Dos reglamentos de teatro en el México decimonónico. La construcción de una nueva civilidad

Yael Bitrán Goren

 

 

 

Revista Argentina de Musicología, Vol. 21 Nro. 1 (2020): 17-32

ISSN 1666-1060 (impresa) – ISSN 2618-3072 (en línea)

Dos reglamentos de teatro en el México decimonónico. La construcción de una nueva civilidad

A través del estudio de dos reglamentos teatrales decimonónicos de México —Reglamento Interior y Esterior Del Teatro: Para su Mejor Arreglo y Direccion Economica (1824) y Reglamento para los teatros de México (1853)— se analiza cómo se construía ese importante espacio de civilidad en la nueva nación. Como sucedió a lo largo de las nuevas naciones latinoamericanas, en México las élites tomaron control del espacio teatral en el país independiente y por medio de diversas negociaciones con los empresarios y las compañías operísticas plantearon nuevas reglas de civilidad basadas en lo que se consideraba el estándar europeo por una parte y un orgullo nacional por el otro. La ópera constituía el espectáculo por excelencia para las élites latinoamericanas donde se escenificaba de algún modo el orden social, tanto en el escenario como en las butacas. Su correcta regulación equivalía al éxito del gobierno en mantener en orden la sociedad. La disciplina que intentaban imponer los grupos dominantes en el complejo espacio público teatral, que causaba no pocas tensiones, estaba animada por lo que Foucault ha llamado “las tecnologías del poder”.

Palabras clave: siglo XIX, reglamentos de teatro, civilidad, Foucault, sociabilidad musical.

Two Theater Regulations in 19th-Century Mexico. the Construction of a New Civility

Drawing on two sets of regulations on theaters in 19th-century Mexico —the Reglamento Interior y Esterior Del Teatro: Para su Mejor Arreglo y Direccion Economica (1824) and the Reglamento para los teatros de México (1853)—, this article analyzes the construction of this important space of civility in the young nation. As occurred across the recently formed Latin American nations, in Mexico, the elite took control over theatrical spaces in the independent country and, through diverse negotiations with entrepreneurs and the operatic companies, established new rules of civility. These were based on a perceived European standard, on the one hand, and a national sense of pride, on the other. To Latin American elites, opera constituted the spectacle par excellence, one where the social order was performed, both on the theater’s stage and in its seats. Regulating it adequately meant the equivalent of government maintaining the social order. The disciplinary actions on behalf of dominant social groups in the complex public space of theatre were inspired by what Foucault called “technologies of power”, which resulted in many tensions.

Keywords: 19th century, Theatre Regulations, Civility, Foucault, Musical Sociability

Introducción[1]

Los teatros son escuelas de costumbres o focos de corrupción, o sirven de solaz

y descanso a los hombres industriosos, y de lecciones y educación a la juventud,

o corrompiendo ésta, destierran aquella de su recinto. . . 

La autoridad debe cuidarlas cuando son agitadas

por el desorden y el bullicio, deben cerrarse cuando esto sucede.[2]

A partir de la independencia en América Latina los espectáculos teatrales fueron un lugar donde se negociaba el poder, la civilidad,[3] la política y, en general, la sociabilidad. En el caso de la ciudad de México, una serie de actores participaron de esas negociaciones: el empresario teatral, el juez del teatro, las autoridades locales encabezadas por el Ayuntamiento y las federales representadas por el presidente de la república, junto con las élites en su conjunto. En la óptica de Claudio Benzecry, que ha estudiado el establecimiento del Teatro Colón en Buenos Aires, las élites buscan “monopolizar los recursos e imponer una idea particular” en consonancia con la legitimidad que ostentan en la estructura social.[4] La formulación de reglamentos constituye una de las maneras de controlar ese espacio e “institucionalizar el poder”. La ópera fue el espectáculo por excelencia donde la sociedad se representaba, donde se ejercían los códigos de conducta así como las negociaciones de género y clase social. Un espectáculo gustado por el espectro entero de la sociedad urbana, la ópera, como la sociedad, debía ser regulada por el Estado. Allí se desplegaba, o se ponía en entredicho, el orden social. Las élites gobernantes entendieron muy bien que su legitimación pasaba por el hecho de lograr mantener el teatro abierto y funcionando, y fue la ópera, el entretenimiento favorito de las élites latinoamericanas decimonónicas, la que se volvió sinónimo del nuevo orden a establecerse.

Este costoso espectáculo se vio siempre financiado y apoyado por el gobierno, incluso con gastos extraordinarios y partidas secretas, pues las compañías nunca pudieron financiarlo por sí mismas. En México, gobiernos conservadores y liberales por igual apoyaron, con esfuerzos que rebasaban incluso la capacidad de unas sanas finanzas públicas, el financiamiento del espectáculo.[5] Junto con las compañías y apoyos económicos externos se procuró, a veces infructuosamente, mantener el espectáculo operístico constantemente. Cuando éste se suspendía, la gente clamaba al gobierno por su pronta reposición, pues lo asociaba no sólo con momentos de esparcimiento, sociabilidad y disfrute artístico sino con educación, civilidad y buenas costumbres.[6] Guillermina Guillamón ha señalado, en el caso de Buenos Aires en las primeras décadas posindependentistas, que “todos los espacios ligados a la música y el teatro se desarrollaron en estrecha relación a tres conceptos rectores e interrelacionados: urbanidad, civilidad y cortesía”.[7] Los súbditos del imperio español se volvían ciudadanos y debían ejercer una nueva sociabilidad como parte de esta nueva etapa.

En los países latinoamericanos se volvió una verdadera obsesión para las élites gobernantes regular el espacio de los teatros una vez adquiridas las independencias. Era una especie de demostración, o así se percibía, de mayoría de edad como país el tener un espectáculo civilizado. En el caso mexicano, se emitieron una gran cantidad de reglamentos y bandos durante el primer medio siglo independiente. A decir de Luis de Pablo Hammeken: “Este abigarrado conjunto de disposiciones legales refleja mucho de la evolución de la sociedad mexicana. . . de sus aspiraciones, de sus fobias, de sus percepciones, de sus ideas y, sobre todo, de sus creencias”.[8] Siguiendo a Michel Foucault, consideramos que “el sujeto está atravesado por relaciones de poder” y no puede ser considerado independiente de ellas.[9] Los reglamentos teatrales buscaban imponer un orden, desde el poder recientemente obtenido por parte de los nuevos grupos políticos que gobernaban el país y que de manera turbulenta se disputaron el gobierno durante buena parte del siglo XIX. Los espacios de representación teatral funcionaban como un reflejo de la sociedad circundante; a contrapelo de la inestabilidad reinante, los gobernantes intentaron imponer una disciplina, entendida, en términos foucaultianos, como una “tecnología individualizante del poder”, como instrumento de control del cuerpo social: una “disciplina anatomopolítica”.[10] A continuación, revisaremos dos reglamentos de teatro mexicanos; el primero de 1824, recién adquirida la independencia nacional, y expedido por el Ayuntamiento de la Ciudad de México, y el segundo, de 1853, decretado por el presidente de la república mexicana, Antonio López de Santa Anna, a través del Ministerio de Gobernación.

1824

Ese año marca el inicio de la primera república mexicana y el nombramiento de su primer presidente constitucional, Guadalupe Victoria, avalado por la Primera Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos. México se establece así, aún de manera endeble, como una nación independiente. Para entonces, la ciudad de México tenía un solo teatro heredado de la Colonia, fundado en 1673, el llamado “Coliseo” que tenía originalmente la función de recaudar fondos para el Hospital Real de Naturales. Fue reconstruido en 1753 de acuerdo con el gusto de la nueva dinastía, la borbónica. Tenía forma de herradura, un patio de butacas, tres niveles de palcos y hasta arriba la “cazuela” o galería. Acomodaba alrededor de 1500 espectadores. A partir de la Independencia surgió otro teatro, primero llamado Provisional, y luego Teatro de los Gallos (pues sirvió primero como palenque de peleas de gallos), hecho de madera y originalmente sin techo; cuando fue reconstruido en 1825 se le agregó un techo de madera con hoja de lata. El Coliseo pasó a llamarse comúnmente “Teatro Principal”. Ambos teatros se administraban por el Ayuntamiento de la ciudad, y a regular lo que en ellos ocurría se dirige este primer Reglamento teatral del México independiente.

El “Reglamento interior y esterior del teatro. Para su mejor arreglo y dirección económica, formado por el Ayuntamiento Constitucional de México. 1824” está dividido en dos partes “Interior”: 29 artículos, y “Exterior”: 11 artículos. Podríamos hablar de un reglamento “diagnóstico” que nos permite ver lo que efectivamente se hacía y lo que se intentaba, de manera bastante infructuosa, regular. En términos generales se nota un intento de profesionalizar el espectáculo regulando la conducta de los actores y cantantes en el escenario y entre bastidores. Este documento postula una diferenciación marcada entre quienes actúan y el público; esto supone una clara diferencia con lo que ocurría en las tonadillas escénicas o comedias, el espectáculo más popular durante el periodo colonial. Se pretende realizar lo que se creía que pasaba en Europa, que representaba un rasero, a veces imaginario. Por una parte, se exigía un mayor respeto a “la obra”, se pedía apegarse al texto, no improvisar, no hacer sátira —una forma acostumbrada de representación que se pretendía cambiar— y, por otra, se ejercía una censura que pretendía despolitizar el acto público de la representación, donde habitualmente el público expresaba sus opiniones sobre lo que pasaba en escena, y fuera de ella. Además, se subrayaba la civilidad requerida en el recinto teatral por parte de los asistentes. Por una parte, se buscaba la profesionalización del espectáculo y, por la otra, se concebía el teatro como una escuela de las buenas costumbres.

En cuanto a la censura (Arts. 1 y 3), se ve una continuidad con los métodos del periodo colonial. El artículo 3 postula que:

Las comedias, sainetes, tonadillas, bailes heróicos y del país y otras. . . deberán ser reconocidas y escrupulosamente examinadas para su ejecución. Sin este requisito no se permitirán; y si aún después de aprobadas se notasen algunas faltas al tiempo de ejecutarse, se reformarán prohibiéndose su repetición con el defecto que se les haya advertido. Es de necesidad esta precaución en la revisión y ejecución de dichas piezas, porque es muy posible desaparezca al ojo más perspicaz una falta en el ensayo o lectura de algunas de estas representaciones, lo que es muy difícil suceda al público.

La legitimación venía a través del poder simbólico que tenía el viejo continente como marca que las élites le concedían. Así, en el Artículo 6 se utilizaba el siguiente postulado: “Siguiéndose la costumbre de los teatros de Europa…”, como fórmula para prohibir varias cosas: por ejemplo, anunciar la comedia sobre el escenario, que “bajo ningún pretexto” los actores una vez en la escena hablen o hagan señas a personas del público, también se prohíbe “que conversen, se rían o distraigan unos con otros entre sí…”, pues esto causa que no digan el parlamento que les toca a tiempo (Art. 9). Incluso se prohibía que los actores se quejen en voz alta en escena, y que entren o salgan por los huecos del bastidor si no les toca actuar (Art. 10). Esto nos hace ver el tipo de jolgorio caótico que representaba el escenario donde la obra sólo era una de las partes de la representación, y donde varias otras cosas ocurrían. El Artículo 23 mencionaba que los actores no podrán señalar a nadie en ninguna de las piezas, tampoco podrán hacer sátira directa o indirecta, no agregarán nada al papel que representan:

ni aún con el pretexto de agradar al público, pues en este particular observarán una exactitud escrupulosa, y la misma suerte se evitará también por el público que ocupe los sitios pegados al tablado, las chanzas con que se ha solido insultar a los actores, y excitarlos al propio tiempo a lo mismo que debieran evitar.

Hay una doble intención de civilizar la escena y la galería, pero también de distanciar y diferenciar a los que actúan de los que presencian, como consecuencia del cambio en el concepto de la obra. Esto es claramente un problema persistente, pues en un comunicado expedido en 1819 el juez de teatro ya había declarado que en el recinto debía observarse: “la mayor circunspección y orden, absteniéndose todos y cada uno de los espectadores de silbar, cecear y mofarse en manera alguna de los actores y actrices” a lo cual imponía multas, lo mismo que a los actores y actrices que dirijan “palabras injuriosas a los espectadores”, aun si fueran provocados por éstos.[11]

Una serie de términos afines que se encuentran a través del documento perfilan el tipo de conducta esperada: “la modestia”, “la (in)decencia”, “la compostura”, “el decoro”, “la propiedad” y “el recato”, todo ello con el fin de evitar el “poco pudor” o la “desvergüenza”. Las élites posindependentistas condenan una serie de prácticas adentro del teatro que los diferencian de aquellos que las practican y, a la vez los legitiman en la ostentación del poder; establecen así al Estado como un regulador en el proceso entre grupos que compiten entre sí.[12]

La imagen idealizada —el modelo ideal y fijo—, con la cual se pretendía igualar el comportamiento que se daba en los teatros mexicanos llevaba a traducciones culturales de parámetros de conducta esperados y prototipos de civilidad, que por una parte fungían como aspiración que llevara a México a integrarse al “concierto de las naciones”, una metáfora musical muy gustada en la época, pero en contadas ocasiones también funcionaba como marca cultural de diferenciación, con lo cual se ponía de manifiesto aquello netamente local, mexicano, con un orgullo identitario.[13]

El colorido mundo paralelo que ocurría atrás de bastidores quedaba fuera de la mirada del público. Allí entraban todo tipo de personas con distintas intenciones: desde vender alimentos y servir a los actores, hasta el cortejar a las actrices. Y, en general, se experimentaba un nivel de ruido que llegaba a tal volumen que impedía que los actores escucharan los apuntes. Se señalaba también la importancia de que “cantarines, como también los saineteros, músicos y demás”, estuviesen puntuales para evitar que la función comience tarde (Art. 15). Se prohibía que entraran hombres a la sección de mujeres y viceversa “con pretexto alguno”, así como el ingreso de comida, licores o refrescos en el vestidor. Situación no muy diferente a la de los teatros europeos, por cierto.

Al público se le pedía que se quitara el sombrero al entrar, que “no arrojar(a) ninguna clase de inmundicias” desde los palcos o la cazuela (Art. 28), y que no conversara en voz alta durante la representación (Art. 29). Al empresario se le pedía que mantuviera limpio el teatro, que no se permitiera la venta de cosa alguna en el patio, que no permitiera pedir limosnas, y que los mozos cuidaran de los faroles y candilejas para que no ocasionaran un incendio durante, ni después de la función.

1853

Para el año de 1853 había llegado al poder por sexta ocasión Antonio López de Santa Anna (1794-1876), un viejo luchador de la independencia que se encontraba exiliado en Colombia y regresó al país a solicitud del grupo conservador. Por el lapso de dos años ejercería una dictadura —en la cual se haría llamar “Su alteza serenísima”—, por medio de un gobierno centralista y despótico, aboliendo la federación, suprimiendo la libertad de imprenta y los ayuntamientos locales, entre muchas otras medidas autoritarias. En este ambiente represivo, el mismo presidente Santa Anna expidió el “Reglamento para los teatros de México”, a través del Ministro de Gobernación, por lo tanto el alcance del mismo es mucho mayor que el de 1824.

Para ese momento seguía existiendo el “Teatro de los Gallos”, al que también se le conoció como “Teatro Nuevo”, “Provisional” o “de la Ópera”, y que había sido remozado en 1841: se pintó, se le instalaron 90 lámparas de aceite, una nueva cortina y se amplió el escenario. El 10 de febrero de 1844 se inauguró el “Teatro Nacional”, con la impresionante cantidad de 2.248 asientos. El Teatro Nacional, que por una época se llamó “Teatro Santa Anna”, fue el recinto artístico principalísimo de México, hasta su derrumbe por Porfirio Díaz en el año de 1900.

El reglamento del 53 se enfoca naturalmente a lo que ocurría en este nuevo recinto, que colocaba a la capital mexicana al tan aspirado nivel europeo; no así lo que sucedía en su interior, por lo que había que enfocarse en aspectos como la propiedad del espectáculo y el nivel artístico. Entre otras, se emiten medidas puntuales sobre la puesta en escena que debían observarse, se discute asimismo el valor educativo de los espectáculos teatrales, y por lo tanto el cuidado que debía prestárseles. Se reiteran varias de las disposiciones del reglamento del 24, lo cual refleja el persistente desarreglo sobre el escenario y tras bastidores para corregir, por lo cual se endurecen las penas respectivas. El documento le da un amplio peso al poder sancionador de la autoridad encarnada en un nuevo organismo, la Junta Inspectora de los Teatros: el brazo del poder del presidente de la república, mientras el juez queda limitado a hacer cumplir el reglamento e imponer las penas. Al empresario le toca vigilar e implementar los artículos referidos a la obra de arte, que denotan una nueva concepción de la misma, lo que Lydia Goehr ha llamado el “work-concept” [“concepto de obra”]. Quizás valdría aquí recordar la formulación de la autora que postuló, en su señalado libro The Imaginary Museum of Musical Works: An Essay in the Philosophy of Music (1992), que hacia finales del siglo XVIII las personas comenzaron a ver la música como la actividad de componer y producir obras. En ese momento el “work-concept” adquirió su función regulativa que, en buena medida, ha mantenido durante la historia posterior.[14] Como nos recuerda Michael Talbot,[15] este cambio estuvo ligado a las nuevas condiciones sociales, que hoy reconocemos como modernas, con el surgimiento de los intérpretes virtuosos a la vez compositores que balanceaban sus ingresos con distintas fuentes de ingreso: desde la venta de sus composiciones a los impresores, como la enseñanza privada, los conciertos privados y públicos, etcétera. En términos de consumo, la música se vuelve un producto de recreación ya sea en la casa o en los teatros, y se desliga en esos contextos de funciones prácticas como las religiosas o de baile, o de amenizar banquetes. En ese contexto se forma por primera vez un “canon” musical, considerado como la mejor música/los mejores compositores de todos los tiempos.

Todos estos desarrollos, por supuesto, se sostenían mutuamente y dependían unos de otros. Sin las instituciones de publicación comercial de música y las salas de concierto, ambas fuentes de ingreso potencialmente lucrativas, los compositores no habrían podido liberarse de su viejo modo de existencia como artistas-funcionarios obligados, normalmente, a un solo patrón. A la inversa, sin compositores con mente empresarial, publicaciones musicales y conciertos públicos, nunca hubieran podido florecer como lo hicieron.[16]

En América Latina será hasta bien entrado el siglo XIX cuando se intensifica la presión para lograr la profesionalización del espectáculo artístico en los escenarios teatrales de acuerdo a este nuevo paradigma, que incluía, entre otros, el requisito de silencio por parte del público y, en general, de un comportamiento respetuoso —y más bien pasivo— ante “el artista” en escena, y a ello se abocan los reglamentos de teatro de la época. Cabe señalar que dichas medidas no tuvieron éxito cabal hasta entrado el siglo XX.

El Reglamento introduce la figura de la “Junta Inspectora de los Teatros” (a la cual dedica cinco artículos con varios incisos cada uno), incluye una sección “Del Juez” (con siete artículos), “Del Empresario” (con ocho artículos), “De los actores” (10 artículos) y, por último, “Disposiciones generales” (29 artículos). No hay una sección dedicada al público específicamente.

La Junta Inspectora de los Teatros está planteada como un instituto con superpoderes, incluso por encima de los del juez del teatro. Sería nombrada por el gobernador del Distrito y aprobada por el presidente: se compondría de cinco vocales propietarios y tres suplentes (Art. 2). Debería promover la mejora de los teatros (en plural), impedir el monopolio de los mismos y arbitrar en las disputas entre empresarios, actores y cualquier asunto relacionado con los contratos (Art. 3). En relación a la censura, la junta debería: “Revisar las comedias que hayan de representarse, prohibiendo las que ofendan la moral y el sistema político, así como las que hayan sido notoriamente reprobadas por el público”. La junta elaboraría “un breve juicio crítico, que dé a conocer el mérito de la composición, no sólo bajo el punto moral y político, sino también literario; en concepto de que la responsabilidad por la censura será del vocal que lo haga”. Si la aprobaban le pondrían un sello de la junta, y si no lo tenía no podría representarse (Art. 3). La censura se extendía a la propiedad histórica de lo que iba a presentarse: “Cuidar de que los espectáculos históricos o de época determinada, se vistan y decoren con la propiedad que exige su argumento, y no toleren los anacronismos y abusos que se notan continuamente, así en trajes como en decoraciones, muebles y adornos” (Art. 3). Se vinculaba la educación artística con lo que ocurría en el escenario al darle facultades a la Junta Inspectora para revisar las escuelas de música y actuación, para que estén de acuerdo con la política general de este reglamento “a fin de que los discípulos salgan aprovechados, y no malgasten el tiempo o adquieran una educación artística defectuosa”. Por otra parte, el valor educativo del espectáculo se extendía a quienes asistían al mismo. En particular las mujeres, se pensaba, podían aprovechar de la asistencia a la ópera. No sólo se pensaba esto en México. Rondy Torres cita un ejemplo de un diario colombiano acerca del valor educativo, principalmente en las mujeres, que se le concedía a la ópera:

Las señoritas que se educan en la música no pueden tener una escuela más eficaz que el teatro. Oír con atención una ópera es mucho mejor para ellas que veinticinco lecciones recibidas en la sala de su casa. No dejemos caer la ópera. Es el entreteni-miento más noble y culto que ha ideado la inteligencia humana.[17]

De acuerdo con Max Weber, los grupos sociales privilegiados mantienen su estatus en buena medida “a través de monopolizar, o ‘cerrar’, el acceso a recursos y oportunidades valiosos a expensas de otros miembros de la sociedad”. Esto se logra por medio de ciertas señas distintivas que excluyen a quienes no las ostentan. “Las élites logran esto por medio de la monopolización del significado de ciertas prácticas y al extender el campo de la legitimidad a través de la innovación organizacional, la imitación, la cooptación o la usurpación”.[18] La Junta Inspectora de Teatros es un brazo de control y monopolización del espectáculo por parte de las élites mexicanas, en ese momento encabezadas por un mandatario autoritario, esto en claro reconocimiento del poder social del espectáculo y la interacción entre diversos grupos que allí se llevaba a cabo.

Por su parte, el empresario tenía una serie de obligaciones estrictas para el buen gobierno del teatro, incluyendo la limpieza e iluminación adecuada, tener el recinto abierto siempre, y anunciar y cumplir estrictamente lo programado, previa aprobación por la Junta Inspectora. Esto incluía las letras de las canciones e incluso escenografía o cualquier cosa que fuera a ponerse en escena. Hay un inciso que se aboca a intentar solucionar la frecuente falta y sustitución de actores que se daba en obras y óperas, quienes sólo podrían dejar de actuar si “tres facultativos” avalaban su enfermedad. La nueva conciencia del “work-concept” se ve reflejada en una responsabilidad principal del empresario que queda consignada en el reglamento: que vigilara, bajo severas penas, que

los directores dramáticos o de música, (no) mutilen ni cercenen los dramas ni partituras de ópera, debiendo representarse unas y otras como están escritas y se acostumbran dar en los grandes teatros de Europa; y sólo en las segundas se podrá admitir en casos muy señalados la sustitución de una u otra pieza a solo, y jamás en las concertantes.

La calidad artística del espectáculo también se volvía responsabilidad del empresario que las presentaba pues “Si las comedias y ópera fueren mal desempeñadas por falta de ensayo sufrirán la misma pena” (Art. 19).[19]

Había una relación de mutua conveniencia entre empresarios y gobierno en la que todos esperaban sacar beneficios, pero que frecuentemente desembocaba en conflictos. El gobierno amenazaba frecuentemente al empresario con retirarle el subsidio en caso de que éste no cumpliera con sus compromisos. En el caso de la ópera, el espectáculo más popular de la época, ésta daba lustre y prestigio al gobierno, aunque nunca podía financiarse del todo con recursos propios del empresario o con las entradas.[20] Esta red de poder que permitía que el espectáculo se llevara a cabo, se protegía y posibilitaba con los reglamentos.

En cuanto a los 10 artículos referentes a los actores, vemos cómo el Reglamento pone particular énfasis en la firma del contrato que efectuarán con el empresario y que no es cancelable. Sólo se suspenderán funciones “por incendio o ruina del teatro, y se interrumpirán por guerra o peste en la capital, y en los casos que el gobierno suspenda las representaciones” (Art. 23). Se les exige que vistan decentemente y se comporten sobre el escenario, sin interactuar entre ellos, ni con el público. No se mostrarán entre bastidores cuando no estén actuando (esto ya estaba en el reglamento del 24).

El respeto a la obra de arte se manifiesta en la siguiente exigencia, complementaria de la que vimos respecto al empresario: “los actores se abstendrán de toda adición al papel que desempeñan aun bajo el pretexto de agradar al público, pues en este punto deben observar la más escrupulosa exactitud” (Art. 26). Es tan importante la obra misma que “Si hay una riña entre actores durante la representación, ésta [la representación] debe continuar hasta que se acabe la misma y ya luego se aplicarán las penas correspondientes” Y, por supuesto, resalta que “Sólo una enfermedad certificada por dos facultativos, servirá de excusa a los actores para faltar al cumplimiento de sus contratos; no pudiendo, en consecuencia, salir de la ciudad por ningún motivo”. El castigo era de 50 pesos o 15 días de prisión la primera vez, y se incrementaba progresivamente por reincidencias (Art. 29).

En las llamadas “Disposiciones generales” (29 artículos) se consigna que, en los teatros principales “no se permitirán más espectáculos que los propios de su instituto, cuales son los dramáticos, líricos y coreográficos. Se exceptúan los bailes de máscara en los días de carnaval, previa licencia de la autoridad correspondiente” (Art. 32). Y si bien se le pide a la Junta de Teatros que haga un reglamento interno, en el ínterin se disponen una serie de medidas para la buena convivencia adentro del recinto con una serie de prohibiciones: la de introducir armas y bastones, de fumar adentro del teatro, de insultar a los actores, del ingreso de comidas o licores, de apartar lugares con cojines, de pedir limosnas, entre muchas otras. En 1840, el juez de teatro había expedido una prohibición expresa de fumar en el recinto como uno de los “desórdenes innumerables” que ocurren en el Teatro de los Gallos.[21] La prohibición de fumar se repitió en numerosas ocasiones a lo largo de las décadas, lo cual prueba lo infructuoso de las prohibiciones. Este hábito, profundamente arraigado en la sociedad mexicana, continuó adentro de los teatros durante buena parte del siglo XIX. Como he escrito en otra parte, esta costumbre fue etiquetada como “bárbara” por visitantes extranjeros en México, especialmente por el hecho de que incluso las mujeres fumaran.[22] Si bien personajes como la cantante de ópera inglesa Anna Bishop asociara esta costumbre con las clases bajas y el salvajismo —lo cual le hacía ver al teatro mexicano como una taberna llena de humo—, en México la costumbre de fumar se extendía por igual a todo el espectro social.[23]

 Llama la atención el artículo 49 que consigna que “Todos los boletos se expenderán numerados y en ningún caso se permitirá el comercio de reventa por palcos, y los billetes sólo se venderán en la contaduría: los asientos de los abonados se marcarán de un modo visible para evitar disputas”. Aquí cabe señalar una reseña publicada en el Journal des débats politiques et littéraires de Francia de 1829, en la cual se menciona con admiración el hecho de que, a diferencia de París,

En el Teatro de México, todos los asientos tienen número y sólo se otorgan a los amateurs, dilettanti o consumidores, a la presentación del boleto. De esta manera nunca hay amontonamientos en la puerta, cada quien llega tan tarde o temprano como lo requieran sus asuntos.

El artículo concluía con un comentario de tono irónico y colonialista: “Esos indios, que tanto tiempo fueron llamados bárbaros, esos sujetos de Montézuma [sic]. . .; esos mexicanos son ya más avanzados que nosotros en cuanto a la civilización teatral”.[24]

Conclusiones

El espectáculo operístico/teatral en el siglo XIX se tejía sobre una intricada red de aspectos artísticos, sociales, legales, comerciales, nacionales y de poder, entre otros. Aún nos falta mucho por estudiar y entender de este complejo fenómeno. Para que éste se llevara a cabo, era necesaria la convergencia del Estado a través de varios participantes: empresarios, financieros, actores, cantantes, músicos, bailarines, directores y público; todo esto en el marco de una legislación que refleja lo delicado del mecanismo y las dificultades de su funcionamiento. En el terreno de lo simbólico, la ópera representó en nuestros países un símbolo de progreso, de civilización, de equiparación al idealizado mundo europeo. Asegurarse que la ópera se llevara a cabo era cuestión de Estado, y por su parte las compañías operísticas dependían del apoyo de las autoridades políticas.[25] Esta simbiosis estaba llena de negociaciones abiertas y soterradas con tendencia inevitable a producir conflictos, en los cuales la legislación jugaba un papel, más que como marco jurídico a aplicarse, como herramienta legislativa a negociarse entre las partes y, en última instancia, como un devoir-être. La ópera en particular era vista como una oportunidad para civilizar a la ciudadanía y a la vez como una manera de construir identidad en las nuevas repúblicas latinoamericanas.[26]

 En el Archivo Histórico de la Ciudad de México encontramos documentos que comprueban cómo este equilibrio se veía tensado frecuentemente por conflictos laborales, políticos e ideológicos. Pero “el show debía continuar”, y a excepción de los tiempos de guerras o epidemias, normalmente así lo hacía. Mark Everist, que ha analizado las negociaciones de poder en la ópera de París de 1808 a 1864, indica que era una “red de regulaciones, prácticas y negociaciones” donde, desde un punto de vista foucaultiano, “el poder estaba en todas partes”.[27] Las leyes teatrales establecidas por el imperio francés en los años 1806 y 1807, afirma Everist, “eran una viva encarnación de la ‘administración y control’ animada por lo que Foucault ha identificado como las tecnologías del poder”.[28] Lo que ocurría dentro de los espectáculos teatrales representaba no sólo un termómetro de la calidad del espectáculo, de la educación de los asistentes, o de la buena administración teatral: estaba también en juego el control estatal sobre el espacio público, en donde se estaban construyendo los nuevos modelos de nación, en los cuales las nociones de civilidad eran parte esencial.

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Reglamento para los teatros de México (Ciudad de México: Distrito Federal/Secretaría de Gobernación, 1853). Disponible en: https://id.lib.harvard.edu/curiosity/latin-american-pamphlet-digital-collection/43-990060404370203941

Talbot, Michael. The Musical Work: Reality or Invention. Liverpool: Liverpool University Press, 2000.

Torres, Rondy. “Las miradas cruzadas en la ópera. Reflexiones sobre cuerpo e identidad en Bogotá en el siglo XIX”. Cuadernos de Música Iberoamericana, Vol. 32 (2019): 245-168.



[1]. Una primera versión de este trabajo se presentó en la mesa: “La ópera en el siglo diecinueve latinoamericano: nuevas perspectivas regionales”, coordinada por José Manuel Izquierdo, con la participación del coordinador y de Paulo Kühl de Brasil, Rondy Torres de Colombia y de quien esto escribe, de México, en el IV Congreso ARLAC/IMS, Buenos Aires, el 6 de noviembre de 2019.

[2]. Expediente 59, 1836. Teatro. Archivo del Ayuntamiento del Distrito Federal. México.

[3]. Entendemos civilidad como el comportamiento de una persona respetuosa de las leyes, que cumple sus deberes como ciudadano/a y que promueve una convivencia armónica con sus congéneres.

[4]. Claudio E. Benzecry, “An opera house for the ‘Paris of South America’: pathways to the institutionalization of high culture”, Theory and Society, Vol. 43, Nº 2 (marzo 2014): 169.

[5]. Véase la tesis doctoral de Áurea Amparo Maya Alcántara, “La producción de ópera italiana en México durante la primera mitad del siglo XIX” (tesis de doctorado, UNAM/Facultad de Filosofía y Letras, 2019).

[6]. En el capítulo 4 de mi tesis doctoral: “The Operatic World of the New Nation” he tratado a fondo aspectos de conducta, civilidad, y percepción de la ópera en la ciudad de México en los años 1820 a 1850. Yael Bitrán Goren, “Musical Women and Identity-Building in Early Independent Mexico (1821-1854)” (tesis de doctorado, Royal Holloway, University of London, 2012), 147-197.

[7]. Guillermina Guillamón, “Espacios musicales y teatrales en la ciudad de Buenos Aires: sociabilidad y vida cultural a principios del siglo XIX (1804-1840)”, Revista de Historia, Departamento de Historia, Facultad de Humanidades, Universidad Nacional del Comahue, N° 19 (diciembre 2018): 170.

[8]. Luis de Pablo Hammeken, La República de la Música. Ópera, política y sociedad en el México del siglo XIX (México: Bonilla Artigas Editores, 2018), 61.

[9]. Jorge Ignacio Ibarra F., Foucault y El Poder. Diatriba al Derecho, la Razón de Estado y los aparatos Disciplinarios (Valparaíso, Chile, 2008). Disponible en: https://antroposmoderno.com/antro-articulo.php?id_articulo=1218. Último acceso: 30-10-2019.

[10]. Ibid.

[11]. Ayuntamiento Municipal de México. Diversiones Públicas en General. Vol. 797. Exp. 29, 1819.

[12]. Benzecry, “An opera house for the ‘Paris of South America’”, 170.

[13]. Como ejemplo véase Bitrán, “Musical Women”, 165, donde trato el asunto de las persianas en los palcos.

[14]. Lydia Goehr, The Imaginary Museum of Musical Works: An Essay in the Philosophy of Music (Oxford: Clarendon Press, 1992).

[15]. Véase especialmente el capítulo 8: “The Work Concept and Composer Centredness”. Michael Talbot, The Musical Work: Reality or Invention? (Liverpool: Liverpool University Press, 2000), 168-186.

[16]. Ibid., 169.

[17]. “El Hebreo”, Diario de Cundinamarca (1879) citado en Rondy Torres, “Las miradas cruzadas en la ópera. Reflexiones sobre cuerpo e identidad en Bogotá en el siglo XIX”, Cuadernos de Música Iberoamericana, Vol. 32 (2019): 264.

[18]. Weber según Benzecry, “An opera house for the ‘Paris of South America’”, 170.

[19]. Existen casos como, por ejemplo, el del empresario italiano Amilcare Roncari que incluso fue encarcelado durante ocho meses en 1858 por no cumplir con la temporada según lo prometido, lo cual causó al país una crisis de política internacional. Véase Luis De Pablo Hammeken, “Ópera y política en el México decimonónico: El caso de Amilcare Roncari”, Secuencia (enero-abril 2017). Disponible en: http://dx.doi.org/10.18234/secuencia.v0i97.1450

[20]. De Pablo, La República, 158 y ss.

[21]. Archivo Histórico del Distrito Federal, Ayuntamiento Gobierno del Distrito Federal. Teatros, Exp. 78. 1840.

[22]. W. Bullock, Six Months’ Residence and Travels in Mexico, citado en Bitrán Goren, “Musical Women”, 167. Mi traducción.

[23]. Ibid., 168.

[24]. Journal des débats politiques et littéraires (12 de noviembre de 1829) citado ibid., 159-160. Mi traducción. Au Théâtre de Mexico, toutes les places portent leur numéro, et ne sont livrées aux amateurs, dilettanti, consommateurs, si l’on veut, que sur la présentation de ce numéro. Par ce moyen, il n’ya jamais de foule a la porte, chacun arrive plus tôt ou plus tard, selon que le plaisir le presse ou qu’il est retenu par ses affaires.. . . Ces Indiens, trop longtemps appelés barbares, ces sujets de Montézuma comédiens et de virtuoses ; ces Mexicains son maintenant plus avancés que nous sous le rapport de la civilisation théâtrale”.

[25]. Véase como ejemplo de ello el artículo de De Pablo, “Ópera y política”.

[26]. Me he ocupado de este tema en otras partes anteriormente. En mi tesis doctoral “Musical Women”, y más recientemente en mi capítulo “‘Nuestro gusto por la buena música es igual al que se manifiesta en París, Londres o Italia’. Público teatral y formación de identidad en la ciudad de México (1820-1850)”, en Músicas coloniales a debate. Procesos de intercambio euroamericanos, coord. Javier Marín López (Madrid: Ediciones del ICCMU Facultad de Geografía e Historia, Universidad Complutense de Madrid, 2018), 389-400. Para un acercamiento a la ópera decimonónica en Colombia y cuestiones de civilidad e identidad, véase el artículo de Torres, “Las miradas cruzadas”, 168. Véase también De Pablo Hammeken, La República de la Música.

[27]. Mark Everist, “The Music of Power: Parisian Opera and the Politics of Genre, 1806–1864”, Journal of the American Musicological Society, Vol. 67, Nº 3 (2014): 686-688.

[28]. Ibid., 689.