través de generaciones de argentinos: es desde ese suelo discursivo y sonoro que producen su propia pampa, especulativa y sensible.

Para ello, es preciso abandonar también el contenido predominantemente escópico asociado al paisaje, la “contaminación y saturación icónica” constitutiva de sus estereotipos.[10] Las manifestaciones de Ginastera sobre su Pampeana orquestal indican que se trata de un espacio investido por la subjetividad del músico, próximo así de las categorías de “geografías emocionales” o “cartografías del sentimiento” propuestas por Joan Nogué y Anna Gibbs, respectivamente,[11] avances relevantes de la geografía cultural en relación con el espacio físico, contemporáneas asimismo de las preocupaciones por la “construcción ficcional del territorio”[12] de la arquitectura actual. Asimismo, es preciso tener presente el papel de los públicos en la decodificación, captura o no de los sentidos ―espaciales, en este caso― que la obra dispara, ligados a su competencia como oyentes situados en un horizonte cultural definido.

Como es obvio, la filosofía y la música disponen de muy distintos recursos y capacidades referenciales para aludir a lo que por comodidad o economía llamamos pragmáticamente “realidad” y a sus “representaciones”,[13] asimetría radical derivada de su pertenencia a los universos de las prácticas discursivas y no discursivas, respectivamente, que dificulta cualquier aproximación simplista a sus posibles vasos comunicantes, rechaza todo empeño en relacionarlas término a término y se somete al riesgo del mallarmeano “demonio de la analogía”. No obstante, como “el sonido musical es exterior a nuestros dos principales sistemas de representación: las palabras y las imágenes. . . el sonido solo refiere al mundo a través de la analogía, por lo cual no puede hablarse de ella sin recurrir a la metáfora (salvo en los escritos técnicos)”.[14]

Componer la pampa[15]

Desprovistas del poderoso sostén que otorga la palabra, la imagen o las estructuras narrativas externas, estas obras instrumentales apelan a códigos y tecnologías de representación que podrían desglosarse, a efectos analíticos, en al menos tres órdenes interdependientes: en primer lugar, las configuraciones expresivas generales asociadas al paisaje en pactos de recepción, verbal y sonora, largamente cristalizados; luego, al uso de materiales provenientes de especies folclóricas de esta región o identificados con ella, y finalmente los lazos establecidos entre estructura y significado provenientes de obras previas del compositor en las cuales el soporte narrativo hizo explícito el referente.

Para Astrada “el hombre argentino, hombre pampeano. . . es constitutivamente un ser de la lejanía. . .. Todo su ser es, en ocasiones, no infrecuentes, una sombra en fuga y dispersión sobre su total melancolía, correlato espiritual de la infinitud monocorde de la extensión”.[16] Este registro de la distancia, el vacío, la tristeza y el enigma hegemoniza el pathos pampeano: “somos hombres de la pampa y llevamos adentrados su desolación y su misterio. . .. El vago contorno pampeano es el contorno mismo de nuestra intimidad, la atmósfera despoblada y yerta que nuestros contenidos expresivos deben transponer antes de llegar a los seres y a las cosas”.[17] Luego de examinar las interpretaciones de Sarmiento sobre el paisaje, Astrada concluye: “como consecuencia de la dispersión en que flota, invade al habitante de nuestras llanuras la melancolía, que es asimismo un plano horizontal recorrido, en fuga, por el devaneo imaginativo. . . El hombre argentino, en su inacabable deslizarse sobre el plano de la melancolía es, en sentido particular, un metafísico de su propio destino”.[18]

Las Pampeanas de Ginastera están habitadas por este registro. Domina, estratégicamente, los comienzos de las tres piezas, que destilan así una expresividad concentrada, modulada hacia otros horizontes en sus desarrollos. Se inician en un tempo lento y fraseo libre, piano, con sonidos prolongados, detenidos en una nota pivot de donde surgen y al cual llegan melodías extensas, en diversas variantes de modos menores, con predominio del frigio. La densidad es tan escasa que, en la primera de ellas, acentuada por la apertura registral y el consiguiente efecto de espacialidad, evoca una sensación de vacío (ejemplo 1). Enuncian un canto elegíaco, reconcentrado, reflexivo, con puntuaciones o ecos igualmente escuetos, en particular, en las piezas impares.

Ejemplo 1. Pampeana N° 1, comienzo.[19]

Estas características aparecen en numerosos segmentos de las tres obras. En la sección central de la pieza para chelo, sobre un ostinato bimodal, con pie rítmico asociado a la milonga ―otra especie pampeana― que se extiende durante veintidós compases, la melodía oscila entre unos pocos sonidos consecutivos a los que se exige una expresión intensa que contrasta con el estatismo impasible del acompañamiento (ejemplo 2).


 

Ejemplo 2. Pampeana N° 2, cifra 12.

Tema y ostinato configuran, en su despojamiento, uno de los momentos más significativos de esta modalidad: el comienzo del tercer tiempo de la Pampeana N° 3 (ejemplo 3). Los timbres asociados a significantes campestres del oboe y el corno inglés, sobre el plano ―¿horizonte?― reiterativo, casi inmóvil de la flauta, en ese contexto introspectivo, sugieren la quietud, la “infinitud monocorde de la extensión”.

Ejemplo 3. Pampeana N° 3, 3er. movimiento, comienzo.

 

Pero restringida a esas características, el referente permanecería anónimo, inespecífico: podría tratarse de cualquier paisaje de similares características, aludido por recursos de representación comparables. Es necesario entonces inscribir en estas configuraciones generales materiales que las modalicen, para territorializarlas en un espacio geocultural más definido. Para ello, el compositor, en línea con conductas generalizadas en las músicas “nacionales”, recurre a elementos del folclore regional,[20] a lo que suena o sonó, con diverso grado de verosimilitud, en esa topografía, a la reconstrucción de una sonósfera que consolide el lazo entre estructura y lugar.

Uno de esos recursos consiste en la alusión, en las Pampeanas, a especies representativas del folclore de la llanura.[21] Guillermo Scarabino releva la aparición en estas obras de giros melódicos característicos emparentados con o incluidos en canciones como el triste,[22] que devienen figuras idiomáticas en el lenguaje del compositor. Esos giros reconocerían una forma primaria estadísticamente más reiterada, consistente en la secuencia interválica de segunda mayor descendente, tercera mayor ascendente y cuarta justa descendente, tal como la expone el oboe en los compases cuatro y cinco del ejemplo anterior (véase ejemplo 3). La variante que le sigue en cantidad de apariciones reemplaza la tercera mayor por la menor y se incluye en una progresión lineal de quinta descendente; su paradigma es la melodía del violín en la Pampeana N° 1.[23] 

Estas formas primarias proliferan, nos dice Scarabino, en ocho variantes interválicas para constituir un conjunto de diez estructuras emparentadas; en las Pampeanas encontramos siete de ellas. Distribuidos a lo largo del corpus, estos segmentos marcan el resultado expresivo y activan a la vez el imaginario espacial de oyentes culturalmente competentes.

Esa asociación se fortalece si colocamos en serie las Pampeanas con otras obras previas de Ginastera. Así, el clima expresivo y su soporte estructural aparecen claramente en el “Triste pampeano” del ballet Estancia (1941), el “Triste” de las Cinco canciones populares argentinas (1943) y el de los Doce preludios americanos (1944). En el primero de ellos, entonado sobre un texto del Martín Fierro, el gaucho canta con su guitarra “sentidos lamentos / de aquel que en duros momentos / nace, crece, vive y muere”, mientras que en el segundo el texto refiere a penas del amor no correspondido, dos versiones, existencial y sentimental, del desamparo. Astrada conecta estos estados de ánimo con el paisaje: “Si, como se ha dicho, el paisaje es un estado de alma, las ‘lágrimas de las cosas’ representan el sedimento humano impalpable que estirpes y seres depositaron en él, animando su humus, dándole esa atmósfera, insinuada por múltiples signos, de vida declinante o de vida fenecida”.[24]

De manera similar a los esbozos de tristes que transitan las Pampeanas, estas piezas presentan un despojamiento extremo: la disposición antifonal de voz e instrumentos adelgazan la textura, reducida a extensos pasajes monódicos al borde del silencio, que afloran o se sumergen fugazmente en él. Y el silencio, para Astrada, constituye

el único monumento del pasado de la pampa. . .. Es que la palabra, moldeada sobre una realidad insinuada y velada al mismo tiempo, adviene siempre desde un fondo de silencio que la potencia porque revela lo que éste oculta y pugna por manifestarse. Palabra y silencio, mejor dicho, canto y silencio –porque primero fue el canto, el verso y después la palabra de la prosa– son dialécticamente antinómicos y encuentran su síntesis, esto es, el todo de la estructura en que ellos se integran en la comunicación del hombre con el hombre y en el diálogo de éste con su paisaje, comunicación que, a su vez, está hecha también de silencios.[25]

Y concluye: “la teluria pampeana está, pues, inscripta en los signos rúnicos del silencio”.[26]

De esas “huellas rúnicas del silencio” pampeano emerge el canto de Martín Fierro en el que funda Astrada el retorno del gaucho, trasuntado en mito. Si en Estancia la “voz” del gaucho es textual, por la incorporación de estrofas del poema de Hernández, en innumerables obras de Ginastera la alusión es oblicua, simbolizada, como se ha señalado infinidad de veces, por el acorde que producen las cuerdas al aire del instrumento con que acompaña su canto: la guitarra. Esos sonidos coinciden, además, con los del violín y el chelo ―en este último, con la excepción del do― a los que dedica las dos primeras Pampeanas, parentesco que el compositor aprovecha en sus elaboraciones, en particular en las cadencias y en el recurso a modos de ejecución característicos de la guitarra, como el rasguido, trasladado al violín.

Sería excesivo consignar aquí las innumerables apariciones de esta configuración en todas y cada una de las Pampeanas. Van desde las más icónicas, como el arpegio que abre la primera de ellas (ver ejemplo 1), a su inserción en contextos pentáfonos (comienzo de la segunda) hasta su enunciación fragmentada e interferida en el número inicial de la tercera. Una vez más, como ocurriera con el gesto derivado del triste, el colocarla en la apertura de sus piezas acrecienta su valor indicial. Los sonidos de este acorde, además de su contenido simbólico, funcionan como elemento estructural. Scarabino estudia las propiedades interválicas del mismo, de las cuales Ginastera deriva parte de sus materiales temáticos y armónicos, lo que puede observarse en fragmentos melódicos, superposiciones y construcciones temáticas de estas piezas, en las que el elemento cuartal colorea los campos de alturas.

Una disposición frecuente es su despliegue en veloces arpegios ascendentes unidireccionales, característicos de los movimientos rápidos del compositor, que generan un momento constructivo relevante en el segundo tiempo de la pieza orquestal (ejemplo 4). Los intervalos del acorde, horizontalizados y transpuestos, producen un tejido imitativo no tonal. Cada línea expone las tres primeras notas del arpegio en sucesivas octavas, las reitera a partir del segundo sonido y de allí en adelante se congela como ostinato bajo el cual se acumulan las configuraciones similares de las demás voces. La textura deviene así un contrapunto de ostinati, en el cual las imitaciones están calculadas para ir completando el total cromático: lo que importa aquí es la administración progresiva de la saturación cromática en base al poder unificador del intervalo.


 

Ejemplo 4. Pampeana N° 3, 2° movimiento, cifra 12 de ensayo (reducción).

Astrada circunscribe lo que tal vez pensaría como Stimmung pampeana a expresiones de la tristeza, la añoranza o la aflicción, aunque el repertorio folclórico de esta región abunda en especies de caracteres opuestos, manifestados especialmente en las danzas. El pensamiento formal ginasteriano, organizado con frecuencia en base a la yuxtaposición de secciones contrastantes lento-rápido ―dicho sea para simplificar―, con casi nada en el medio, saca partido de estas situaciones antitéticas que le brindan las especies folclóricas. Las Pampeanas, con las oposiciones entre “calma” y “euforia” que el autor consignara en el programa para su tercera pieza del ciclo, lo ratifican y amplían así la enciclopedia de referencias disponibles al lugar, basadas en sus expresiones nativas. Es Juan Francisco Giacobbe, compositor y escritor consustanciado con el peronismo quien, en línea con el determinismo del suelo predicado por Astrada, extiende el repertorio producido en/por la pampa. En efecto, en estos mismos años afirma que la llanura, con sus “horizontes inalcanzables y planos, los campos de verde igual y los cielos de una mutación caprichosa y rica, nos cambian los ritmos solemnes del norte, por la danza centáurica y la épica de los galopes . . . la llanura da un canto y una danza dionisíaca . . . el canto de las libertades efusivas”.[27]

En algunas secciones de estas piezas los ritmos folclóricos enérgicos, extrovertidos o impetuosos, provienen de danzas tradicionales identificables. Así, Scarabino atribuye rasgos de gato ―los predominantes― al final de la segunda Pampeana, de malambo al “Allegro vivace” de la misma pieza y de chacarera a pasajes como el “Allegro” de la primera. Con independencia de la adscripción específica a esas danzas, dificultosa por la semejanza de algunas de sus unidades formales mínimas y por la elaboración a que está sometido el material, fragmentos característicos de las mismas proliferan en estas obras. Los más recurrentes son los derivados de las hemiolas y birritmias que atraviesan el folclore argentino y latinoamericano, las síncopas, las acentuaciones, los ritmos obstinados y el uso general de la repetición explícita prolongada ―total o por franjas―, la sintaxis y las escalísticas asociadas a esas danzas. En el violento movimiento central de la tercera Pampeana se condensan algunas de las cualidades mencionadas, con el “acorde de la guitarra” irrigando un edificio textural armónicamente complejo (ejemplo 5).

Ejemplo 5. Pampeana N° 3, 2° mov., cc. 62-67 (reducción).

 

De manera similar a lo observado con el triste y sus derivados, estas propiedades estaban ya firmemente instaladas en el repertorio ginasteriano como marcas estilísticas que se trasladan a las Pampeanas. Su procesamiento de danzas y canciones criollas había sido difundido no sólo a través de las salas de concierto sino también a través del cine, en la música que Ginastera compuso para diversos films realizados en esos mismos años. En ellos, las especies folclóricas circunscriben y subrayan los paisajes en que se desenvuelve la trama, ya sea en sus configuraciones definidas, como la recurrente vidala o el malambo que ritma la cabalgata del protagonista por el monte santiagueño en Malambo (1942),[28] las vidalitas diegéticas de Facundo, el tigre de los llanos (1952) y de Caballito criollo (1953), los carnavalitos de Nace la libertad (1949), o bien en los aires de zambas, chacareras, huellas, estilos, triunfos que circulan en todos ellos.

Tradición, contemporaneidad: temporalidades

El texto de Astrada, por sus premisas y su instrumentalidad políticas, jerarquiza de manera ostensible el peso de la tradición en la constitución de su ontología pampeana. Su necesidad de construir un mito fuerte como instancia arcaica fundante lo impulsa a valorar una temporalidad circular, que radica en versos de Martín Fierro “porque el tiempo es una rueda / y rueda es eternidá”, de los cuales deriva el “destino gaucho”, su “karma pampeano”.[29] Esta concepción repetitiva del tiempo no es ajena, curiosamente, a procedimientos poéticos y estructurales de Ginastera, basados en el ciclo que representa un día en esa topografía: “pampa y cielo. Y entre ellos, alternativamente, el incendio de los días y la sombra de las noches”, dirá Astrada.[30] Ello se advierte en las canciones de Las horas de una estancia, en las sucesiones que organizan el ballet Estancia, ambas sostenidas por una estructura narrativa externa; o bien, más tarde, en la articulación serial inspirada en las ruedas del tiempo de la cosmología mesoamericana, como lo demostró Malena Kuss en su análisis de la Cantata para América Mágica (1960).[31] En los dos primeros ejemplos, la temporalidad modula el paisaje, incide en las entonaciones afectivas de la música ligada a él y se proyecta a las subjetividades que construye.[32]

El filósofo abre, no obstante, y también por razones de estrategia política,[33] resquicios por los cuales ingresa la historicidad en ese horizonte:

La “eternidad” de esta rueda no escapará, sin duda, a la historia en su marcha progresiva, pero sí apuntará (…) a otra finalidad, inaugurando una dimensión histórica constituida por la tensión dialéctica entre repetición simbólica y avance. Repetición y retorno, por la necesidad de retomar aquel remoto y subyacente acervo cultural, que nos ata a orígenes memorables; y de avance e incrementación, por el alumbramiento de lo nuevo, por el impulso de creación en la continuidad.[34]

Humanizar, urbanizar y tecnificar la pampa, observa Astrada, es a la vez una necesidad y una tarea,[35] destinada a erigir allí un proyecto al cual son convocadas también las prácticas artísticas: “tenemos que descubrir las posibilidades estéticas ―verdaderas promesas― del paisaje argentino”, en el que “hombre y naturaleza, encontrándose en un contorno estilizado, se conjuguen en unidad de expresión”.[36] Sería éste “un repertorio emocional y de acción para una obra de juventudes, poseídas de fervor constructivo”.[37] Si la materia prima proviene de la creación popular, “las piedras que ella proporciona necesitan pulimento: es decir, deben ser signadas y ceñidas por la forma”.[38] Este deber de forma del que emerge el objeto estético metaforiza a su vez el esfuerzo por ceñir la extensión ilimitada, por dibujar un contorno humano en el desamparo de la naturaleza.

A esa altura, hacía más de medio siglo que los compositores habían dado sucesivas respuestas a esa demanda, mediante la construcción de un extenso repertorio, de amplia difusión. Astrada no lo ignora; considera, probablemente, que el mismo no penetró en el mundo popular, que permanece “indiferente ante las transcripciones artísticas de los motivos de nuestro folklore tan bellamente logrados por Aguirre, Williams, Ginastera y otros”.[39]

En las Pampeanas se inscriben historicidades del material con diferente profundidad, en círculos concéntricos. Comienzan en los ciclos largos del folclore pampeano, seguidas por aquella que las coloca en la serie de la música académica argentina elaborada a partir del folclore desde fines del siglo XIX, en la cual se suceden las técnicas compositivas que dan cuenta progresivamente del estado del pensamiento compositivo internacional, con sintonías y desfasajes. Habría entonces una travesía que parte del folclore pampeano, se encarna en el primer nacionalismo y conduce a la modernidad de los años 30-40.[40] Otra secuencia es la que compromete la entera trayectoria compositiva del autor, iniciada formalmente en 1937, hasta 1954, que contiene en su interior el conjunto de las Pampeanas en el lapso de siete años comprendido entre la primera y la última.

Estas obras subsumen soluciones técnicas y expresivas previas cuyo punto de partida más cercano se sitúa, como señaláramos, en las realizaciones de compositores que procesaron esos materiales ya transitados por generaciones anteriores con los útiles provenientes de la modernidad neodiatónica, como Luis Gianneo o Juan José Castro. De ellos, además de los evidentes e imprescindibles referentes internacionales, hereda Ginastera la apertura hacia una mayor sintonía con la complejidad de los lenguajes contemporáneos en el manejo de los parámetros musicales y una conciencia más aguda y especulativa de los procesos formales.

En las piezas para dúos, este comportamiento es más cauteloso y la escritura se demora más en la producción de una instrumentalidad virtuosística inmediata. A pesar de ello, Ginastera ensaya diversas alternativas estructurales, sobre todo en el plano de las alturas, que expanden las posibilidades de la tonalidad tradicional. Promediando el siglo XX, la Pampeana N° 3 representa el punto de condensación y de llegada tanto de los procedimientos compositivos como de las intenciones referenciales a ese paisaje. Con respecto al desarrollo técnico, ingresan aquí de manera más consistente recursos protoseriales cuyo conocimiento el compositor ya había manifestado en obras anteriores, desde la melodía con los doce sonidos del tema del hechicero de Panambí (1937) hasta las de la Sonata para piano N° 1 (1952), en la apertura de su segundo movimiento y en los lentos e insistentes ascensos del tercero,[41] en el cual el proceso gradual de completamiento de los doce sonidos es similar al de esta Pampeana. En ella, la referencia al método es incomparablemente más significativa porque afecta niveles estructurales del discurso. Comienza como se ve en el Ejemplo 6.

Se desarrollan aquí dos procesos simultáneos: la constitución gradual de una melodía en el registro grave y las respuestas acórdicas en registros superiores. Así, en el comienzo chelos y contrabajos presentan, por progresiva acumulación, cinco sonidos del “acorde de la guitarra” ―falta el sol, presente en las respuestas de los vientos―, a los que se agregan otros tres, ajenos ―do, fa, fa―. Flautas y celesta le superponen una síncopa característica, en terceras, que afirma la armonía en mi menor: ambos materiales trasladan a la nueva pieza referencias folclóricas populares y cultas. Luego, las cuerdas recomienzan sobre el mi e incorporan las notas faltantes en este plano para completar melódicamente los doce sonidos, a lo que se accede entonces por embates sucesivos a partir del mismo “incipit” a lo largo de doce compases.

El resto de las maderas, en cambio, depositan sobre ellas estructuras provenientes del arsenal técnico y conceptual de la contemporaneidad culta, en especial, del dodecafonismo. Así, los tres acordes que se suceden también por agregados sucesivos contienen los doce sonidos,[42] organizados en superposiciones de tríadas ―dos disminuídas y una mayor― y un cuarto sonido fuera de código en cada una de ellas,[43] que generan distinto grado de fricción con los otros planos de la textura. Este material queda completamente configurado en los compases 8 y 9.[44]


 

Ejemplo 6. Pampeana N° 3, 1er. movimiento, comienzo.

Una vez cumplido este ciclo, en el compás siguiente aparece en la viola una línea melódica serial derivada del grupo de tres acordes precedente, leídos en sentido directo por voces. El primer segmento encadena los sonidos de “soprano” y “contralto”, (oboe 1 y clarinete: mi, do, si / la, sol, fa); el segundo, los de “tenor” y “bajo” (los dos primeros del fagot 1 y el último del clarinete 2, seguidos por los del fagot 2: la, do, re / fa, mi, si). Se trata de cuatro microestructuras de tres sonidos con diferente contenido interválico, redistribuídas mediante las duraciones y la articulación del fraseo. Este tema absorbe la rítmica de la sección anterior, es trabajado en contrapunto libre y transpuesto en sucesivos ascensos registrales dirigidos hacia el primer tutti, que conserva su comienzo y lo prolonga en diseños descendentes encadenados (ejemplo 7).

Ejemplo 7. Pampeana N° 3, 1er. movimiento, compases 13-16.

Este manejo de la técnica corrobora las intenciones del autor, consignadas más arriba: “mi deseo fue el de escribir una obra (…) gobernada por leyes de estricta construcción musical”. El pensamiento musical es claramente deductivo y de desarrollo orgánico a partir de un núcleo inicial, del cual se extraerán múltiples consecuencias interválicas y combinatorias a lo largo del movimiento. A diferencia de los postulados de la Escuela de Viena, no hay aquí un principio unificador exclusivo y determinante, sino la superposición de estratos trabajados artesanalmente, cada uno con su propia lógica, circundando de diferente manera a la vez las estructuras terciales y los doce sonidos, vertebrados por la persistencia de un centro que funciona como tónica y por resoluciones cadenciales complejas que parten de o conducen a él.[45] Malena Kuss considera que el lenguaje de la Pampeana No. 3

es un magistral ejercicio de interacción de sistemas de organización de alturas, todos atonales, con alturas céntricas referibles al ciclo interválico de quintas, que a su vez se manifiesta en la omnipresente afinación de las cuerdas de la guitarra. Ginastera explora aquí la predeterminación del método de composición con doce sonidos manifestado en una serie básica usada como tema, como canon y verticalizada en acordes, cuyas formas auxiliares (escala diatónica y ciclo interválico de quintas) generan materiales para subvertir la tonalidad funcional.[46]

Si bien el ascenso por acumulación de notas tenidas está presente en obras previas del autor, aparece en su mayor despliegue en esta, hacia el final de su tercer movimiento. En el número 13 de ensayo (ejemplo 8) las cuerdas exponen, una vez más, los sonidos del “acorde de la guitarra” en pianissimo, apilados hasta formar una columna que cubre siete octavas.[47] Cada nota que agrega la cuerda está duplicada por el arpa, que torna más incisivos los ataques y modela así el timbre resultante por la acción de los transientes; un rullo de platillo con baqueta de fieltro envuelve el conjunto. No sería arriesgado comparar esta disposición con la que Alban Berg, compositor admirado por Ginastera, concreta en el tercero de sus Fünf Orchesterlieder op. 4, con texto de Peter Altenberg (ejemplo 9). En relación con el fragmento ginasteriano, aquí la celesta sustituye al arpa y el tam-tam al platillo, ambos en función tímbrica comparable. Además de la presencia de la voz, la diferencia fundamental es el contenido del acorde: los doce sonidos en Berg,[48] los de la guitarra en Ginastera.


 

Ejemplos 8 y 9. Ginastera, Pampeana N° 3, 3er. movimiento, cifra 13 de ensayo y Berg, Fünf Orchesterlieder op. 4, N° 3, final.

Los extremos de esta Pampeana proponen una simetría conceptual. En efecto, si en su comienzo los vestigios seriales colmaban los vacíos dejados por el edificio cuartal o diatónico de base, en el final el proceso es inverso: el virtual total cromático se despoja hasta dejar el material estructural, simbólico y referencial a la intemperie, desnudo. Los ejemplos mencionados de Berg y de Ginastera se reservan también para situaciones conclusivas, aunque Ginastera agrega una breve coda que distorsiona el acorde anterior y se diluye al niente por disgregación progresiva de densidad instrumental y de intensidad.

En 1957, Gilbert Chase considera que la inclusión del dodecafonismo en las obras de Ginastera tendría como función “socavar, o al menos contrabalancear, los factores locales-nacionales en la composición”,[49] probablemente en sintonía con la parábola descendente del folclore en la música académica en ese momento. Mediante procedimientos de mayor abstracción, los elementos autóctonos, indica Kuss para las vicisitudes de las músicas “nacionales” en el siglo XX, van diluyendo sus características tradicionales de superficie para penetrar a niveles más estructurales de la partitura.[50] Podría decirse que a las sucesivas tecnologías de representación que fueron reescribiendo, como un palimpsesto, la pampa, esta obra suma las que proveen los recursos de inspiración serial. Con su intensificación simultánea de los procesos especulativos y de las cargas expresivas, líricas, estos procedimientos fueron admitidos entonces como uno de los paradigmas de la contemporaneidad en el mundo musical internacional del medio siglo.[51]

Así como la filosofía de Astrada recurre al reservorio histórico de la disciplina, de los griegos a pensadores del presente con quienes estuvo en contacto directo, como Husserl, Scheler y Heidegger, o yuxtapone un apotegma de Hegel a la “payada especulativa” de Martín Fierro para enmarcar su reflexión sobre el hombre pampeano,[52] su entronque mítico y sus proyecciones, Ginastera apela a jirones populares o cultos sedimentados y al mismo tiempo a lenguajes contemporáneos más especulativos para materializar en construcciones sonoras su destilación del paisaje pampeano. Ambos, desde “su solar privilegiado”, profundizan “su huella en el suelo nativo y . . . poseído(s) de vocación universalista, también toma(n) su parte en los anhelos del mundo”.[53]

En Ginastera no se trata entonces de una reivindicación conservadora y localista, tan activa en franjas del nacionalismo musical tardío aún practicado a mediados de siglo, sino de la reformulación de tradiciones en tensión con la modernidad cosmopolita, susceptible de imprimir una vibración, una diferencia en la superficie aparentemente homogénea de cada uno de sus estratos. Como ocurre en otras manifestaciones culturales,

el espesor de lo rural . . . reside en la acumulación ―que tiene sentidos y valores― de tradiciones, discursos, figuras, creencias, mitos. El campo (el desierto, la pampa, las estancias o sus metonimias, el pajonal, el rancho) es aquel lugar donde se postula una identidad a través de la extrema diferenciación, es el suelo de una apropiación constante del pasado y de las tradiciones . . .  el campo y lo rural, en suma, son un espacio discursivo que aún sigue proyectando sus sentidos [en la música de mediados del siglo XX].[54]

De llanuras y mitos…

“Llanuras”, el segundo movimiento de la Sinfonía argentina de Juan José Castro, precede por más de una década la primera Pampeana de Ginastera. Compuesto en 1934 y estrenado en 1937, este número comparte con el conjunto ginasteriano el despliegue de un lenguaje con raíces nativas pero atravesado por las inquietudes de la modernidad. El resultado expresivo es, aun así, diverso. La pieza orquestal de Ginastera, “pastoral sinfónica”, contiene movimientos con las indicaciones “adagio contemplativo”, “impetuosamente” y “largo con poetica esaltazione”. El carácter general oscila entre esos dos polos: la evocación recogida, nostálgica o bucólica de los números extremos; la afirmación cinética y violenta del central.

La pampa de Juan José Castro, en cambio, se desenvuelve en un único escorzo dramático compacto, donde una vidalita distorsionada conduce las crecientes tensiones del discurso y su alta textura emocional, lejos de todo ánimo contemplativo o pastoril: es sombría, amenazante, por momentos alucinada. Paisaje interiorizado, está más cerca del vehemente pesimismo de Radiografía de la pampa ―publicada el año anterior, en 1933― que de la celebración inaugural de El mito gaucho: afinidades conceptuales y sensibles que sugieren, una vez más, las obras de Castro y las de Ezequiel Martínez Estrada.[55]

El hondo contenido dramático de “Llanuras” aparece consistentemente alineado con el de la Cantata Martín Fierro (1945-1948), del mismo compositor.[56] Podría pensarse que “Llanuras” diseña el escenario desierto donde se insertará luego la figura humana en la Cantata: el gaucho Martín Fierro, su historia, sus penurias, su canto. En la senda de la reflexión astradiana, ¿habría ya un drama previo en el paisaje que contiene, condiciona o prefigura el de los personajes de Fierro? ¿O lo que tienen en común es el fondo oscuro del mito que emerge con su fatalismo telúrico en ambos?

El registro mítico, central y estratégico en el libro de Astrada, resulta ajeno a las preocupaciones de Ginastera en esos años, a menos que consideremos la presencia del folclore como restos arquetípicos que remiten al modelo astradiano: la pampa, el gaucho, su primera y provisoria epifanía en Martín Fierro ―incluido en Estancia― y sus inervaciones en la historia argentina hasta el presente. En todo caso, aparecerá parcialmente, de manera explícita, en clave precolombina latinoamericanista, en obras ulteriores como la Cantata para América Mágica o, sobre todo, el inconcluso Popol Vuh.

Juan José Castro, en cambio, aborda en 1952 el universo del mito, en su ópera Proserpina y el extranjero, con libreto de Omar del Carlo[57] que reinterpreta la trama y los personajes de Perséfona,[58] situados ahora en el espacio rural y suburbano argentino, con la inclusión de un personaje denominado precisamente Mito.[59] En las obras de Castro que venimos considerando, la secuencia iría entonces de la pampa (“Llanuras”) al drama del gaucho que la habita (Cantata Martín Fierro) para desembocar en la proyección de lo regional al mito universal (Proserpina y el extranjero). En cuanto a los géneros y dispositivos, se trata de un tránsito de la obra orquestal a la cantata y de allí a la ópera ―es decir, desde lo instrumental hacia la emergencia de la palabra y del cuerpo escénico― que culminaría así este proceso a la vez musical, dramático y conceptual.

En el campo cultural de la época, esta voluntad de reinterpretar los mitos en clave local se manifiesta en Antígona Vélez (1951), de Leopoldo Marechal, escritor que, al igual que Astrada, representa el vértice más destacado de la intelectualidad peronista. Vendrán luego otras versiones “nacionales” de los mitos en esos años, como Larga noche de Medea de Álvaro Corrado (1956) o El reñidero de Sergio De Cecco (1962). No sería aventurado situar esta insistencia en radicar la temática nacional en los mitos universales, como forma de monumentalizar una tradición, en las relaciones del Martín Fierro con el pasado clásico ya propuestas por Lugones. El peronismo, en la pluma de algunos de sus más conspicuos militantes, perseveró en considerar a los argentinos como herederos de la cultura grecolatina, mediada por la España cristiana para los sectores católicos, o bien a pesar de ella, para pensadores como Astrada:[60] voluntad persistente de apelar a la genealogía clásica como órbita universalista idealizada hacia la cual catapultar la diferencia nacional.

… al mundo agropecuario

Hasta aquí, nuestro recorrido se encuadra en una órbita autorizada o tolerada por los textos analizados, sus respectivas condiciones de producción y recepción, insertos en tradiciones intelectuales y artísticas de ilustre procedencia. Entre este corpus y el correlato externo que anuncian los títulos aparecen sin embargo disonancias que incitan a formular hipótesis o conjeturas, desviadas ahora de las premisas teóricas anteriores, en los márgenes de su pertinencia contextual, o directamente “im/pertinentes”.

La pampa histórica romantizada en los sucesivos nacionalismos hace tiempo que ya no es la que suena en 1954, año de la última Pampeana. Aquel imaginario antiguo, pre-capitalista, recostado en la añoranza del pasado, está muy lejos del campo productivo contemporáneo. Y como sabemos,


 

un campo en actividad productiva casi nunca es un paisaje. La idea misma del paisaje implica separación y observación. Se puede y es provechoso indagar las historias contenidas en un paisaje pintado, en un paisaje descrito. . . pero, en cualquier análisis, debemos relacionar estas historias con la historia común de una tierra y su sociedad.[61]

Habría entonces aquí un nuevo conflicto de historicidades. Consideramos más arriba las derivadas de la proveniencia ecléctica de los materiales y lenguajes, textuales y compositivos, que constituyen la economía interna de estas obras musicales. También la clásica antinomia filosófica entre mito e historia que campea en el pensamiento de la época. Es necesario enfrentar ahora la que plantea la remanencia poética de una llanura intemporal, casi toda naturaleza, y el mundo rural argentino concreto de mediados de siglo, pues en definitiva fue esa la pampa “real” que habría suscitado las impresiones del compositor consignadas en las notas que escribió sobre su Pampeana N° 3. Si el correlato exterior se transforma, las técnicas de representación pueden acompañarlo o bien permanecer en sus formulaciones estacionadas en el pasado, fortaleciendo de esta manera la autoridad de la tradición, el abismo nostálgico, el repliegue mítico. El panorama integral que emerge de estas situaciones asemeja el de un montaje fracturado y polifónico; es tarea de la obra musical organizar una sintaxis particular entre esos múltiples planos en presencia.

En primer lugar, los términos campo-ciudad han pulido manifiestamente sus aristas a esa altura del siglo, por el ya largo proceso de migraciones de uno a otra, la promoción de las producciones simbólicas campesinas, folclóricas en las prácticas urbanas y la acelerada tecnificación del trabajo y la vida cotidiana rurales.[62] Esta relación entre universos contrapuestos había aparecido ya en el argumento del ballet Estancia, escrito en 1941 y estrenado como tal en 1952, en el cual el hilo conductor es la relación entre un joven citadino y una campesina, aunque los “puebleros” son turistas que llegan de visita al campo y la música alude a ellos con evidente ironía. El galán, por otra parte, sólo es aceptado cuando demuestra destrezas en las tareas rurales. Unos años después la propaganda oficial es más amable y conciliadora, como lo muestran las imágenes de los libros de lectura (imagen 1):

Imagen 1. Luis Arena: Alelí (Buenos Aires: Estrada, 1953), 33.

 

Las políticas del gobierno, con su énfasis en las expresiones populares folclóricas entronizadas como auténticos bastiones de la nacionalidad, propugnaron la generalización de esas prácticas en todos los ámbitos del país, y especialmente en el medio urbano, considerado peligrosamente permeable a las modas extranjeras. Esta actitud programática y voluntarista se implementó de múltiples maneras. Así, el Tren Cultural que circula por la ciudad de Buenos Aires presenta durante los festejos justicialistas de octubre de 1950 una “revista folklórica” titulada “El campo llega a los barrios”, que “permitirá apreciar a las masas laboriosas los valores de la música y danzas nacionales”.[63] En la sala “Mi rincón”, ubicada en Santa Fe y Cerrito, donde actúan la Tropilla Huachi Pampa y el conjunto “Llaita Sumac”, entre otros,

el sabor de la tierra. . . la fragancia de sus inmensos y temblorosos trebolares de la pampa en que la espiga nace en la gracia de Dios. . . es lo que en esta Buenos Aires, tentacular y cosmopolita, hubiera podido perderse, a no ser que verdaderos y apasionados cultores del arte tradicional lo resguardan, cultivan y sustentan. . . en las noches de Buenos Aires.[64]

Conmueven así al “que siente la pasión de la tierra, el que en lo profundo de la sangre oye el sonido de los vientos y de las lluvias de las pampas. . .  la tierra con sus profundas raíces, su cálida belleza, más pura y pujante en la custodia de nuestra sangre criolla” (imagen 2).[65] El Servicio Radiofónico Internacional difunde música folclórica, como la que interpreta el Conjunto Achalay, integrado por estudiantes de la Universidad de La Plata que visten atuendos gauchescos (imagen 3).[66] “En un local de la calle Lavalle, allí donde la ciudad se hace prieta, alguien revela el profundo y a la vez alto amor por las cosas tradicionalmente nuestras”: así comenta la prensa oficialista las fotografías del sitio (imagen 4).[67] La gráfica de las portadas adhiere a esta voluntad asociativa (imagen 5).

Imágenes 2 y 3. Democracia, 1 oct. 1947, 10 y Democracia, 25 mayo 1950, sección ilustrada, 7.


 

Imágenes 4 y 5. Democracia, 11 dic. 1952, sec. ilustrada, 2 y Nuestro campo, nov. 1954.

En las políticas agropecuarias efectivas,

la superación en forma lenta, pero creciente, del estancamiento de la producción agropecuaria en las décadas del 40 y 50, fueron posibles en gran medida por las transformaciones tecnológicas producidas en el sector agropecuario pampeano, las que fueron acompañadas y en cierto modo posibilitadas por los cambios ocurridos en la estructura socio-económica agraria.[68]

Según Barsky y Gelman, la recuperación de la agricultura pampeana comienza aproximadamente en 1947, aunque el proceso de expansión agrícola se inicia plenamente en 1952.[69]

Los cambios tecnológicos que pueden sintetizarse en a) una mayor utilización de las pasturas artificiales y mejoramiento en el manejo de la ganadería vacuna, b) incorporación a la producción de tierras que anteriormente eran utilizadas para alimentar los animales de trabajo (caballos), debido al reemplazo de éstos por la mecanización, y c) incorporación de mejoras genéticas en la agricultura que permitieron un muy importante aumento de los rendimientos, posibilitaron elevar el techo de la producción alcanzable, al permitir una mayor producción global por hectáreas.[70]

Si comparamos la iconografía del paisaje pampeano tradicional, instalado en el imaginario cultural, con la de mediados de siglo, en particular, la producida por el oficialismo, la diferencia es elocuente: a los horizontes vacíos y los “ranchos abandonados” le suceden las viviendas recientemente equipadas con generadores de electricidad y con ellos el confort moderno (imagen 6), incluida la radiofonía que acerca no sólo música folclórica sino también los ritmos bailables de moda, nacionales y extranjeros. Los habitantes no son ya gauchos dispersos sino familias arraigadas favorecidas por los planes oficiales (imagen 7). La inmensidad agreste es ahora campo cultivado, fábricas cercanas y hasta aviones que la sobrevuelan (imágenes 8, 9 y 10).

Imágenes 6 y 7. Mundo agrario 6 (nov. 1949), s/p. y Póster del Plan Agrario Eva Perón, del Primer Plan Quinquenal 1947 – 1952.[71]


 

Imágenes 8, 9 y 10. Mundo agrario 6 (nov. 1949), s/p.; Almanaque Peuser del Mensajero (1949) y Mundo agrario 7 (dic. 1949).

 

La tracción a sangre cede poco a poco su lugar a las maquinarias agrícolas. El gobierno encaró la producción de vehículos utilitarios adecuados para el trabajo en el campo, como las cosechadoras, el rastrojero y sobre todo el tractor. Uno de los logros más publicitados fue la fabricación nacional de un tractor llamado precisamente “Pampa”, puesto en funcionamiento en 1952 (imagen 11).[72] Si bien existen varias explicaciones sobre la elección de este nombre, además de la funcionalidad de la máquina para las tareas en esa topografía, “la más fuerte es la relacionada al sonido de su motor de un solo pistón de gran diámetro, lo que al estar en marcha producía el característico “Pam…Pam”:[73] una narrativa que coloca al sonido como aglutinador semántico.

Imagen 11. Mundo agrario 42 (nov. 1952), 44.

En las Pampeanas, la tercera en particular, observábamos la coexistencia de motivos folclóricos tradicionales con técnicas compositivas de la más estricta actualidad. Afirmábamos que la voluntad por representar ese paisaje se gestaba en la sucesión de textos y músicas precedentes y modelaban de esta manera la subjetividad a partir de algo así como una pampa desmaterializada, abstracta.[74] Si quebráramos esa insistente matriz para hacer jugar también en ella la realidad agraria argentina del medio siglo, podríamos adosar o superponer otras lecturas/audiciones a las habituales. En efecto, ¿qué ocurriría si escuchásemos el movimiento central de la tercera Pampeana poniendo entre paréntesis por un momento las células repetitivas de danzas folclóricas y lo acercáramos a la repetición maquinista de las toccatas neoclásicas, a la idea de las Machines agricoles de Milhaud[75] o a las sonoridades de Pacific 321 de Honegger? Es decir, si anexáramos un vínculo solidario con el dinámico mundo agropecuario moderno y tecnificado al de la quieta pampa mitologizada; el extendido motorismo contemporáneo al de los galopes y zapateos del campo decimonónico.

Más allá de la voluntad del autor o los condicionamientos del contexto, es obvio que las obras mismas liberan distintos estratos de sentido y desde su presente prefiguran, en los mejores casos, lo que va a seguir. Luis Juan Guerrero, filósofo que comparte el mismo espacio político de Astrada, desarrolla la idea de “futuridad” para designar, en un plano estético general, el sentido inherente al destino histórico y cultural del arte.[76] Adherido más estrechamente a las contingencias nacionales del momento, Astrada recurre al neologismo “porvenirista” para calificar la potencialidad futura del mito pampeano.[77] En una órbita más específica y localizada, la última Pampeana también “avanza”, a su manera, con sus propias premisas y alcances: consolida la apertura del lenguaje hacia nuevas posibilidades técnicas, estéticas y de significación en la trayectoria de Ginastera, y con él las de un sector de la música argentina de la época.

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Fuentes musicales

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Ginastera, Alberto. Pampeana N° 1. Rapsodia para violín y piano op. 16. Buenos Aires: Barry, 1954.

———. Pampeana N° 2. Rapsodia para violoncello y piano op. 21. Buenos Aires: Barry, 1951.

———. Pampeana N° 3. Pastoral sinfónica en tres movimientos op. 24. Buenos Aires, Barry, 1954.



[1]. Carlos Astrada, El mito gaucho (Buenos Aires: Ediciones Cruz del Sur, 1948), 14.

[2]. Alberto Ginastera en Gilbert Chase, “Alberto Ginastera: Argentine Composer”, The Musical Quarterly 43/4 (1957): 445.Todas las traducciones son nuestras. Sobre las fuentes escritas de y sobre Ginastera, véase Deborah Schwartz-Kates, Alberto Ginastera. A Research and Information Guide (Nueva York y Londres: Routledge, 2010).

[3]. Las relaciones de Ginastera con el peronismo fueron contradictorias. Exonerado en 1945 de su cátedra en el Colegio Militar de la Nación por firmar un manifiesto democrático y aprovechando la obtención de una beca Guggenheim se trasladó a los Estado Unidos. Allí publicó en 1946 un texto en la revista Modern Music sobre la temporada musical argentina del año anterior con un título significativo en relación con el momento político, en el cual informa que las sociedades musicales tuvieron escasa actividad, o ninguna, como el Grupo Renovación, y espera que la situación política se aclare en 1946. Alberto Ginastera, “Political Shadow in Argentine Music”, Modern Music 23/1 (1946): 64-65. Pero en 1949 fue nombrado Director del recientemente creado Conservatorio de Música y Arte Escénico de la provincia de Buenos Aires, durante la gobernación peronista de Domingo Mercante, inaugurado el 18 de mayo de 1949 en La Plata (Democracia, 19 de mayo 1949, 5). Dejado cesante en 1951, se lo reincorpora luego de la caída de Perón. Fue jurado de concursos en espacios oficiales en numerosas ocasiones, sus obras no tuvieron dificultades sustanciales para ser ejecutadas y buena parte de su música para cine fue compuesta en la década peronista, para films cuyos directores y sellos coincidían frecuentemente con el oficialismo.

[4]. Graciela Montaldo, De pronto, el campo. Literatura argentina y tradición rural (Rosario: Beatriz Viterbo, 1993), 39. Desde ese comienzo, su ejemplar recorrido de la pampa literaria, que incluye las figuras paradigmáticas que consignamos luego, culmina en los textos contemporáneos de Piglia, Saer y Aira.

[5]. Véase Gino Stefani, “Musica e titoli: i Preludi di Debussy”, Nuova Rivista Musicale Italiana 10/4 (1976): 596-616.

[6]. Françoise Escal, Aléas de l’oeuvre musicale (Paris: Hermann, 1996), 185. Escal desglosa las múltiples circunstancias que presiden la adjudicación de títulos, entre ellas, la impostura o las vicisitudes de la circulación o el mercado. La referencia al espacio pampeano en los títulos ginasterianos, aunque puedan obedecer a razones de esta naturaleza, o a la conveniencia estratégica del toque exótico para el mercado internacional comanditario de estas obras, es índice de una consecuente voluntad referencial, reiterada desde sus primeras obras y sostenida por breves textos ocasionales que conocemos de él. El hecho de unificar bajo el nombre de Pampeanas piezas de contenido y alcance estético considerablemente diversificado señalan sucesivos y solidarios intentos de relación musical con ese entorno.

[7]. Gino Stefani, La competenza musicale (Bologna: Clueb, 1982), 178.

[8]. Beatriz Sarlo, Borges, un escritor en las orillas (Buenos Aires: Ariel, 1995), 22. Indica además que los mitos también provienen de la ciudad: “el campo como lugar del origen nacional es un mito urbano”, Ibid., 23.

[9]. Carlos Astrada, Tierra y figura (Santiago del Estero: Ameghino, s/f [1963]), 10.

[10]. Joan Nogué, “Paisaje y comunicación: el resurgir de las geografías emocionales”, en Teoría y paisaje: reflexiones desde miradas interdisciplinarias, dir. Toni Luna e Isabel Valverde (Barcelona: Universidad Pompeu Fabra, s/f [2010]), 36.

[11]. Joan Nogué, “Paisaje y Comunicación”; Anna Gibbs, “Cartographies of Feeling: Another Tango in Paris”, Emotion, Space and Society 1/2 (2008): 102-105.

[12]. Pablo Ayerra, “La construcción ficcional del territorio” (conferencia dictada en el Instituto Torcuato Di Tella, Buenos Aires, 12 de julio 2018).

[13]. Desde luego, una primera operación en este sentido es descartar cualquier tentación realista de relación entre el mundo y los textos, o “los sonidos y las cosas”, si se nos permite la paráfrasis del célebre título de Foucault. En un trabajo anterior, adheríamos a posiciones teóricas de inspiración lacaniana, que admiten la referencia artística a la realidad externa sólo en el plano de la simbolización, de la mediación del lenguaje, de lo que el discurso constituye como vínculo en el encadenamiento de significantes. Véase Omar Corrado, “Música argentina y producción del espacio: mapas, derivas”, Revista Argentina de Musicología 13 (2013): 91-130.

[14]. Christian Accaoui, “Les diverses formes de la métaphore et de l’analogie en musique”, en Métaphore et musique, dir. Taillandier-Guittard (Rennes: Presses Universitaires de Rennes, 2015), 13-40.

[15]. Parte de las consideraciones expuestas en este apartado fueron anticipadas en Corrado, “Música argentina y producción del espacio”.

[16]. Astrada, El mito gaucho, 11.

[17]. Ibid., 13-14.

[18]. Ibid., 15.

[19]. Las transcripciones fueron realizadas por Hernán D. Ramallo (Ejemplos 1-3; 6-9) y Facundo Rubino, a quienes agradecemos su colaboración.

[20]. Consideraciones similares desarrolla, desde la teoría tópica, Melanie Plesch, “The Learning Style in Argentine Music: Topic Simultaneity and Rethorics of Identity in the Work of Carlos Guastavino”, Revista Portuguesa de Musicología 4/1 (2017): 124.

[21]. En una conferencia pronunciada en 1960, Ginastera recorre las músicas tradicionales de las regiones argentinas y con respecto al folclore de la Pampa señala: “Gatos, triunfos, huellas, la firmeza y el palito, son las danzas de la región pampeana; décimas, estilos y tristes son sus melancólicas canciones que tienen generalmente tono amoroso”. Alberto Ginastera, “150 años de música argentina”, en Homenaje a la Revolución de Mayo 1810-1960, ed. Octavio Derisi Octavio (Buenos Aires: Universidad Católica Argentina, 1960), 45. En este texto, curiosamente, el autor no menciona entre las especies folclóricas argentinas al malambo, tan frecuente en sus obras.

[22]. Isabel Aretz localiza en una cita de Félix de Azara, quien estuvo en el Río de la Plata entre 1781 y 1801, las primeras referencias a yaravíes o tristes provenientes del Perú, adaptados luego en otras regiones e incluso en otros países, y que toma a veces el nombre de especies afines —décima, estilo, cielito cantado, etc.— Vega lo ratifica y lo encuadra a la vez en el cancionero ternario colonial y en el cancionero platense. Isabel Aretz, El folklore musical argentino (Buenos Aires: Ricordi, 1952), 135-136 y 138; Carlos Vega, Panorama de la música popular argentina, con un ensayo sobre la ciencia del folklore, 2ª. ed. (Buenos Aires: Losada, 2010), [1ª. ed. 1944], 156-158 y 217. Es también un triste el material central de la notable pieza sinfónica compuesta por el uruguayo Eduardo Fabini llamada precisamente Campo (1910-1922). 

[23]. Compases 4-5 después de cifra 3. Ambos ejemplos en Guillermo Scarabino, Alberto Ginastera. Técnicas y estilo (1935-1950) (Buenos Aires: Facultad de Artes y Ciencias Musicales, Universidad Católica Argentina, 1996), 59-60.

[24]. Astrada, Tierra y figura, 13.

[25]. Ibid, 74.

[26]. Ibid.

[27]. Juan Francisco Giacobbe, “La Argentina se expresa en su música”, en Argentina en marcha, ed. Comisión Nacional de Cooperación Intelectual, vol. 1 (s/l: s/e, s/f [1947]), 100. Poco antes, Oreste Schiuma observaba como característica primera en la música argentina “el fenómeno de la soledad y la extensión”, un medio para “evadirse de la cósmica soledad”, a lo que sucedió la aparición de danzas como producto de una sociabilidad incipiente, por la cual “el campo argentino despertó a la vida orgánica de la colectividad”. Oreste Schiuma, Música y músicos argentinos (Buenos Aires: s/e, 1943), 13-14.

[28]. Las frecuentes cabalgatas que aparecen en los films de argumento histórico que integran este conjunto son en cambio mayoritariamente acompañadas por sonoridades épicas neutras en relación con el folclore.

[29]. Astrada, El mito gaucho, capítulo 2. La concepción del mito es considerablemente más compleja en Astrada. El mito aparece, en el libro de 1948, como estructura ontológica primigenia, desde la cual proyectarse hacia las realizaciones de la historia: ambos, mito e historia, se articulan como medio de auto-comprensión y para sustentar su propulsión al presente y el futuro. Con todo, entendemos que el sustrato estático, esencialista —a pesar de las claves existencialistas del texto—, capitaliza el sentido de El mito gaucho. Astrada revisará esta postura más adelante, cuando adopte los principios del marxismo. Véase Roberto Montaña, “El concepto de mito en el libro de Carlos Astrada ‘El mito gaucho’” (tesis de licenciatura, Universidad de Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras, 1995).

[30]. Astrada, El mito gaucho, 27.

[31]. Malena Kuss, “La certidumbre de la utopía: estrategias interpretativas para una historia musical americana”, Boletín Música 4 (2000): 4-23.

[32].No podemos detenernos aquí en otros aspectos fundamentales de la temporalidad, problema constantemente jerarquizado en los escritos de Astrada y soporte fenoménico constitutivo de la música. Recordemos brevemente que la temporalidad del paisaje sólo puede ser teorizada, discursivizada por la filosofía, mientras que la música la encarna y despliega en la inmediatez sensible, interior de la escucha: ¿se manifestaría entonces en estas piezas una durée pampeana?

[33]. El devenir del mito gaucho desemboca, para Astrada, en el peronismo, del cual, como ya señaláramos, es portavoz intelectual en esos primeros años.

[34]. Astrada, Tierra y figura, 78. Una vez más, lo que aquí consignamos recorta dramáticamente el alcance del pensamiento de Astrada sobre estas cuestiones. Sus indagaciones sobre el problema de la temporalidad y la historicidad, clave de bóveda del existencialismo de esos años, son centrales y constantes en su producción filosófica. Su consideración detallada escapa a nuestras competencias y a los propósitos de este trabajo. Esta y las demás problemáticas transitadas por el filósofo son estudiadas de manera abarcativa en el revelador volumen de Guillermo David, Carlos Astrada. La filosofía argentina (Buenos Aires: El cielo por asalto, 2004). Tratamos aquí sólo aquellos puntos que sugieren vínculos con la música que estudiamos, en plena conciencia de la historicidad restringida de lo musical que nos ocupa en esta sede en relación con la generalizada de la filosofía.

[35]. El término “tarea” conserva en Astrada el sentido de praxis que le es corrientemente asociado y que priorizamos aquí, pero adquiere una connotación más densa, derivada de las tradiciones filosóficas de las que proviene. Compromete los fundamentos de la filosofía como “tarea del pensar” (la “Ausgabe des Denkens” heideggeriana), el plano metafísico, como tarea existencial, y el de los proyectos en una realidad histórica concreta: “el hombre argentino es una tarea”. Astrada, El mito gaucho, 5.

[36]. Astrada, El mito gaucho, 43 y 44.

[37]. Ibid., 13-14.

[38]. Carlos Astrada, “El ‘fenómeno’ Gardel interesa a los intelectuales”, Esto es 25 (18 de mayo 1954): 42.

[39]. Ibid. Adjudicar el carácter de transcripciones a las obras de estos autores es obviamente un error, derivado quizás del carácter de entrevista periodística de este texto.

[40]. Podría establecerse un paralelo con lo que ocurre en la literatura, en la cual el campo es “un espacio de mitos culturales donde se pueden inventar tradiciones sobre la base de un bricolaje de elementos separados de su origen campesino”. Sarlo, Borges, 24.

[41]. El propio compositor identifica estos pasajes en la entrevista que se transcribe en Pola Suárez Urtubey, Alberto Ginastera (Buenos Aires: Ediciones Culturales Argentinas, 1967), 68-74.

[42]. Suárez Urtubey (ibid., 35) presenta esquemáticamente estos acordes como base del primer movimiento, aunque no precisa su ubicación y su relación con los demás planos del contexto.

[43]. Corresponden a los pitch class sets 4-10 y 4-18 de la clasificación de Allen Forte.

[44]. El orden cronológico de aparición es sin embargo diferente: el segundo acorde de la mencionada secuencia aparece en primer lugar.

[45]. No es éste el único momento de la obra que expone el total cromático con estas características: en el ejemplo 3 el tema se inicia con un aire de triste que expone cinco sonidos del modo frigio, con repeticiones, mientras el segundo inciso agrega los siete que faltan para completar la “serie”.

[46]. Propósitos comunicados al equipo editor de la Revista Argentina de Musicología, quien gentilmente nos la transmitiera en correos electrónicos de los días 11 y 12 de noviembre de 2018. Los incorporamos aquí con su autorización.

[47]. Una disposición comparable, restringida a las superposiciones de la cuerda, es la que cierra “Llanuras”, el segundo número de la Sinfonía argentina de Juan José Castro.

[48]. Organizados en múltiples sucesiones de terceras, procedimiento que no es ajeno a las conductas de Ginastera con los doce sonidos.

[49]. Gilbert Chase, “Ginastera: Portrait of an Argentine Composer”, Tempo 44 (1957): 13.

[50]. Malena Kuss, “Nacionalismo, identificación y Latinoamérica”, Cuadernos de Música Iberoamericana 6 (1998): 142-143.

[51]. Aunque el método estaba consolidado un cuarto de siglo antes, seguía vigente en los años 50. De hecho, un Congreso Internacional Dodecafónico se había realizado en Milán en 1949. Recordemos además que un compositor de referencia para Ginastera, como Stravinsky, comienza, también en los primeros años de la década del 50 a utilizar series de modo más sistemático en sus obras, y lo hace apropiándose de los principios del método de manera personal, como lo hace el propio Ginastera en sus obras y lo preconiza en sus escritos de esos años. Véase Alberto Ginastera, “El compositor argentino y la música atonal”, Buenos Aires Musical 7/104 (2 de mayo de 1952): 1.

[52]. Astrada, El mito gaucho, 67.

[53]. Ibid., 7.

[54]. Montaldo, De pronto, el campo, 14.

[55]. Estudiamos estas convergencias en Omar Corrado, “Ideologías y tradiciones en conflicto: la Cantata Martín Fierro (1945-1948) de Juan José Castro en el contexto del primer peronismo”, en Discursos y prácticas musicales nacionalistas (1900-1970), España, Argentina, Cuba, México, ed. Pilar Ramos López (Logroño: Universidad de La Rioja, 2012), 301-316.

[56]. De hecho, la extensa y oscura introducción orquestal de su cuarto movimiento está basada también en una vidalita, que parece entonces el medio adecuado para vehicular esos contenidos expresivos.

[57]. Quien había escrito ya en 1948 Electra al amanecer, para la cual solicita una escenografía que remita a un paisaje de la Grecia antigua pero actores ataviados con trajes actuales. Véase Concepción López Rodríguez, “Un nuevo tiempo para Electra: Electra al amanecer, de Omar del Carlo”, en O libro do tempo. Escritas e reescritas, coord. Maria de Fatima Silva et al. (Coimbra: Coimbra University Press, 2016), 237-250.

[58]. Stravinsky había dirigido el estreno argentino de su Perséphone en 1936 —véase Omar Corrado, Música y modernidad en Buenos Aires 1920-1940 (Buenos Aires: Ediciones Gourmet Musical, 2010), capítulo 4— y fue jurado en el concurso organizado por la Scala de Milán en 1952 en el que la ópera de Castro obtuvo el primer premio. Fue estrenada ese mismo año en Milán y en 1960 en Argentina.

[59]. Véase Malena Kuss, “Tradition and Change in Contemporary Argentine Opera: Juan José Castro (1895-1968), Valdo Sciammarella (1924-2014), Alberto Ginastera (1916-1983)”, en Nativistic Strains in Argentine Operas Premiered at the Teatro Colón (1908-1972) (Ann Arbor, Michigan: University Microfilms International, 1976), 265-318; “‘Proserpina e lo straniero’ (1951) by Juan José Castro”, en  Pipers Enzyklopädie des Musiktheaters, y Forschungsinstitut für Musiktheater der Universität Bayreuth, ed. Carl Dahlhaus, vol. 1 (Munich y Zurich: Piper Verlag, 1986), 503-505. 

[60]. Así, afirma la herencia “de la cultura greco-romana, a través del acervo humanista de la modernidad europea —al que llegamos por otras vías que España—”. Astrada, El mito gaucho, Prefacio, iii, énfasis nuestro. Pero la mayoría de sus colegas y correligionarios —comenzando por el mismo Perón— exaltaron en la cultura argentina las “relaciones de linaje con la gran tradición grecolatina e hispana”. Véase Leopoldo Marechal, “Proyecciones Culturales del Momento Argentino”, en Argentina en Marcha, ed. Comisión Nacional de Cooperación Intelectual, vol. 1 (s/l [Buenos Aires]: s/f [1947]), 133. Abordamos estas cuestiones en Omar Corrado, “El llanto de las sierras. Manuel de Falla, Juan José Castro y el exilio republicano en la Argentina de 1946”, en Música y Danza entre España y América (1930-1960): diplomacia, intercambio y transferencias, ed. Gemma Pérez Zalduondo y Beatriz Martínez del Fresno (México: Fondo de Cultura Económica, en prensa).

[61]. Raymond Williams, El campo y la ciudad (Buenos Aires: Paidós, 2001), 163 [1ª., en inglés, 1973]. Podríamos agregar: paisaje “musicalizado”.

[62]. Intelectuales del Partido Comunista, como Héctor Agosti, se habían opuesto en estos mismos años tanto a la mitologización del gaucho como al desconocimiento de la transformación operada en el trabajo rural, al señalar la persistencia de lo que Petra reporta como “imaginario pastoril de las élites oligárquicas”. Adriana Petra, Intelectuales y cultura comunista (Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2017), 306.

[63]. Democracia, 5 de octubre 1950, 5. El título de la revista es el de la marcha homónima incluida en ella, de Sebastián Lombardo —autor también de la marcha El Titán, dedicada a Perón (Democracia, 21 de septiembre 1947, 3)— director de la orquesta del Sindicato Argentino de Músicos que actúa en esas presentaciones, realizadas en la Boca (14 de octubre), Avellaneda (18 de octubre) y Parque de los Patricios (20 de octubre). La crónica consigna que en el tercer cuadro de la revista se ejecuta el “antiguo malambo A devolver”, mientras en el siguiente se presenta “Malambo de hoy”, lo que indicaría la intención de contraponer dos versiones de la tradición.

[64]. Todas las citas en Democracia, 1 de octubre 1947, 10.

[65]. Ibid. El texto figura al pie de la imagen 2.

[66]. Democracia, sección ilustrada, 25 de mayo 1950, 7.

[67]. Democracia, sección ilustrada, 11 de diciembre 1952, 2.

[68]. Mario Lattuada, La política agraria peronista (1943-1983), vol. 2 (Buenos Aires: Centro Editor de América Latina, 1986), 198. Una esclarecedora síntesis de las políticas agrarias del peronismo, desde los ambiciosos propósitos expresados en la plataforma electoral del Partido Laborista hasta las medidas, más modestas, tomadas desde el gobierno y sus consecuencias puede consultarse en Mario Lattuada, “El peronismo y los sectores sociales agrarios. La resignificación del discurso como articulador de los cambios en las relaciones de dominación y la permanencia de las relaciones de producción”, en Mundo Agrario. Revista de estudios rurales 3/5 (2002). Disponible en https://www.mundoagrario.unlp.edu.ar/article/download/v03n05a02/1484.

[69]. Osvaldo Barsky y Jorge Gelman, Historia del agro argentino. Desde la conquista hasta fines del siglo XX (Buenos Aires: Grijalbo-Mondadori, 2001), caps. 9 y 10.

[70]. Lattuada, La política agraria peronista, 198.

[71]. Reproducido en Marcos Marchionni, “Los paisajes peronistas. El Plan Agrario Nacional Eva Perón 1952 y sus marcas en el territorio”, Revista Márgenes 2/17 (diciembre 2015): 18.

[72]. El proceso de fabricación de un prototipo comenzó el 7 de octubre y en diciembre estuvieron listos quince tractores. Walter Bonetto, La industria perdida (Río Cuarto: Universidad Nacional de Río Cuarto, 2004), 131.

[73]. Ibid.

[74]. Y la pampa misma, propone Montaña, es ya abstracción de un paisaje: lo más importante no es lo que se ve sino lo que falta. Montaña, “El concepto de mito”, 36.

[75]. Decimos idea porque la realización musical concreta de esta obra, además de la existencia de la voz, no corresponde con la sugerida aquí, pero resulta sintomático que los textos de las canciones sean las descripciones de catálogos de maquinarias agrícolas. Irónicamente, la obra también lleva como título, “pastoral”, como la Pampeana N° 3. Reflexiones recientes sobre el género pastoral en literatura tienen en cuenta formulaciones como “contrapastoral” (Raymond Williams) o “post-pastoral” (Terry Gifford), mencionadas en Louis K. Epstein, “Darius Milhaud’s Machines agricoles as Post-Pastoral”, Music & Politics 8/2 (2014): 1-30. Epstein sitúa la maquinaria agrícola en el panteón de los símbolos pastorales.

[76]. Luis Juan Guerrero, “Torso de la vida estética actual”, en Actas del Primer Congreso Nacional de Filosofía, vol. 3 (Mendoza: Universidad Nacional de Cuyo, 1950), 1468. El término aparece ya, sin tematización particular, en Astrada, El mito gaucho, 5.

[77]. Astrada, El mito gaucho, 46 y 73.