Benjamin Walton
Revista Argentina de Musicología, Vol. 21 Nro. 1 (2020): 33-49
ISSN 1666-1060 (impresa) – ISSN 2618-3072 (en línea)
Escasez y abundancia en la historiografía operística del Río de la Plata
Las historias entrelazadas de ópera en Buenos Aires y Montevideo durante el siglo XIX siguen un patrón similar al que sucedió en otras partes de Latinoamérica: un estallido de actividad durante la década de 1820 y comienzos de 1830, en los inicios de las independencias, seguido de un extenso periodo de ausencia de años o incluso décadas, antes de que se produjera una segunda ola de representaciones hacia 1850. Si bien esto resulta evidente, permanecen ciertas preguntas historiográficas clave: cuánta relevancia debemos darle a las representaciones de ópera completas por sobre la extensa circulación de fragmentos, por ejemplo; y cómo ir más allá de los lítimes nacionales para comprender la interrelación de redes locales, regionales y transatlánticas. Sobre todo, ¿cómo podemos repensar los ciclos aparentes de escasez y abundancia operística que caracterizan a la región en aquel entonces?
En este artículo planteo que la continua presencia de la ópera a ambos lados del Río de la Plata durante los “años de ausencia” en las décadas de 1830 y 1840 pueden ser mejor analizadas no tanto por la representación completa (o casi completa) ocasional, sino a través de la sinecdóquica habilidad de arias individuales de sustituir obras completas imaginadas cuyos méritos fueron discutidos en las páginas de los periódicos de la época como si hubiesen sido representadas sobre el escenario. Mientras tanto, el retorno de las óperas completas en ambas ciudades a comienzos de la década de 1850, con veintinueve estrenos en Montevideo en 1852 en solo un año, y más de treinta en Buenos Aires dos años después, merece un lugar fundamental en cualquier análisis que se realice sobre la formación del canon operístico tanto a nivel local como globalmente.
Palabras clave: Rossini, Bellini, canon operístico, Buenos Aires, Montevideo
Feast and Famine in the Operatic Historiography of the Río de la Plata
The intertwined histories of opera in Buenos Aires and Montevideo during the nineteenth century follow a similar pattern to that found elsewhere in Latin America: a burst of activity in the 1820s into the 1830s, in the wake of independence, followed by a yawning gap of years or decades, before a second wave of performances takes off within sight of 1850. But if such outlines seem clear enough, key historiographical questions remain: how much prominence to give to complete performances over the wide circulation of operatic excerpts, for instance; and how to push beyond national boundaries in order to understand the interrelationship of local, regional and transatlantic networks. Above all, meanwhile, how to rethink the apparent cycles of operatic scarcity and abundance that characterize the region’s early operatic history?
In this article, I argue that opera’s continued presence on both sides of the Río de la Plata during the “gap years” of the 1830s and 40s can best be measured not through the very occasional complete (or near-complete) performances, but through the synecdochic ability of individual arias to stand in for entire imagined works, whose merits were argued out in the pages of contemporary newspapers as if available on stage. Meanwhile, the return of full-scale opera in both cities in the early 1850s, with twenty-nine local premieres in Montevideo in 1852 alone, and over thirty in Buenos Aires two years later, deserves a crucial place in any understanding of the formation of the operatic canon, both locally and globally.
Keywords: Rossini, Bellini, operatic canon, Buenos Aires, Montevideo
En su reciente libro Latin America: The Allure and Power of an Idea, Mauricio Tenorio-Trillo dice que “en la escritura de la historia. . . Latinoamérica no debe delinear nuestros temas historiográficos. Es la temática la que debe definir si hablamos o no de Latinoamérica y, de ser así, cómo”.[1] Esta resulta una cita relevante que nos puede conducir en varias direcciones, muchas de ellas exploradas por Tenorio-Trillo para evaluar las ventajas y limitaciones del marco latinoamericano en la aproximación a diversos tipos de historia. Sugiero que sus reflexiones son también útiles para repensar las historias de la ópera en Latinoamérica —que pueden considerarse o no como “ópera latinoamericana”— durante la primera mitad del siglo XIX. Este fue, después de todo, un periodo clave en la historia del continente, incluyendo las guerras de independencia, y las décadas iniciales de gobiernos republicanos a lo largo del territorio. No es casualidad tampoco que fuera el periodo en el cual las compañías de ópera empezaran a circular y ejecutar ante todo ópera italiana con bastante éxito —o al menos bastante apoyo de los gobiernos— como para que el repertorio del bel canto se convirtiese en el estilo musical oficial en las décadas de 1820, 1830 y 1840, utilizado tanto por bandas militares y coros de iglesia como en teatros y tertulias, y que se escuchan aún hoy en día en varios himnos nacionales escritos por aquel entonces.
En las investigaciones académicas, sin embargo, este periodo sigue conformando una laguna entre la abundante literatura de la época colonial que lo precedió y la música desde fines del siglo XIX en adelante.[2] Hay múltiples razones para ello, tanto políticas (ideológicas), como historiográficas. Para aquellos que estudian tradiciones aborígenes y músicas populares, por ejemplo, las políticas verticalistas [top-down] y la falta de inclusión que caracteriza al nacionalismo de los periodos republicanos tempranos, hacen que las tradiciones operísticas ligadas a éstos sean problemáticas por asociación: excluyentes, impuestas y foráneas.[3] Por otro lado, la ausencia de composición de ópera local antes de 1850 presenta un difuso objeto de estudio para quienes estudian la música académica latinoamericana como la historia de obras nacionales. Esto da como resultado que se haya escrito muy poco sobre este periodo tanto en la literatura de habla inglesa como de habla hispana en las secciones relevantes de las “grandes historias nacionales” escritas a mediados del siglo XX, como la de Eugenio Pereira Salas en Chile, Lauro Ayestarán en Uruguay y Vicente Gesualdo en Argentina y el trabajo que ha comenzado a surgir en estas últimas décadas. Es importante también agregar que mucha de la literatura reciente ha permanecido confinada dentro de los límites nacionales.[4]
De este breve bosquejo surgen tres puntos interconectados. El primero es que los marcos nacionales resultan parciales para poder comprender la vida operística de aquel entonces, y que la idea de una Latinoamérica pan-nacional sería más útil para conectar las diferentes historias musicales de cada nación, en un esfuerzo por establecer redes de interconexión más amplias. No solo el circuito de los músicos itinerantes, sino también la correspondencia entre músicos o entre amantes de la música y las noticias diseminadas por líneas marítimas y otras rutas de comercio. Al mismo tiempo, y como bien señala Tenorio-Trillo, la idea de Latinoamérica es problemática en sí misma, no solo por su historia como concepto, sino también por el sentido práctico por el cual privilegia ciertas conexiones por sobre otras. Musicólogos de habla hispana que se dedican a este periodo, por ejemplo, tienden a no hablar de Brasil, y musicólogos brasileños tienden a no hablar de la Latinoamérica de habla hispana.[5] Al mismo tiempo, categorías más amplias como lo “global” o lo “transatlántico” ya vienen con su propia carga, con el riesgo de omitir conexiones o rivalidades fundamentales entre, por ejemplo, Santiago de Chile y Lima, Cuba y Nueva Orléans, o Buenos Aires y Montevideo, por citar algunas de estudio más reciente.[6] Al abogar por una nueva aproximación a la historia temprana de la ópera en Latinoamérica, propongo una flexibilidad que no solo integre a los músicos itinerantes, sino que también reconozca los beneficios de mantener en juego una variedad de perspectivas.
Mi segundo punto emerge de éste, y puede ser mejor descrito en términos de su encuadre: los investigadores se posicionan en términos geográficos, institucionales y disciplinares desde el lugar donde están. Esto es relevante ya que cualquier intento por afrontar la historiografía de este periodo y continente necesita reconocer, incorporar y debatir diferentes tradiciones nacionales y académicas. Con algunas excepciones notables, la historia de la ópera en Latinoamérica ha sido tema de los investigadores latinoamericanos (así como la ópera en Norteamérica ha sido un tema predominante entre los investigadores norteamericanos). Por ende, escribo como un outsider que proviene de la tradición anglófona y que es consciente de los desafíos y sensibilidades que acarrea la participación en un diálogo transatlántico. Soy también un outsider para la historia de la ópera italiana y francesa, áreas también de mi investigación; y un outsider tratando de utilizar esa perspectiva externa para resaltar conexiones inusuales, y considerar el lugar de Latinoamérica dentro del proceso más amplio de globalización de la ópera en el siglo XIX.
Esto me conduce al tercer punto y también a mi objeto de estudio sobre cómo debieran ser estas nuevas historias acerca de la ópera latinoamericana, y de cómo podemos hacer un mejor uso de la vasta información que yace aletargada en las viejas grandes historias nacionales de la música, como también de los tesoros ocultos de las publicaciones periódicas del siglo XIX recientemente digitalizadas y disponibles, e incluso aún en archivos nacionales que están comenzando a hacer más accesible la consulta a investigadores.[7] La libre disponibilidad de dichos recursos puede herir la sensibilidad política entre quienes sienten que los materiales de archivo debieran estar restringidos por ser de patrimonio nacional. Pero es solo a partir de su disponibilidad que las historias nacionales de la música pueden conectarse entre sí para crear una historia de las tradiciones musicales del siglo XIX más inclusiva, que vaya más allá de Europa, y que haga hincapié en el lugar que tiene Sudamérica dentro de la misma. Además, estas fuentes invitan a producir diferentes aproximaciones teóricas —ya sea considerando a los intérpretes como agentes culturales, o a la ópera como mercancía o bien de consumo importado—, poniendo a la ópera que se representa sobre los escenarios como una pequeña instancia dentro de una saturación operística cultural y musical más amplia en aquel entonces, considerando estos florecientes encuentros operísticos producidos en los centros urbanos, no tanto en los términos de las famosas “zonas de contacto” de Mary Louise Pratt, sino más bien según la reformulación planteada por Fabricio Prado en sus escritos sobre Montevideo en lo que el autor llama “zonas de interacción”, las cuales eran:
[espacios] en los que interactuaban las elites europeas o descendientes de europeos y los agentes de diferentes orígenes geográficos. En las zonas de interacción —generalmente ciudades portuarias—, los sujetos [europeos visitantes] se enfrentaban con las diferencias de un “otro” aunque simultáneamente compartieran muchos de los valores, códigos culturales e ideales políticos de las sociedades locales.[8]
La ópera dentro de estos espacios traía generalmente los rasgos de la élite de la civilización europea, sin embargo, muchos de ellos se verían simultáneamente cuestionados y reforzados al momento mismo de la representación. Al mismo tiempo, esta idea de la civilización europea ya había sido redefinida fuera de Europa, con el resultado de que una categoría como la de la “ópera” —quizás de manera menos transparente de lo que tiende a aparentar dentro del contexto europeo— se transformara y adaptara según las condiciones locales.
Sin embargo, en lo que queda de este breve artículo, quisiera adoptar un enfoque diferente, menos relacionado con los intérpretes y más con aquellos que escucharon y escribieron sobre ópera, en este caso en particular, en las ciudades de Buenos Aires y Montevideo. Quiero reflexionar, específicamente, en lo que una mirada más cercana a la historiografía de la ópera nos puede decir acerca de la emergencia de un sentido local con respecto al canon operístico. La historiografía tradicional indica que luego del florecimiento de la ópera en las décadas de 1820 hasta 1830 con el surgimiento de las independencias, la ópera fue desapareciendo de los escenarios de ambas ciudades por un periodo considerable, antes de su resurgimiento alrededor de 1850. Y aunque esta es una descripción indiscutible, me interesa explorar lo que se encuentra ausente de dicho marco. Debo decir que cualquier perspectiva sobre formación canónica en Sudamérica que se base solamente en estadísticas de representaciones completas de ópera realizadas por compañías itinerantes resulta notablemente incompleta, dada la importancia central de este periodo en la ejecución de extractos y arreglos de ópera dentro y fuera del teatro, como también de artículos periodísticos de música, sobre todo aquellos que continuaron publicándose (y formando el gusto) ante la ausencia de representaciones. Como resultado, el estatus canónico no vino simplemente importado de afuera, sino que se formó a partir de una serie de intrincados debates entre tradiciones internas y externas, y entre conceptos contrarios de canonicidad, definidos ambos espacial y temporalmente.
En términos canónicos, pues, sostengo que antes de 1830 no fueron las obras operísticas en sí mismas las que alcanzaron un estatus canónico en el Río de la Plata, sino que fueron los compositores de ópera, o más bien la ópera en general, la que fue tratada canónicamente, a través de una significativa inclusión dentro de un mundo operístico más amplio.[9] Las implicaciones de este canon geográfico se manifestaron de diversos modos durante los años sucesivos, ya fuera en comparaciones estéticas entre un extenso e imaginado canon operístico italiano y el repertorio local cantado (tonadillas), o por la yuxtaposición de las representaciones de ópera locales con reportes de la prensa acerca de las representaciones en Europa, como también en otras partes del continente americano. Estas comparaciones, sin embargo, dependieron fundamentalmente de la posibilidad de construir juicios estéticos sobre obras imaginarias; es decir, obras sobre las que se había leído pero no escuchado, como también en la yuxtaposición recién mencionada entre representaciones locales y los reportes de las europeas o de otras partes de la región. Asimismo, la distinción entre óperas enteras y fragmentos operísticos era provechosamente difuso, como puede verse si consideramos el caso de Vincenzo Bellini.
En el contexto europeo, la música de Bellini emergía como antídoto a la supremacía del estilo rossiniano, con las tempranas representaciones de Il pirata en 1827 en La Scala, o La straniera en 1829. Por contraste, en el contexto sudamericano —luego de un breve periodo en el que la idea de la ópera italiana desconectada de los compositores se había transformado en la expresión del gusto musical más cultivado (a través del aria de ópera, ejecutada en los entreactos de las representaciones teatrales)— Rossini enseguida asumió el rol de compositor del sonido originario de la ópera italiana y sirvió, consecuentemente, tanto como significante aural de la civilización europea, como también algo afín a una definición nacional de un estilo musical continental. Tanto en Buenos Aires y Montevideo como en otros lugares, la centralidad estilística de Rossini era diariamente reforzada a través de bandas militares, servicios religiosos y festivales de celebración nacional, a un nivel tal y a lo largo de un periodo de tiempo tan prolongado como no lo fue en Italia.
Como resultado, en las listas de los estrenos de ópera de este periodo, la música de Bellini está notablemente ausente. Sin embargo, mucho antes de la primera representación de Beatrice di Tenda —en 1849 en Buenos Aires y 1851 en Montevideo—, la música de Bellini ya había empezado a circular. En mayo de 1832, por ejemplo, la prima donna reinante, Justina Piaccentini, interpretó un aria con coro de Il pirata (posiblemente la cavatina de Imogene del primer acto “Sorgete/Lo sognai ferito, esangue”) durante una velada de una obra de teatro, cinco años después de su estreno original. Cuatro años después, Piaccentini introdujo “Casta diva” y, más tarde en ese mismo año, otra aria de la ópera Norma. En junio de 1837 se incluyó el dúo de La straniera durante el beneficio de la cantante, junto con una miscelánea de música de Donizetti y Carlo Coccia; y en agosto de ese año, un violinista en gira incluyó en uno de sus conciertos variaciones de Il pirata. Durante el transcurso de 1838, las audiencias pudieron oír más números de Norma, I Capuleti, La sonnambula, y de nuevo Il pirata, junto a fragmentos de óperas de Donizetti, Mercadante, Pavesi y Pacini, como también selecciones de las óperas de Rossini, como Le Siège de Corinthe, obra por entonces no representada en su totalidad.[10] Durante este periodo, la primera publicación musical argentina de la que se puede dar cuenta hasta hoy, el Boletín Musical, incluía en el número de octubre de 1837 unas “Cuadrillas del Pirata (de Bellini)”, y otra publicación artística, La Moda, presentaba un vals para piano sobre un “motivo de Bellini”, y un minuet del compositor argentino Juan Pedro Esnaola “à la Bellini”.[11]
Todo esto indica un giro general, aunque fragmentario, durante la década de 1830 en dirección hacia la generación post-rossiniana, facilitada por el arribo de los Piaccentini, y presuntamente también por el arribo de la compra privada de partituras, solo unos años después que en los centros operísticos europeos. Esto no es particularmente llamativo en sí mismo; más llamativo resulta, sin embargo, que alrededor de 1837 Bellini también emergiera como sujeto de atención crítica. El segundo y tercer números del porteño Boletín Musical de 1837, por ejemplo, incluía extractos de un artículo sobre Rossini y Bellini publicado en la Revue de Deux Mondes de París; y en un número posterior, se incluía una litografía con la imagen de Bellini. Unos meses después, en marzo de 1838, otro artículo comparando a los compositores se publicó en La Moda, seguido por una respuesta publicada en agosto en el diario El Iniciador de Montevideo.[12] Y, como bien ha descrito recientemente Melanie Plesch, hay formas de proyectar convincentemente esta literatura sobre las fracturas políticas de la época, siendo celebrado Bellini por aquellos cercanos a la política romántica de la “generación del 37”, cuyos miembros se oponían a las políticas de Juan Manuel de Rosas, y muchos de los cuales habían encontrado asilo en Montevideo. En este contexto, Bellini pudo quizás simbolizar una música de oposición ideológica frente al continuo rol de Rossini como “banda de sonido” del gobierno oficial, resonante en las calles a través de las bandas militares, y cantado junto con el himno nacional por un grupo de bienvenida a Rosas luego de sus expediciones milicianas. [13]
Este panorama se complejiza más aún si se toma en cuenta la ruptura que se produce entre las representaciones de ópera dentro del ámbito público y privado, o incluso entre diferentes elementos de una misma ópera. Por ejemplo, la ejecución de la obertura de Norma ¿hubiese tenido las mismas implicaciones canónicas que “Casta Diva”? ¿y cuán rossiniano se mantuvo el repertorio de las bandas militares de Buenos Aires durante este periodo? Pero incluso ante la ausencia de esta información, la evidencia de la difundida y variada significación de Bellini a fines de la década de 1830 demuestra qué poco podemos saber acerca de la formación del canon basado únicamente en las representaciones completas de ópera en los teatros, especialmente si se las sustrae del contexto crítico que las rodea. Específicamente —y más allá de los pequeños fragmentos bellinianos oídos a lo largo de la década del 30—, en términos locales la música de Rossini es aquí enfrentada a la idea de Bellini según la crítica, y por una creencia de cómo su música pudiese afectar al oyente, además de lo que su personalidad pudiese simbolizar, de manera no muy distinta a las discusiones de finales de siglo acerca de la música de Wagner en Francia e Italia antes de que se sus obras fueran representadas. En otras palabras, el bellinismo precedió a Bellini.
Habiendo considerado el lugar que ocupa esta ausencia de la ópera en la historia de su canonización en Latinoamérica, quisiera ahora mirar hacia el exceso operístico. Después de todo, más allá de la importancia de las misceláneas, los fragmentos y la crítica periodística en la construcción del repertorio operístico en Buenos Aires y Montevideo durante los 30 y 40, los amantes de la ópera lamentaron profundamente la ausencia de representación de obras completas en los teatros a ambos lados del Río de la Plata. Y durante los años 40, con ambas ciudades atrapadas por una serie de guerras y bloqueos navales, el concierto lírico ocasional era lo único a lo que se podía aspirar. En cuanto a repertorio, este demostró un continuo giro que se alejaba de Rossini para ir hacia Bellini y Donizetti, mientras que en marzo de 1846, una cavatina de I Lombardi en Montevideo marcaba la primera representación de Verdi (de la que se puede dar cuenta) en esta ciudad.
Frente a este panorama, la llegada de Nina Barbieri junto a su esposo Juan Thiolier y el tenor Pablo Sentati a Buenos Aires en 1848 fue trascendental. Inauguraron la temporada en el Teatro de la Victoria con una miscelánea de “las piezas mas selectas de las mejores óperas que se conocen”,[14] eludiendo las apuestas entre la puja Rossini y post-Rossini: cuatro de un total de ocho piezas eran de El barbero de Sevilla, junto con números de Norma, Lucia y Lucrecia Borgia. A éste le siguieron otros conciertos en los cuales expandieron el repertorio incluyendo más fragmentos de Bellini y Donizetti, como también de Luigi Ricci (Un’avventura di Scaramuccia, 1834), Mercadante (Il giuramento, 1837), Pacini (Saffo, 1840) y Verdi (Attila, 1846). Y luego de unir esfuerzos con otros cantantes residentes en la ciudad, realizaron el estreno local de Lucia el 27 de octubre, y lo repitieron once veces más durante los tres meses siguientes. En ese tiempo también representaron otras dos obras de Donizetti: Il furioso y L’elisir d’amore; y en abril dieron la primera representación completa de una ópera de Bellini: Beatrice di Tenda. A medida que el tiempo pasaba, la compañía iba evolucionando: Barbieri fue reemplazada por Carolina Merea, y arribó un nuevo tenor. Pero las óperas seguían representándose: en mayo y junio Lucrezia Borgia, luego en julio la primera ópera de Verdi (Ernani), y en octubre Linda de Chamounix. En total seis nuevas óperas en el año. Esto fue sucedido por otros seis estrenos locales en 1850 (tres de Bellini, dos de Verdi y uno de Donizetti), y nuevamente seis en 1851 (dos de Donizetti, uno de Verdi, uno de Nicolai, uno de Ricci y uno de Mercadante).
Todas estas representaciones sucedieron durante los últimos años del gobierno de Rosas luego de levantado el bloqueo anglo-francés en Buenos Aires; y en octubre de 1851 a pocos días del levantamiento del sitio de Montevideo, la ópera también volvió a Uruguay, con la llegada tardía de una ópera completa de Bellini en el Teatro del Comercio, con la representación de Beatrice di Tenda por la compañía de Teresa Questa. Y luego vino lo que puede describirse como una completa saturación operística. En los últimos meses de 1851 hubo otros dos estrenos (Lucia y Gemma di Vergy), los cuales marcaron un extraordinario regreso de la ópera en ambas ciudades. Pero esto era solo el comienzo: en 1852, en Montevideo, se representarían 29 óperas nuevas, junto con otras cuatro ya incluidas en el repertorio. La mayoría eran cantadas en italiano por dos compañías diferentes, pero una minoría considerable fueron representadas por una compañía francesa: la primera de todas en arribar a esta capital. En 1853 —período de hiato operístico en Buenos Aires a la caída de Rosas— se representaron quince obras nuevas, incluyendo grand opéra como La Juive y Charles VI de Halévy, y La muette de Portici de Auber. Luego, en 1854, mientras el número de estrenos en Montevideo se redujo a ocho, hubo más de treinta y uno en oferta en Buenos Aires, nuevamente llevados a escena por una mezcla de dos compañías italianas y una francesa, en dos teatros diferentes.
Permítaseme enfatizar que esta no es de ninguna manera información nueva: por el contrario, las representaciones en Montevideo están enumeradas una tras de otra en el libro de Ayestarán publicado hace más de seis décadas. Pero la información genera múltiples preguntas todavía sin respuesta, como por ejemplo, qué debemos pensar en términos canónicos ante este repentino e intenso interés por los éxitos operísticos de las dos décadas anteriores.
Antes que nada, es importante subrayar que esto no solo no tenía antecedentes, sino que no volvería a repetirse, por la simple razón de que las óperas representadas en esas breves temporadas se convirtieron en la columna vertebral del canon para el resto del siglo. Se agregarían algunas piezas, se perderían otras. Pero en efecto, con el excedente de 1852-1854 la ópera post-rossiniana en Sudamérica pasó de ser una fantasía a convertirse en realidad canónica.
En 1855, por ejemplo, se llevaron a escena doce óperas italianas en Montevideo, pero solo tres eran nuevas; y en 1856, el año de inauguración del gran Teatro Solís (de 2.500 butacas), solo se produjeron dos novedades. La pieza elegida para la inauguración fue Ernani de Verdi, ya vista por primera vez en 1852 y disfrutando de su vigésimo quinta representación en la ciudad; y, a lo largo de las tres temporadas siguientes (1857-9) no se representaron más de tres obras nuevas por año, junto con una larga selección del repertorio ya existente.[15] Mirando incluso un poco más allá, este patrón continuó repitiéndose: en 1869, por ejemplo, la temporada de ópera italiana incluyó extensos números de los “clásicos” (Ernani, Traviata, Trovatore, Rigoletto, Lucrezia Borgia, La favorita y Norma), junto con una serie de adiciones recientes. Y en la temporada de 1879 volvieron a verse prácticamente las mismas óperas, con el agregado de Aida. La situación en Buenos Aires era similar: el primer Teatro Colón —con aproximadamente la misma cantidad de localidades que el Solís y una ubicación igualmente prominente— se inauguró en 1857 con la presentación del tenor Enrico Tamberlick en La Traviata (ópera que se había estrenado el año anterior), y la temporada incluyó solo dos estrenos locales, ambos de Donizetti, seguidos de dos novedades al año siguiente, y una dos años después.
La nueva disponibilidad de la ópera en directo alrededor de 1850 también trajo consigo una nueva conciencia acerca de la cronología y desarrollo estilístico que parecía no estar clara por el aparente torrente caótico de piezas escritas de 1820 a 1850. En 1848‑9, por ejemplo, un diario publicó un extenso artículo dividido en varios números escrito por Paul Scudo sobre “Donizetti y la escuela italiana desde Rossini”, en simultáneo con las primeras representaciones de Lucia, Il furioso y l’elisir d’amore. El artículo trataba, entre varios puntos, acerca de las diferencias entre Bellini y Verdi, éste último aún no representado en Buenos Aires. Cuando unos pocos meses después se estrenó Ernani, estas discusiones continuaron en las críticas y cartas de lectores de los diarios, con argumentos a favor del desarrollo y gustos musicales, en el que incluso se llegó a criticar la continua veneración hacia los pioneros de la ópera de los años 20 como demostraciones de pura nostalgia, burlándose también de las inevitables exclamaciones de las generaciones mayores: “¡oh qué tiempos pasados! ¡nada hay comparable á la Angelita Tani y á Rosquellas![16] En otro artículo, escrito previo al estreno de Nabucco en 1850, se decía que “entre la música de Rossini y de Verdi, hay la misma diferencia que entre la poesía de Homero y la de Victor Hugo”, y, mientras que la comparación apuntaba intrínsecamente en favor de Rossini siendo su música “el producto del genio viril”, la decadencia romántica de Verdi era, sin embargo, vista como necesaria de aceptar como “el gusto de la época”. Efectivamente, cuando se representó el Barbiere di Siviglia durante el transcurso de 1849, algunos lo trataron como un clásico irrefutable (y el primero de este tipo, dado que las representaciones de Don Giovanni en Buenos Aires en 1827 no dejaron una honda impresión),[17] mientras otros sugerían que su tiempo había ya pasado:
á pesar de la popularidad de su reputacion, parece ir quedando como recuerdo tradicional. Quizá blasfemamos contra la música de Rossini; pero tenemos muestras del género bufo, que llenan mejor el gusto de la época. El público la recibió con frialdad, y no parece muy dispuesto á aplaudir los largos recitados á piano que tiene.[18]
En el caso de Bellini, sin embargo, este nivel de familiaridad le permitió un tipo diferente de experiencia operística: una crónica de Il pirata de junio de 1850 señalaba que “la familiaridad que ya tenemos con esa ópera, la frecuencia con que sostenemos nuestras relaciones mútuas, nos revela de deternernos sobre ella, para marcar este ó aquel pasage, esta ó aquella ocurrencia”.[19] También trajo consigo una mayor capacidad para reconocer una buena representación, como vemos por ejemplo acerca de Norma:
el duo famoso, el terceto, la cabatilina [sic] á. b. c. d. no son una novedad para el público; ya la ha comprendido, se la ha esplicado, la ha talareado [sic] tambien, le es familiar, y cuando espera en la escena su repeticion, es menester que corresponda á su inteligencia, á sus gustos ó sucumbe el pasage.
Vistas simultáneamente, estas posiciones parecen marcar el punto de consolidación de un canon cronológico, basado en un repertorio y en una conciencia del cambio estilístico a lo largo del tiempo como reemplazo del canon geográfico y espacial previo. La brecha entre el momento rossiniano de los años 20 y la súbita llegada de todo el amplio repertorio de la generación del 50 empujaron, sin embargo, a obras como Il barbiere a obtener una posición épica de tipo fundacional mucho más extrema que el lugar obtenido en Europa en su articulación histórica de la ópera. Al mismo tiempo, la doble introducción de ese repertorio tardío, primero a través de números sueltos y misceláneas, y luego, desde fines de 1840 y comienzos de 1850 como óperas completas, sirvió para consolidar a algunas de las óperas nuevas como clásicos, tomando su lugar en los nuevos grandes teatros de fines de la década de 1850, y sirvió como vara para medir las proezas vocales de las estrellas solistas más importantes que actuarían en los teatros Colón y Solís durante la segunda mitad del siglo XIX. De esta manera, los teatros de Buenos Aires y Montevideo después de 1860, confluyeron naturalmente con el circuito operático global bajo sus propios términos, y siguiendo su propia ruta, y también con sus propias particularidades intactas, incluso aunque éstas ya no fuesen visibles.
Esto me lleva a mi conclusión de remarcar este momento de exceso operístico junto con el caso de Bellini, que nos retrotrae a mis reflexiones iniciales acerca de enmarcar a la ópera latinoamericana de manera más amplia. Ayestarán detalla la superabundancia de ópera en la década de 1850 como parte de la historia de la música en el Uruguay, pero confío en que se entienda ahora que ambos casos (el de la ópera en Buenos Aires y Montevideo) pertenecen a varias historias: a través de líneas nacionales que conectan la historia de Montevideo con la de Buenos Aires; como parte de un movimiento global de discursos y cantantes; y como una invitación al tipo de historias locales que pueden iluminar el displicente mundo de las rivalidades, crisis, fiascos, diatribas críticas y desafíos prácticos que complican y matizan las extraordinarias estadísticas de las representaciones de ópera.
Entonces, ¿dónde queda Latinoamérica en todo esto? ¿Forman parte también estos episodios de una historia de la ópera Latinoamericana? En el espíritu de la frase de Tenorio-Trillo citado al comienzo de este artículo, diría que depende de quién haga la pregunta y con qué motivo: diría que sí, si conduce a una historia más inclusiva de la actividad operística durante el siglo XIX a lo largo del continente; pero diría que no, si es impuesta como un modo de separar este tipo de historias operísticas de otras narrativas más familiares. Quizás, en última instancia, la pregunta es más importante que la respuesta, y sea aquella una invitación a un debate más extenso y profundo entre tradiciones académicas nacionales y regionales, como también en el contexto de qué es lo que debiera incluirse en los programas de los cursos universitarios de historia de la música, como también de qué debiera aparecer en los artículos publicados en revistas científicas. De ese modo, la pregunta en sí misma podría volverse tan familiar como otras, como aquellas que conciernen a la historia de la ópera italiana en Europa, y que podría formularse en muchos otros contextos. En otras palabras, que no sea ya evadido o tratado como un tema de especialistas, sino como una forma más de acercarse a la amplia historia de la ópera en el mundo durante el siglo XIX.
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———. “Canons of real and imagined opera: Buenos Aires and Montevideo, 1810–1860”. En The Oxford Handbook of the Operatic Canon, ed. Cormac Newark y William Weber.Press, 2020.
Una versión más extensa de muchos de los argumentos aquí expuestos se encuentra en mi capítulo “Canons of real and imagined opera: Buenos Aires and Montevideo, 1810–1860”, en The Oxford Handbook of the Operatic Canon, ed. Cormac Newark y William Weber (Nueva York: Oxford University Press, 2020). Quisiera agradecer a Vera Wolkowicz por invitarme a realizar una adaptación de mi argumento en el presente trabajo y por la traducción del mismo.
[1]. “in history writing . . . Latin America ought not to delineate our historiographical topics. The topic ought to define whether we speak of Latin America or not, and if so, how”. Mauricio Tenorio-Trillo, Latin America: The Allure and Power of an Idea (Chicago: University of Chicago Press, 2017), 170.
[2]. El periodo colonial tardío del siglo XVIII también se inserta dentro de esta laguna historiográfica. Véase Alejandro Vera, “¿Decadencia o progreso? La música del siglo XVIII y el nacionalismo decimonónico”, Latin American Music Review, Vol. 31 Nº 1 (2010): 1-39.
[3]. Véase por ejemplo Turino, quien sostiene que el uso de la música europea en el periodo inicial republicano era espontáneamente cosmopolita, diseñada solamente para reforzar el prestigio cultural de las élites criollas. Thomas Turino, “Nationalism and Latin American Music: Case Studies and Theoretical Considerations”, Latin American Music Review, Vol. 24, Nº 2 (otoño/invierno 2003): 169-209.
[4]. Eugenio Pereira Salas, Los orígenes del arte musical en Chile (Santiago: Imprenta universitaria, 1941); Lauro Ayestarán, La Música en el Uruguay (Montevideo: Servicio Oficial de Difusión Radio Eléctrica, 1953); Vicente Gesualdo, Historia de la música en la Argentina (Buenos Aires: Editorial Beta S. R. L., 1961). Para extensos trabajos más recientes sobre naciones individuales con foco en la primera mitad del siglo XIX véase entre otros: Melanie Plesch, “The Guitar in Nineteenth-Century Buenos Aires: Towards a Cultural History of an Argentine Musical Emblem” (Tesis de doctorado, University of Melbourne, 1998); Cristina Magaldi, Music in Imperial Rio de Janeiro: European Culture in a Tropical Milieu (Nueva York: Scarecrow Press, 2004); José Octavio Sosa, La Ópera en México de la Independencia a la Revolución (Ciudad de México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2010); Ricardo Miranda y Aurelio Tello (eds.), La música en los siglos XIX y XX (Ciudad de México: Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2013); Guillermina Guillamón, Música, política y gusto: Una historia de la cultura musical en Buenos Aires, 1817-1838 (Rosario: Prohistoria, 2018); y finalmente, apenas abordando el periodo independentista, Rogerio Budasz, Opera in the Tropics: Music and Theater in Early Modern Brazil (Nueva York: Oxford University Press, 2019). Véase también Begoña Lolo y Adela Presas (eds.), Canto de guerra y paz. La música en las Independencias Iberoamericanas (1800-1840) (Madrid: UAM ediciones, 2015), una colección de ensayos que en su mayoría permanecen dentro de los márgenes nacionales o urbanos. Una excepción notable a esta tendencia nacional es el volumen dedicado al siglo XIX de la Historia de la música en España e Hispanoamérica: Consuelo Carredano y Victoria Eli (eds.), La Música en Hispanoamérica en el siglo XIX (Madrid: Fondo de Cultura Económica de España, 2010). Otros análisis transnacionales se han centrado en el “mundo andino”: Victor Rondón, “Luz parda entre Lima y Santiago: Una Mirada a la vida y aporte del músico José Bernardo Alcedo (1788-1878)”, en La circulación del mundo andino, 1760-1860, ed. Teresa Pereira y Adolfo Ibáñez (Santiago de Chile: Fundación Mario Góngora, 2008), 319-344, y José Manuel Izquierdo König, “Being a Composer in the Andes During the Age of Revolution” (Tesis de doctorado, University of Cambridge, 2017).
[5]. Una notable excepción es Francisco Curt Lange, “Os primeiros subministros musicais do Brasil para o Rio da Prata. A Reciprocidade musical entre o Brasil e o Prata. A Música nas ações bélicas. (De 1750 até 1855 aproximadamente)”, Revista de História, Vol. 16, Nº 112 (1977): 381-417.
[6]. Sobre las interacciones entre Santiago de Chile y Lima véase José Manuel Izquierdo König, “Rossini’s reception in Latin America: scarcity and imagination in two early Chilean sources”, en Rossini, 1868-2018: La musica e il mondo, ed. Ilaria Narici, Emilio Sala, Emanuele Senici y Benjamin Walton (Pesaro: Fondazione Rossini, 2018), 405-428; sobre Nueva Orleáns y La Habana véase Charlotte Bentley, “Opera as Commodity: Uncovering Cuba’s Operatic Networks in the First Half of the Nineteenth Century”, trabajo presentado en la Annual Meeting of the American Musicological Society, en San Antonio (Texas) en noviembre de 2018, y sobre Buenos Aires y Montevideo véase mi artículo “Canons of real and imagined opera”.
[7]. Véase por ejemplo la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de la República Argentina disponible en https://www.bn.gov.ar/colecciones-digitales/publicaciones, o su equivalente brasileño en https://bndigital.bn.gov.br, o las publicaciones decimonónicas uruguayas digitalizadas y disponibles en https://anaforas.fic.edu.uy/.
[8]. “[spaces] in which the elites were European or of European descent and agents of different geographic origins interacted. In interaction zones, normally port cities, [visiting European] subjects faced the differences of the ‘other’ yet simultaneously shared most of the values, cultural codes, and political ideals of the host societies”. Fabrício Prado, Edge of Empire: Atlantic Networks and Revolution in Bourbon Río de la Plata (Oakland, CA: University of California Press, 2015), 10, y 112-113. El término “zona de contacto” [“contact zone”] es desarrollado por Mary Louise Pratt, Imperial Eyes: Travel Writing and Transculturation (Londres y Nueva York: Routledge, 1992), 6-9; véase también Jürgen Osterhammel acerca de las características de las ciudades portuarias del siglo XIX en Osterhammel, Die Verwandlung der Welt (Múnich: Beck, 2009), 402-411, y la idea emparentada de “agente cultural” [“cultural broker”] definida en Simon Schaffer et al. (ed.), The Brokered World: Go-Betweens and Global Intelligence, 1770-1820 (Sagamore Beach, MA: Science History Publications, 2009).
[9]. Para una introducción reciente a las extensas historias de la ópera durante la colonia en Latinoamérica véase Louise K. Stein y José Máximo Leza, “Opera, genre, and context in Spain and its American colonies”, en The Cambridge Companion to Eighteenth-Century Opera, ed. Anthony R. Del Donna y Pierpaolo Polzonetti (Cambridge: Cambridge University Press, 2009), 244-269. Sobre la ópera como una obra de arte canónica véase James Parakilas, “The operatic canon”, en The Oxford handbook of opera, ed. Helen Greenwald (Nueva York: Oxford University Press, 2014), 862-880, aquí 862.
[10]. Todos estos datos provienen del invaluable texto de Ayestáran “Cronología de la Música Escénica entre 1829 y 1860”, en La Música en el Uruguay, 303-435.
[11]. Boletín Musical. 1837, version facsimilar con introducción de Melanie Plesch (La Plata: Asociación de Amigos del Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires “Dr. Ricardo Levene,” 2006), 154-155; La Moda: Gacetin Semanal, de música, de poesía, de literatura, de costumbres, version facsimilar (Buenos Aires: Ediciones Biblioteca Nacional, 2011), 6 de enero de 1838 (Valsa [motivo de Bellini]); 27 de enero de 1838 (minuet “à la Bellini”).
[12]. “Rossini et Bellini”, Boletín Musical (28 de agosto y 3 de septiembre de 1837); litografía de Bellini (2 de octubre de 1837); “Bellini a la faz de Rossini”, La Moda (3 de marzo de 1838); “Bellini a la faz de Rossini”, El Iniciador (1º de agosto de 1838).
[13]. Benjamin Walton, “Italian Operatic Fantasies in Latin America”, Journal of Modern Italian Studies, Vol. 17 (2012): 460-471.
[14]. Diario de la Tarde (12 de septiembre de 1848): 2.
[15]. Véase Susana Salgado, The Teatro Solís: 150 Years of Opera, Concert, and Ballet in Montevideo (Middletown, CT: Wesleyan University Press, 2003), Apéndice A.
[16]. Diario de la Tarde (9 de abril de 1850).
[17]. Se realizaron cinco representaciones de Don Giovanni entre 1827-28, y obtuvieron una tibia recepción; según Alfredo Fiorda Kelly, no volvería a escenificarse en Buenos Aires hasta 1869, mientras que Le nozze di Figaro tendría que esperar hasta 1928 para su estreno argentino: Alfredo Fiorda Kelly, Cronologia de las óperas, dramas líricos, oratorios, himnos, etc, cantados en Buenos Aires (Buenos Aires: Riera, 1934), 24.
[18]. Diario de la Tarde (7 de agosto de 1849). En esta y citas subsiguientes se mantiene la ortografía original de la publicación.
[19]. Diario de Avisos (8 de junio de 1850).