Pablo Fessel
Revista Argentina de Musicología 20 (2019), 39-58.
ISSN 1666-1060 (impresa) – ISSN 2618-3072 (en línea)
La textura como espacio inmanente. Teoría, representaciones historiográficas y concepciones estéticas
En un artículo dedicado a la génesis de la espacialización en la música de concierto, Gianmario Borio encuentra en los escritos de Adorno una aguda caracterización de su origen. Adorno entiende la espacialización como resultado de una pseudomorfosis con la pintura, producida hacia comienzos del siglo XX. Ésta tuvo lugar como corolario de la ruptura temporal que produjo la desfuncionalización de la armonía debussyana. Ese análisis supone una conexión inmediata entre la espacialización y la pérdida de la causalidad tonal. Sin negar lo apropiado de esa vinculación, pareciera conveniente introducir sin embargo algunas mediaciones que intervienen de un modo crucial en ese proceso. La espacialización no resulta directamente de la discontinuidad temporal sino, antes, de un descentramiento y concreción de la textura, entendida como representación del espacio inmanente de la música. Habrían sido precisamente éstos los que hicieron posible desmontar la textura de la armonía y visibilizarla como una dimensión con su propio espesor conceptual. El artículo revisa ese proceso, examinando enfoques como los de Guido Adler, Hubert Parry y György Ligeti, en el marco de una consideración de algunos de los problemas de la relación entre teoría de la música, representaciones de la historia y concepciones estéticas.
Palabras clave: espacio inmanente, categorías estilísticas, representación historiográfica, post‑serialismo, textura
Texture as immanent space. Theory, historiographical representations and aesthetic notions
In an article dedicated to the genesis of spatialization in concert music, Gianmario Borio locates in Adorno’s writings an acute characterization of its origin. Adorno understands spatialization as a result of a pseudomorphosis with painting, produced towards the beginning of the twentieth century. This took place as a corollary of the temporal rupture produced as a result of the defunctionalization of Debussy’s harmony. That analysis assumes an immediate connection between spatialization and the loss of tonal causality. Without denying the appropriateness of this connection, it would seem convenient to introduce, however, some mediations that intervene in a crucial way in this process. Spatialization would not result directly from temporal discontinuity but, only secondarily, from a decentering and concretion of texture, understood as representation of musical immanent space. It would have been precisely these developments that made it possible to dismantle texture from harmony, and visualize it as a dimension with its own conceptual thickness. The article reviews this process, examining approaches such as those of Guido Adler, Hubert Parry, and György Ligeti, within the framework of a consideration of some of the problems of the relationship among music theory, representations of history, and aesthetic conceptions.
Keywords: immanent space, stylistic categories, historical representation, post‑serialism, texture
La caracterización de la música como un arte del tiempo aparece recurrentemente en la historia de las ideas estéticas con disímiles valoraciones. Esa caracterización se orientó en ocasiones, como en el siglo XVIII, a diferenciar las artes a partir de la identificación de alguna forma de naturaleza esencial. Esta se define, sobre todo en el marco de las argumentaciones dualistas, por contraste con alguna otra categoría en la que descansa una absoluta alteridad. Cuando se dispone el acento argumental sobre la significación, como en los escritos de Moritz, Jean Paul o Tieck,[1] la alteridad de la música recae en el lenguaje. Si el acento se ubica en cambio sobre la índole de sus materiales o sus modos de representación, lo otro del tiempo es el espacio, y la música se opone, en consecuencia, a las artes plásticas. En el Laocoonte de Lessing, por ejemplo, la distinción entre un arte temporal como la poesía y un arte espacial como la plástica está basada en la condición, sucesiva o inmediata respectivamente, del asunto representado.[2] Herder, por su parte, desplaza esa misma distinción al plano de sus respectivos materiales:
La pintura trabaja en el espacio y a través de una presentación artificial del espacio. La música y todas las artes energéticas lo hacen no sólo en el tiempo, sino también a través de secuencias temporales, de un intercambio temporal artificial de tonos.[3]
Pero basta plantear esas dicotomías para que se destaquen rápidamente los elementos que las desdibujan. Entre ellos, la idea de una temporalidad inmanente de la imagen en la pintura, así como la concepción de Ligeti de la forma musical como “visión retrospectiva ‘espacializada’ del devenir temporal de la música”.[4]
Entre los correlatos de esta caracterización eminentemente temporal de la música se incluyen la, hasta hace poco tiempo, relativa desatención de los aspectos relacionados con el espacio en el que ocurre la música, entendido como un atributo exterior al fenómeno, propio de la representación, pero ajeno a su inmanencia estética. Sin embargo, las expresiones de manipulación del espacio en la música electroacústica o mixta, así como el arte sonoro en general, hablan de una emergencia del espacio como materia compositiva en la música a partir del siglo XX.[5] Si esa transformación representa un proceso histórico de relativa larga duración, surge la pregunta por sus presupuestos e implicancias conceptuales. La introducción del espacio físico como material en la historia de la música de concierto podría pensarse como un proceso de exteriorización de un espacio inmanente. Este supuesto requiere establecer la naturaleza de este último, así como las condiciones que hicieron posible su exteriorización.
En un artículo dedicado a la espacialización de la música, Gianmario Borio ubica en los escritos de Theodor W. Adorno una aguda caracterización de su origen.[6] Adorno entiende ese proceso como resultado de una identificación con la pintura, producida hacia comienzos del siglo XX.
La espacialización de la música es más bien testimonio de una pseudomorfosis de la música en la pintura, en lo más íntimo, de su abdicación. Esto se puede explicar en primer lugar por la situación particular de Francia, donde la evolución de las fuerzas productivas pictóricas estaba tan por encima de la de las musicales, que éstas buscaron involuntariamente un apoyo en la gran pintura.[7]
Esta pseudomorfosis tuvo lugar, en la interpretación adorniana, como corolario de la ruptura temporal que produjo la desfuncionalización de la armonía debussyana: perdidos los lazos que concatenan la forma, ésta se fragmenta (y se aplana).
El oído debe reeducarse para percibir a Debussy correctamente, no como un proceso de tensión [Stauung] y distensión [Auslösung], sino como una yuxtaposición de colores y superficies, como sobre un cuadro. La sucesión expone meramente lo que de acuerdo con el sentido es simultáneo, del mismo modo en que pasea la mirada sobre el lienzo. Técnicamente, esto es responsabilidad, en primer lugar, de la armonía “afuncional”, según la expresión de Kurt Westphal. ... No hay un “final”: la pieza termina como un cuadro del que uno se aparta.[8]
La espacialización resulta del estatismo:
[Las piezas de Debussy] rara vez extensas, no conocen ya en sí ninguna continuación. En cierto modo, se han extraído del flujo temporal; son estáticas, espaciales.[9]
El análisis de Adorno supone una conexión inmediata entre la espacialización y la pérdida de la causalidad tonal. Borio interpreta por su parte que la hipótesis de Adorno acierta en el diagnóstico de ese proceso pero no en su valoración (que es regresiva, y que supone un momento ontológico en su filosofía post-metafísica). Sin negar lo apropiado de la vinculación que hace Adorno entre la desfuncionalización de la armonía y la espacialización, pareciera conveniente sin embargo introducir algunas mediaciones que parecen intervenir de un modo crucial en ese proceso. Adorno mismo ofrece por momentos un registro de esas mediaciones:
La concepción de la música por planos espaciales Stravinski la tomó directamente de Debussy, y debussyana es la técnica de los complejos tanto como la constitución de los modelos melódicos atomizados. Propiamente hablando, la innovación [de Stravinski] no consiste más que en el hecho de que se cortan los hilos de unión entre los complejos, se demuelen los residuos del procedimiento dinámico diferencial. Los complejos parciales se oponen fuertemente en el espacio. De la negación polémica del dulce laisez vibrer se hace prueba de fuerza; lo desligado, producto final del dinamismo, se estratifica como bloques de mármol. Lo que sonaba compenetrado se autonomiza como acorde, por así decir, anorgánico. La espacialización se hace absoluta: el aspecto del clima, en el que toda música impresionista retiene algo del tiempo subjetivo de la vivencia, se suprime.[10]
En otro lugar, identificando esa misma pseudomorfosis con la pintura en la música electrónica, escribe Adorno:
Se opera con sonidos individuales como en la pintura coetánea con valores individuales de color; éstos ciertamente no son ya la mayor parte de las veces puntillistamente [sic] separados los unos de los otros, sino que se estratifican más densamente, pero sin embargo constituyen casi exclusivamente lo compuesto. La integración de la planificación total y la atomización en sonidos se corresponden. La unidad constructiva se reduce a las relaciones de estos sonidos. La configuración de tal música es absolutamente homofónica; está constituida, como hoy gusta decir, por “bloques”. El concepto de línea no le es aplicable en la medida en que ya no conoce una polifonía propiamente dicha; en lugar de eso, los sonidos simultáneos están, por supuesto —explotando hallazgos sobre todo del Stravinski temprano—, extraordinariamente escalonados y diferenciados.[11]
En estos fragmentos se encuentra ya la clave de la exteriorización, aunque Adorno no extrae del todo sus consecuencias. Pienso en ese sentido que la espacialización no es producto directo de la discontinuidad temporal sino, subsidiariamente, de un descentramiento y concreción de la textura, entendida como representación del espacio inmanente de la música. Habrían sido precisamente esas transformaciones de la textura las que hicieron posible desacoplarla de la armonía y visibilizarla como una dimensión con su propio espesor. La textura operaría entonces como un concepto de pasaje: su desarrollo en la música de concierto del siglo XX permite establecer un vínculo entre estos dos órdenes del espacio.
El espacio inmanente se configuró históricamente durante siglos a partir de una analogía con el lenguaje, sobre la base de un principio de sucesividad. La música disponía sus materiales en forma sucesiva, al igual que el discurso lo hace con las oraciones de que se compone. La organización básica de ese espacio estaba dada por la línea. La polifonía complicó esa representación, pero no alcanzó a alterarla en sus fundamentos. La música polifónica estaba concebida como resultado de una “superposición” de líneas.[12]
La progresiva racionalización de las simultaneidades sonoras que resultaban de tales superposiciones expuso la insuficiencia de esa representación y derivó en una revalorización del antiguo paradigma pitagórico. Pero el espacio de la música sólo se dejó regir bajo los principios de la matemática al precio de su reducción a los atributos abstractos de la altura musical. Así, durante el período de actualidad histórica de la tonalidad, la racionalidad del espacio descansó en una regulación de las relaciones entre los sonidos simultáneos basada en sus relaciones de altura. El concepto de acorde resumía, en su carácter abstracto, la logicidad del espacio inmanente.
En la medida en que esa logicidad descansaba en la abstracción armónica, la organización concreta de la simultaneidad (lo que hoy entendemos como textura) aparecía como una dimensión secundaria, tanto desde el punto de vista de su jerarquía como de la ontogénesis de la composición. Estaba entendida como un problema relativo a la escritura musical. Esa noción de escritura representa un vestigio de la antigua concepción retórica de la composición, que entendía la ideación del material en una primera instancia (como inventio) y la escritura en una instancia ulterior (como parte de la dispositio). El espacio, resultado de la disposición del material —que incluía las decisiones relativas a sus determinaciones tímbricas, registrales, etc.—, se configuraba en este segundo momento, el de la escritura.
Las distintas configuraciones con que se disponían los materiales musicales fueron representadas teóricamente mediante una tipología de categorías estilísticas (Stilarten, de acuerdo con la denominación de Guido Adler),[13] o de escritura (satztechnische Kategorien). Estas categorías estaban subsumidas en líneas generales a la contraposición entre las de polifonía y homofonía. Estas dos categorías asumieron en forma casi excluyente la representación de las diversas modalidades de escritura de la música occidental hasta comienzos del siglo XX. Se desarrollaron entonces configuraciones nuevas que no se dejaban representar mediante las categorías estilísticas tradicionales. Este desarrollo iría a repercutir sobre la representación teórica del espacio musical tanto en el sentido de una expansión del conjunto de categorías estilísticas, con la incorporación de categorías nuevas, como con una pérdida de especificidad de las categorías tradicionales, dada por las continuas y fugaces redefiniciones de que fueron objeto. De este modo la tipología se debilitaría y terminaría por entrar en crisis.
Puede ser conveniente en este punto reconstruir el registro teórico de ese proceso que, con un significativo paralelismo, se manifiesta en ámbitos culturales y disciplinarios diferentes: la musicología alemana (en sus variantes todavía poco diferenciadas de musicología histórica y comparada) y la crítica musical inglesa.
Un artículo publicado en 1908 por Guido Adler pone de relieve tanto la insuficiencia de ese sistema tipológico como la necesidad de adecuarlo a los nuevos desarrollos musicales.[14] Adler recurre para eso a la categoría de la heterofonía. Ésta había sido tratada unos años antes por Carl Stumpf en el marco de una consideración de la teoría de la música de la antigüedad clásica (hay que recordar que en Platón se encuentra la mención más antigua del término)[15] y aplicada luego por él mismo para la caracterización de una pieza de música tradicional de Siam, ejecutada en Berlín en 1900.[16] Stumpf, en una interpretación del oscuro pasaje platónico, entiende la heterofonía como designación de un tipo de ejecución improvisada, en el cual el acompañamiento instrumental “se comporta en forma libre y no coincidente respecto del canto”.[17] La pieza siamesa plantea por su parte una relación indeterminable de identidad y alteridad entre melodía y acompañamiento.
Guido Adler se interesa por la heterofonía y la emplaza como “tercera categoría estilística, junto a las de homofonía y polifonía” más aún, como su origen común, el momento de transición más importante entre la monofonía y la polifonía occidental, a la vez que la incorpora como categoría de análisis de la música moderna. En esa transposición, la heterofonía asume un sentido radicalizado, el de una completa independencia de las partes unas respecto de otras (un sentido que no había aparecido antes en las fuentes):
En algunas obras de los últimos tiempos se desprenden del conjunto multilineal dos y hasta varias voces por su independencia en la aparición y la progresión, como si no tuviesen nada que ver unas con las otras. De esta manera se originan sonoridades que, tanto de acuerdo a los cánones de nuestra música clásica como también a los criterios artísticos de los principales representantes del romanticismo, se combinan en manifiesta arbitrariedad y hieren sensiblemente el oído formado en la tradición clásica.[18]
Se trata, agrega Adler más adelante “de una polifonía sin reglas, cuya cohesión queda librada al azar”.[19] Lo que en Stumpf representaba independencia con respecto a la ejecución conjunta de un mismo material musical, se transforma en Adler en independencia a secas, donde la referencia a un mismo material desaparece. Rudolph Ficker identifica por su parte años más tarde, texturas heterofónicas en la música de Debussy, y establece un paralelo entre la condición armónicamente no direccional de sus materiales y el carácter ateleológico de la heterofonía no occidental.[20]
Los esfuerzos de autores como Stumpf, Adler y Ficker, entre otros, pueden entenderse como un intento por parte el pensamiento musical alemán de trascender las limitaciones del enfoque categorial frente a las nuevas realidades musicales por la vía de su expansión y redefinición. La crítica musical inglesa, representada por escritos de compositores, pedagogos y académicos como Charles Hubert Parry, George Dyson o Donald Tovey, se inclinó en cambio frente al mismo desafío hacia una solución empirista, que recurrió a un término escasamente empleado hasta ese momento como el de textura (entendido entonces como equivalente a tessitura). Su introducción en ese ámbito hacia comienzos del siglo XX responde al mismo problema: la inadecuación de las categorías tradicionales de escritura musical para dar cuenta de configuraciones novedosas, características del modernismo alemán.
En 1911 Parry caracteriza la textura como “el modo en el cual las hebras se entretejen”.[21] Sin embargo, tales “hebras” no se identifican sin más con líneas melódicas, sino que pueden incluir su correspondiente armonización, posibilidad ilustrada con fragmentos de Ein Heldenleben y Elektra de Richard Strauss.[22] Se presenta así el caso, expresado en términos figurados, de un entramado de armonías. La textura remite por su parte a una simultaneidad musical no necesariamente “consistente”:
Los desarrollos más extremos de la textura que se presentan ahora con frecuencia son tales que varias melodías o figuras representativas corren simultáneamente sin consideración alguna del hecho de estar en la misma tonalidad, o de representar armonías consistentes. ... Las varias partes que componen la textura están tratadas con tal independencia que parecen ir por su cuenta sin consideración alguna de lo que las otras están haciendo. … la tendencia parece ser no sólo hacer que las varias líneas individuales prosigan sus cursos independientes, sino adjuntarse las armonías que les corresponden, y emplear sucesiones de acordes como ingredientes de la textura, sin poner la menor consideración en las falsas relaciones y choques de notas subordinadas que resultan [de este modo]. . .[23]
Esta caracterización destaca, aunque con una valoración negativa, una simultaneidad que se constituye con independencia de la consistencia mutua entre sus elementos componentes.[24]
Las formulaciones de Adler y de Parry pueden entenderse como respuesta a desarrollos musicales que no admitían ya su representación inequívoca mediante las herramientas conceptuales disponibles. Sin embargo, mientras que el enfoque de Adler representa un esfuerzo por salvar el sistema de categorías (aunque al precio de su desestabilización, ampliación y creciente inespecificación), el de Parry introduce un elemento nuevo. Si bien es reconocible la persistencia de un pensamiento tipológico, en el que la textura, entendida como entramado, designaría al conjunto entero de configuraciones, se vislumbran momentos en los cuales las categorías se revelan inadecuadas. La textura se presenta ahí como concepto. Desprovista de compromisos con la linealidad como supuesto fundante del conjunto de categorías, la textura se abre a la representación de formas nuevas de configuración del material musical.
El enfoque tipológico para la representación del espacio inmanente se va a extender en el ámbito de la teoría de la música en lengua alemana, con algunas y singulares excepciones,[25] hasta fines de la década de 1950. El concepto de textura reaparece entonces con un sentido diferente en el marco de las discusiones del círculo de Darmstadt sobre la música post-serial.
En 1960 se publicó en die Reihe un ensayo de György Ligeti titulado “Metamorfosis de la forma musical”.[26] Escrito entre 1958 y 1959, poco después de su llegada a Alemania y de su contacto personal con algunos de los compositores nucleados alrededor de los cursos de verano de Darmstadt, “Metamorfosis” expuso una crítica radicalizada del estado de la composición musical hacia fines de la década del 50, centrada en el desarrollo del serialismo, pero que se extendía también a la indeterminación tanto norteamericana como europea.
Ligeti enumera ahí una serie de procedimientos compositivos desarrollados durante la década del 50, los cuales irían a conducir a una irrelevancia de las disposiciones seriales. En primer lugar —señala Ligeti— la individualidad de los ordenamientos seriales se desfigura como resultado de la superposición de varias series horizontales. Los intervalos que resultan de esta superposición no guardan ya relación con la disposición original. El carácter de las series se debilita también por la creciente preferencia por secuencias homogéneas de intervalos, particularmente la escala cromática. En ocasiones, la serie original de alturas resulta objeto de disposiciones compositivas de un nivel más alto que tienen la prerrogativa de alterarla en mayor o menor medida. Por su parte, cuando la función de la serie de alturas se transfiere a otros parámetros, los intervalos que constituyen la serie básica son objeto de un completamiento cromático. La serie de alturas se transforma así en una serie de densidades. Tomadas en conjunto, sigue el argumento de Ligeti, estas tendencias conducen a una erosión de los perfiles interválicos. Las secuencias de notas y los complejos verticales devienen en gran medida indiferentes respecto de los intervalos de los cuales se componen. Los conceptos de “consonancia” y “disonancia” no pueden ya aplicarse; la tensión y la distensión se subordinan a propiedades estadísticas de la forma, tales como las relaciones de registro, la densidad y el entramado de la estructura.
El serialismo encuentra así su disolución en un proceso de creciente indiferenciación que, del plano de la interválica, se extiende al de la forma misma. La neutralización de la interválica supone también un cambio en la constitución de la forma.
Dado que la función constituyente de forma, que antiguamente estaba reservada a líneas melódicas individuales, motivos o estructuras acórdicas, se confirió en la música serial a categorías complejas como grupos, estructuras o texturas, el tipo de su entretejido [Verwebung] asume un papel eminente en la formación compositiva.[27]
Ligeti establece en ese marco una distinción entre la estructura y la textura, entendidas como tipos de material musical. La primera está caracterizada como un entramado [Gefüge] cuyos elementos constitutivos son distinguibles, y que se conforma como producto de las interrelaciones entre aquellos. El concepto de textura designa en cambio un complejo más homogéneo, menos articulado, en el cual apenas pueden discernirse sus elementos constitutivos. Mientras que la estructura se analiza en términos de sus componentes, la textura se describe en términos de rasgos estadísticos generales.
El término “textura” se incorporó a la terminología de la música en lo que aparentan ser dos sentidos disímiles, que podríamos caracterizar, con cierta simplificación, como representación de una estratificación de la simultaneidad, por una parte, y como representación de una clase precisa de material musical, por otra. Sin embargo, no se trata de una homonimia que encubriría, como un gran malentendido histórico, una disparidad conceptual. En su acepción más abstracta posible, el término “textura” designa cierta forma de discontinuidad en la continuidad. Los dos sentidos del término se corresponden entonces en realidad con una focalización unilateral sobre uno de los dos elementos que designan el concepto, la discontinuidad o la continuidad.
Un primer sentido se aplica a la constitución de la simultaneidad musical, a la representación de su disimilitud. La textura se identifica con conceptos como el de estratificación y se presenta como forma de la simultaneidad. Este es el sentido en el cual el concepto entra en una serie histórica junto con —o, más precisamente, en sustitución de— categorías como las de polifonía, homofonía, heterofonía, entre otras.
El segundo sentido se aplica a la designación de una clase históricamente precisa de materiales musicales. Esa designación coloca a la textura junto con una serie de conceptos como los de motivo, tema y material. Los materiales caracterizados como texturas tienen como uno de sus atributos esenciales el de no existir con anterioridad al espacio musical en el que se encuentran: a diferencia del motivo y el tema, susceptibles de una disposición en la simultaneidad musical, el espacio que despliega la textura representa uno de sus mismos atributos. De acuerdo con esta concepción, la textura alude al contenido concreto de la simultaneidad y se identifica con conceptos como los de material y sonoridad.
El concepto de textura se revela así como un concepto antinómico, antinomia dada por la contraposición entre una concepción estructural y una concepción concreta de los materiales musicales. Esa antinomia es indisociable, tal como se refleja en las fuentes, de desarrollos precisos de la textura en la música de concierto en el siglo XX. Se trata, por una parte, del desarrollo de un alto grado de disociación no sólo de la forma sino de la misma simultaneidad musical, así como, por otra, de la realización de una significativa integración y concreción.
Ambos procesos resultan de la crisis de la tonalidad. Estos procesos históricos pueden ser pensados con referencia a dos series: la de la inmanencia del material musical y la de la estética. Desde el punto de vista del material, podría decirse que la tonalidad no sólo aseguraba un cierto grado de cohesión de los diversos momentos formales en el tiempo de la obra, sino que también cohesionaba, integraba su simultaneidad. De acuerdo con Sergio Hualpa,[28] la incorporación de niveles crecientes de disonancia en la estructura acórdica en la música del siglo XIX dio lugar a una indiferenciación que terminaría por desdibujar las oposiciones tonales. Esto significó un detrimento del papel del acorde como regulador de una simultaneidad integrada. La indiferenciación acórdica determinó así, indirectamente, una individuación de los estratos que conforman la textura. Ésta perdió la referencia a un elemento organizador unitario.[29] El espacio de la música mantuvo una condición unitaria en tanto la tonalidad conservó su naturalidad aparente o su actualidad histórica. La identificación de la tonalidad como una segunda naturaleza, esto es, el reconocimiento de su carácter histórico, a comienzos del siglo XX, dio legitimidad estética al descentramiento del espacio musical.
Ese descentramiento tiene una manifestación temprana y radical a la vez en la música de compositores como Charles Ives, Edgar Varèse, entre otros. Obras como The Unanswered Question, Central Park in the Dark, Decoration Day u Over the Pavements, compuestas por Ives en la primera década del siglo XX exhiben una acentuada individuación en la textura. Los elementos que la conforman se desarrollan en forma autónoma hasta tal punto que se independizan de la totalidad, la cual integran, pero que ya no los rige. Resulta así una textura estratificada y heterogénea. La estratificación se constituye en Ives como un elemento alegórico, como una condición inorgánica de la textura.
El segundo proceso de desarrollo de la música de concierto en el siglo XX se manifiesta de forma inequívoca en la música de compositores post-serialistas como Iannis Xenakis y György Ligeti. La generalización de la serie en la música de los compositores ligados al círculo de Darmstadt había terminado por producir una indiferenciación interválica, contradictoria con el principio serial. Esa indiferenciación, que Ligeti interpreta como fatalidad del serialismo, conducirá a las texturas características de su propia música desde los años 60. A la dispersión de la textura característica del serialismo de la década del 50, Ligeti y Xenakis contraponen una textura compleja pero en última instancia integrada, próxima a una idea de masa. Una individuación análoga a la de la estratificación resulta en este caso del abandono de los principios abstractos para la conformación de la simultaneidad musical. La individuación de las sonoridades es tal que su carácter interválicamente equivalente se vuelve irrelevante. No se trata sólo de que la distinción entre consonancia y disonancia haya sido neutralizada. El intervalo como categoría —su naturaleza abstracta— pierde toda sustancia en una música que destaca el carácter concreto de sus sonoridades. El material, como “sustancia” de la simultaneidad, se ubica acá en primer lugar.
Se establece así un cierto paralelismo en los desarrollos de la textura en uno y otro caso. Su conformación representa una expresión, disímil e históricamente distante, de procesos similares de indiferenciación e individuación creciente. La crítica de la idea de totalidad por la individuación y de los principios abstractos por la concreción textural son las expresiones más claras de nominalismo en el proceso histórico que Jonathan Dunsby caracterizó como “emancipación de la textura”.[30] Ese proceso no se limita a un principio distinto de ordenamiento de las alturas ni de los sonidos considerados como formaciones paramétricas, como lo podrían representar las distintas variantes del pensamiento serial, sino que pone en cuestión la condición orgánica, vinculante de la tonalidad, tanto como su condición abstracta (que se extiende también al ritmo).
El concepto de textura se constituyó en el pensamiento del siglo XX como uno de los conceptos centrales de ese espacio musical descentrado y concreto. Son precisamente esos dos atributos los que, por la negativa, posibilitan la introducción del espacio físico: éste se incorpora como dimensión musical en la medida en que se descentra (se lo disocia) y adquiere una forma concreta y particularizada. El espacio físico de la música tradicional cuenta como totalidad. Ese espacio es todavía homogéneo, y en ese sentido indistinto, y por eso mismo en cierto modo se cancela como dimensión formal. La operación compositiva del espacio presupone en cambio una disociación al interior de ese campo espacial. Es ahí donde se puede ubicar ese punto de unión entre la textura estratificada, basada en la individuación de los elementos que la componen, y la disociación del espacio, que permite operar con él como un campo de acción compositiva. La textura, entendida en un sentido matérico, representa por su parte expresión de un proceso particularista que terminaría alcanzando al espacio mismo, entendido ya no como puro medio de transmisión del sonido sino, por así decir, como sustancia.
Una duplicidad análoga a la que exhibe el concepto de textura respecto del énfasis sobre la continuidad o la discontinuidad se revela en algunas de las representaciones teleológicas de la historia de la música occidental considerada en su larga duración; representaciones que descansan, por cierto, en categorías teóricas.[31]
Una de estas narrativas identifica la conformación y crisis de la tonalidad como uno de los procesos decisivos de su historia estructural: desde la configuración y síntesis gradual del sistema modal, la progresiva racionalización de las verticalidades interválicas en el desarrollo de la polifonía, el incremento en el cromatismo de la armonía junto con el desdibujamiento de la polaridad tonal del clasicismo en el siglo XIX, hasta la atonalidad y el ordenamiento dodecafónico. Esta representación histórica (una “narrativa genética”, como la caracteriza Hyer),[32] descansa en la jerarquía explicativa de la armonía y destaca las continuidades que subyacen a las transformaciones. La formulación de Max Weber de la historia de la música occidental como desenvolvimiento progresivo de la razón puede interpretarse en ese marco.[33]
Otro esquema interpretativo tomó la forma de una sucesión de etapas de desarrollo musical, que asumieron la responsabilidad de la periodización histórica: así, en la formulación de Helmholtz por ejemplo, la música occidental habría evolucionado de la homofonía a la polifonía, y de esta última a la armonía de su propio tiempo.[34] Este esquema destaca de alguna forma las discontinuidades del proceso histórico.[35]
La circularidad que observa Dahlhaus entre los supuestos estéticos de la historiografía y su origen histórico (en estos dos últimos ejemplos, el desarrollo de los materiales musicales como elemento central en la jerarquía explicativa, y una historia estructural basada en la estética de la música autónoma como perspectiva dominante),[36] se extiende a las categorías teóricas que subyacen a la representación histórica. La reconstrucción de los contextos en los cuales estas se originan o reciben sus formulaciones más perfiladas, busca identificar y problematizar esa circularidad, clarificar el compromiso de esas formulaciones con una determinada estética (no necesariamente contemporánea con éstas). Las relaciones entre los supuestos estéticos y la teoría no afectan sólo, entonces, el estatuto epistemológico de sus conceptos y categorías, sino que atraviesan la entera representación de los procesos que operan como marco —explícito o implícito— de los estudios históricos. La verdad historiográfica se muestra así histórica ella misma, y deja en entredicho el ideal de la eucronía como punto de vista privilegiado para la representación de los procesos históricos.[37]
Esa perspectiva es la que legitima una interrogación a las fuentes a partir de premisas que corresponden a un momento histórico posterior. Esta se plantea, por ejemplo, al disociar las caracterizaciones de las nuevas configuraciones texturales, por parte de autores como Parry o Adler, de sus propias valoraciones, usualmente negativas. Igualmente anacrónico (así sea sutilmente anacrónico) es el subrayado de los elementos que “prefiguran”, por así decir, un orden de cosas históricamente posterior, o propio de un contexto cultural que no es estrictamente aquel que se refiere. Pienso en el subrayado sobre la multiplicidad como una de las capas de sentido en el concepto de entramado con el que Parry caracteriza la música de Strauss, que prefigura la heterogeneidad de la estratificación con la que nos representamos por ejemplo la de Ives, contemporánea en el tiempo, pero ajena por completo al horizonte interpretativo de los críticos ingleses. Lo mismo podría decirse del concepto de Klangdurchsättigung de Kurth y el concepto de textura de Ligeti, elaborado cincuenta años más tarde. El postulado del conocimiento histórico como actualización supone una dialéctica entre el apego a la fuente, entendida como una comprensión históricamente contextualizada y sensible a las instancias culturales y hasta discursivas de su enunciación, y una inclusión del sujeto de conocimiento, con sus propios contextos sociales, culturales y teóricos de interrogación.
La identificación que propusimos en ese sentido del espacio inmanente con la textura, es decir, la idea de que su identificación con la organización de las alturas sólo era posible sobre la base de su condición abstracta y centralizada,[38] es impensable con prescindencia de los desarrollos que se dieron desde fines de los años 50 en el marco de una estética post-serial, tanto como de la revisión de una representación historiográfica modernista, que se sostuvo hasta esos años.[39]
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[1]. Véase Carl Dahlhaus, “Estética del sentimiento y metafísica”, en La idea de la música absoluta, trad. Ramón Barce Benito (Barcelona: Idea Books, 1999), 64.
[2]. Véase Gotthold E. Lessing, Laocoonte o sobre los límites en la pintura y la poesía, trad. Enrique Palau (Madrid: Orbis, 1985), 147.
[3]. Johann G. von Herder, Kritische Wälder. Sämtliche Werke III (Hildesheim: Olms, 1967), 137.
[4]. Véase György Ligeti, “Form in der neuen Musik”, en Gesammelte Schriften, ed. Monika Lichtenfeld (Mainz: Schott, 2007), 186. Mi traducción, como en todos los casos en que no se indica nombre del traductor. Véase asimismo la concepción de Dahlhaus de la forma musical como una categoría propia de la memoria, abstraída del tiempo en el que ocurre la música, de naturaleza eminentemente plástica y, por lo tanto, espacial, en Carl Dahlhaus, Esthetics of Music, trad. William Austin (Cambridge: Cambridge University Press, 1982), 12.
[5]. Véase una caracterización de las diversas expresiones del espacio en la música de concierto occidental en Omar Corrado, “El espacio musical”, en Seminario sobre el espacio en las artes (Santa Fe: Municipalidad de Santa Fe, Escuela de Diseño y Artes Visuales, 1993), 25-28.
[6]. Gianmario Borio, “Über den Einbruch des Raumes in die Zeitkunst Musik”, en Musik und Raum. Dimensionen im Gespräch, ed. Annette Landau y Claudia Emmenegger (Zúrich: Chronos, 2005), 113-132.
[7]. Theodor W. Adorno, Filosofía de la Nueva Música (Obra completa 12), trad. Alfredo Brotons Muñoz (Madrid: Akal, 2003), 166-167. Véase también T. W. Adorno, Escritos Musicales V (Obra completa 18), trad. Antonio Gómez Schneekloth y A. Brotons Muñoz (Madrid: Akal, 2011), 150.
[8]. Adorno, Filosofía, 164 (trad. modificada).
[9]. Adorno, Escritos Musicales V, 150. La duplicidad de la explicación adorniana, que apela a una hipótesis extrínseca —el peso de la pintura, su condición avanzada, en la escena del arte francés— y a otra intrínseca —la desfuncionalización de la armonía debussyana como producto del propio desarrollo de la música de concierto occidental— plantea uno de los problemas metodológicos tan antiguos como irresueltos de la historiografía musical: el de la valoración relativa de variables inmanentes y socio-culturales para la explicación de los cambios históricos. Es significativo que haya sido el mismo Adorno el que destacara las cualidades estáticas de la música de Wagner: “Como cartones gigantes, los dramas musicales muestran síntomas de la misma espacialización del decurso temporal, de la yuxtaposición temporalmente dispar que luego, entre los impresionistas y en Stravinski, se hace dominante y se convierte en fantasma de la forma”. Adorno, Filosofía, 165. Véase la expresión de este dualismo por parte del mismo Adorno en Escritos Musicales V, 149.
[10]. Adorno, Filosofía, 167-68. El destacado es mío.
[11]. T. W. Adorno, “Sobre algunas relaciones entre música y pintura”, en Escritos musicales I-III (Obra completa 16), trad. A. Brotons Muñoz y A. Gómez Schneekloth (Madrid: Akal, 2006), 639.
[12]. Ernst Kurth formula la analogía de la melodía como línea y la polifonía como superficie, en el marco de una distinción entre un espacio musical y un espacio “exterior”, relacionado con la localización del sonido. Véase E. Kurth, Musikpsychologie (Berlín: Max Hess, 1931), 116-136.
[13] .Véase Guido Adler, Der Stil in der Musik (Leipzig: Breitkopf & Härtel, 1911), passim.
[14]. Guido Adler, “Über Heterophonie”, Jahrbuch der Musikbibliothek Peters für 1908 (1909): 17-27.
[15]. Véase Carl Stumpf, “Geschichte des Consonanzbegriffes”, en Abhandlungen der Philosophisch-Philologischen Classe der Königlich Bayerischen Akademie der Wissenschaften, Vol. XXI, Secc. 1, 1897 (Múnich: Bayerischen Akademie der Wissenschaften, 1901), 1-78.
[16]. Véase Carl Stumpf, “Tonsystem und Musik der Siamesen”, en Sammelbände für Vergleichende Musikwissenschaft, ed. C. Stumpf y Erich M. von Hornbostel, vol. 1 (Múnich: Drei Masken, 1922), 127-177.
[17]. Véase Stumpf, “Geschichte”, 19.
[18]. Adler, “Über Heterophonie”, 17. El destacado es mío.
[19]. Adler, “Über Heterophonie”, 21.
[20]. Véase Rudolph Ficker, “Primäre Klangformen”, Jahrbuch der Musikbibliothek Peters für 1929, 36 (1930): 31.
[21]. Charles Hubert Parry, Style in musical art (Londres: Macmillan, 1911), 185.
[22]. De acuerdo con Joseph Kerman, no es sino a partir de 1910 que Schönberg iría a representar una amenaza para los principios de la música tonal en el ámbito de la crítica inglesa. A partir de 1890 esa amenaza estaba planteada por la música de Richard Strauss. Véase J. Kerman, Contemplating Music. Challenges to Musicology (Cambridge, Mass.: Harvard University Press, 1985), 69.
[23]. Véase Parry, Style in Musical Art, 204-205.
[24]. Véase asimismo las consideraciones de Edward J. Dent sobre la autosuficiencia de las sonoridades “modernas”, “consideradas por sí mismas”. E. J. Dent, “Harmony”, en A Dictionary of modern music and musicians, ed. Arthur Eaglefield-Hull (Londres: J. M. Dent, 1924), 215.
[25]. Por ejemplo el concepto de Ficker de “forma sonora primaria”, inspirado en el de Klang de Kurth. Véase Ernst Kurth, Grundlagen des linearen Kontrapunkts. Einführung in Stil und Technik von Bach’s melodischer Polyphonie (Berna: Drechsel, 1917), citado en Ficker, “Primäre Klangformen”, 22.
[26]. György Ligeti, “Wandlungen der musikalischen Form”, die Reihe, 7 (1960): 5-19.
[27]. Ligeti, “Wandlungen”, 13.
[28]. Sergio Hualpa, Armonía (La Plata: Universidad Nacional de La Plata, 1984). Manuscrito inédito.
[29]. La crítica de Schönberg al concepto de contrapunto lineal de Kurth gira alrededor de este problema, aun cuando éste no se tematiza precisamente de ese modo. Para el primero, la serie dodecafónica funda un nuevo espacio unitario e integrador, que trasciende la contraposición entre lo horizontal y lo vertical. Véase Arnold Schoenberg, Style and Idea, ed. Leonard Stein, trad. Leo Black (Berkeley: University of California Press, 1984), 207; 220 y 289-297.
[30]. Jonathan Dunsby, “Considerations of Texture”, Music & Letters, 70/1 (1989): 46-57.
[31]. El concepto de textura se revela así, al igual y a la par que el de tonalidad, como un dispositivo teórico e ideológico a la vez. Véase Brian Hyer, “Tonality”, en The Cambridge History of Western Music Theory, ed. T. Christensen (Cambridge: Cambridge University Press, 2002), 747.
[32]. Hyer, “Tonality”, 745.
[33]. Véase Max Weber, “Los fundamentos racionales y sociológicos de la música”, en Economía y sociedad: esbozo de sociología comprensiva, trad. José Medina Echavarría, 2da. ed. (Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 1992), 1118-1183.
[34]. Véase Hermann von Helmholtz, Die Lehre von den Tonempfindungen als physiologische Grundlage für die Theorie der Musik, 4ta. ed. (Braunschweig: Vieweg, 1877), 385-411, [1ª., 1862].
[35]. Esas etapas, que distinguen lo que hoy podríamos caracterizar como prototipos texturales, fueron concebidos en cambio por Helmholtz como estadios en la evolución de la tonalidad, y por tanto, de alguna manera, como categorías propias de la harmonia, entendida en el sentido platónico abarcativo que la distingue del logos y el ritmo. Véase Carl Dahlhaus, “La música absoluta como paradigma estético”, en La idea de la música absoluta, 11; y “El concepto de música y la tradición europea”, en C. Dahlhaus y Hans-Heinrich Eggebrechet, ¿Qué es la música? trad. Luis A. Bredlow (Barcelona: Acantilado, 2012), 41-52. No podemos dejar de registrar acá una instancia más del acoplamiento de la textura con la armonía —su invisibilidad, en última instancia.
[36]. Véase Carl Dahlhaus, Fundamentos de la historia de la música, trad. Nélida Machain (Barcelona: Gedisa, 1997), 29-44.
[37]. Véase un pormenorizado resumen de esta discusión en Georges Didi-Huberman, “La historia del arte como disciplina anacrónica”, en Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes, trad. Antonio Oviedo (Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2015), 29-97. Véase un abordaje específicamente musical del problema en Thomas Christensen, “Music Theory and Its Histories”, en Music Theory and the Exploration of the Past, ed. Christopher Hatch y David W. Bernstein (Chicago: The University of Chicago Press, 1993), 9-39; e “Introduction”, en The Cambridge History of Western Music Theory, 1-23.
[38]. Una identificación que se mantiene hasta en enfoques como el de Francis Bayer, que la extienden hasta las estéticas del siglo XX. Véase F. Bayer, De Schönberg à Cage. Essai sur la notion d’espace sonore dans la musique contemporaine (Paris: Klincksieck, 1981).
[39]. Este artículo constituye la versión revisada de una conferencia plenaria dictada el 26 de agosto de 2018 en el marco de la XXIII Conferencia de la Asociación Argentina de Musicología y las XIX Jornadas Argentina de Musicología del Instituto Nacional de Musicología realizadas en La Plata (del 23 al 26 de agosto de 2018). Algunos de los pasajes de este artículo reelaboran problemas desarrollados más ampliamente en escritos previos: véase Pablo Fessel, “El concepto de textura en la crítica musical inglesa hacia comienzos del siglo XX”, Revista del Instituto de Investigación Musicológica “Carlos Vega”, 21 (2007): 10-21; “Forma y concreción textural en Apparitions (1958-59) de György Ligeti”, Revista del Instituto Superior de Música, 11 (2007): 53-88; “Descentramiento y concreción del espacio en la música de concierto del siglo XX”, en Música y Espacio: ciencia, tecnología y estética, ed. Gustavo Basso, Juan Pampín y Pablo Di Liscia (Bernal: Universidad Nacional de Quilmes, 2009), 261-270; “La estratificación textural en la música de Charles Ives”, Revista Argentina de Musicología, 9 (2009): 101-125; “El unísono impreciso. Contribución a una historia de la heterofonía”, Acta musicológica, 82/1 (2010): 149-171.