Sergio Ospina Romero
Revista Argentina de Musicología, Vol. 22 Nro. 1 (2021): 77-99
ISSN 1666-1060 (impresa) – ISSN 2618-3072 (en línea)
“El final que nunca acaba”, o la vida póstuma de los músicos
A pesar de todos los esfuerzos que se puedan hacer para dar cuenta de la vida de un personaje, muchas cosas quedan inconclusas al escribir una biografía. A la vez que la muerte de una persona suele dejar en evidencia varios asuntos pendientes o sin resolver, las biografías a menudo son solamente el relato inacabado de una vida. Al tener en cuenta las interacciones de los vivos con el legado de los muertos y la forma en la que el pasado se recrea constantemente en virtud de dichas interacciones, es claro que también hay una vida para los muertos (entre los vivos) después de la muerte. Este artículo examina las posibilidades analíticas y los retos epistemológicos que nos presenta el universo de las vidas póstumas de los músicos. Los convidados incluyen a Chano Pozo, Selena, Luis A. Calvo, Nat King Cole, Julián Carrillo, Clara Schumann, Johannes Brahms, y un par de personajes de películas. Al menos tres asuntos resultan cruciales: la necesidad de extender los límites de la agencia humana hacia lo póstumo y lo intramundano, la falsificación inherente a todos los esfuerzos por re-crear una vida, y el carácter transhistórico de la música y de las vidas de los músicos.
Palabras clave: biografía, vidas póstumas, agencia, re-creación, colaboraciones intramundanas
“The Ending that Never Ends” or The Posthumous Life of Musicians
No matter how comprehensive a biography seems to be, it is but the unfinished account of a life—just like someone’s death usually makes evident a series of pending issues. By taking into account the interactions of the living with the legacy of the dead and the way in which the past is continually reenacted and refashioned by virtue of those interactions, it is clear that there is also a social afterlife for the dead among the living. This article examines the analytical and epistemological challenges surrounding the study of musicians’ afterlives. Considering the lives and afterlives of Chano Pozo, Selena, Luis A. Calvo, Nat King Cole, Julián Carrillo, Clara Schumann, Johannes Brahms, and a couple of movie characters, at least three issues loom large in the article: the need of extending the limits of human agency towards the afterlife and the intermundane realm, the acts of forgery that are inherent to any attempt to reenact a life, and the transhistorical character of music and musicians’ lives.
Keywords: biography,
musical afterlives, agency, reenactment, intermundane collaborations
El 3 de diciembre de 1948, luego de casi dos años descollando en la escena del jazz en Nueva York, el virtuoso percusionista cubano Luciano “Chano” Pozo fue asesinado en Río Café and Lounge, un bar de Harlem, en la calle 111 y Avenida Lenox. Unos testimonios refieren que un soldado retirado llamado Eusebio Muñoz, y conocido localmente como “el cabito”, mató al famoso conguero como represalia por haberlo defraudado en un negocio con drogas. “¿Conseguiste la manteca? (refiriéndose a la droga)”, le habría preguntado “el cabito”, y luego que Chano le confesase con cierto desdén que no tenía ni la droga ni el dinero, su interlocutor simplemente le disparó de frente, a sangre fría. Otras versiones indican que fue el asesino el que defraudó a Chano en primer lugar, vendiéndole una bolsa con marihuana falsa, y que tal desagravio habría iniciado el pleito que terminó con la muerte del percusionista. Incluso, hay historias que, al margen de estas querellas por drogas, aseveran que fue por revelar unos “toques secretos” de tambores propios de la tradición afrocubana, o por incumplir una promesa al orisha Changó que Chano encontró la muerte.[1]
Se trató de un final trágico para un músico que apenas rondaba los treinta y tres años. Para entonces Chano ya era una celebridad transnacional en virtud de diversas faenas musicales —entre ellas su asociación con el famoso trompetista de jazz Dizzy Gillespie. Antes de su paso por Nueva York, Chano ya era un compositor y un intérprete destacado en el mundo del jazz y la música latina en Cuba, habiendo superado incontables obstáculos personales. Era, sin duda alguna, un músico para quien muchos auguraban un futuro brillante. Sin embargo, aunque tal futuro nunca llegaría a ser, su fatal desenlace no implica necesariamente el final de la historia de su vida. Aunque la mayoría de las biografías terminan con la muerte de los personajes, lo que fue de ellos durante el tiempo en que vivieron y la forma en que se cuentan sus vidas sigue afectando al mundo después de su muerte. Dicho de otro modo, si bien sus cuerpos yacen inmóviles en sus sepulcros, las interacciones con su legado constituyen una extensión de su vida, algo así como otra vida después de la muerte. Por tanto, al escribir una biografía o reconstruir una escena particular en la vida de alguien no se trata simplemente de descubrir qué ocurrió —o cómo ocurrieron las cosas— sino de establecer las condiciones a partir de las cuales la vida que vivió puede proyectarse en su vida (entre los vivos) después de la muerte.
De la vida de Chano Pozo, por ejemplo, hay varios relatos disponibles. Pero también hay canciones. En un disco de 1951, ya cantaba Benny Moré: “Qué sentimiento me da / Cada vez que yo me acuerdo / De los rumberos famosos / Qué sentimiento me da / Oh Chano, murió Chano Pozo … Sin Chano yo no quiero baila’ / Pero no puedo má’ / Cosa buena yo no voy má’, eh! / A la rumba yo no voy má’…”[2] La canción no solo estaba cargada de nostalgia por la muerte prematura de Chano sino reforzaba la sensación de una carrera musical truncada muy pronto, y con ello, la de una tragedia tan lamentable como para poner en riesgo incluso la continuidad de la música latina, o al menos, para que cualquier esfuerzo musical subsecuente en Cuba tuviese a Chano y a su tragedia como referentes ineludibles. No se trataba simplemente de pasar la página y seguir adelante. Desde el momento de su muerte, Chano empezó un nuevo trasegar como una figura legendaria, y por momentos, mítica. Las resonancias de su legado, como era de esperarse, trascendieron el ámbito musical. Pocos años después, Chano Pozo y el mismo Benny Moré se convertirían en heraldos de la Revolución Cubana, en tanto cubanos ejemplares y modelos de “cubanía” —el primero como un héroe joven caído en territorio enemigo y el segundo como un artista fiel que, a pesar de su celebridad internacional, decidió regresar a la isla.[3] Por su parte, el famoso escritor cubano Guillermo Cabrera Infante (1929-2005), inmortalizó en su novela Tres Tristes Tigres (1967) uno de los gestos musicales más peculiares de Chano: la canción “Blen, blen”, que de principio a fin no dice más que “Blen, blen, blen, blen, blen” en una secuencia incesante con el ritmo de la clave 3:2 del son cubano. Al tenor de lo que es en esencia una recreación literaria de la vida nocturna en La Habana en los años 50, Cabrera Infante trascribe lo que él considera la partitura de la canción, esto es, una página entera con nada más que esas sílabas.[4] O quizás sea más acertado decir que le dio un nuevo sentido literario y sociocultural —o una nueva vida— a lo que otrora fuera solamente un comentario musical.
Para escribir una biografía, o para contar una vida en una película o un documental, hay varias estrategias narrativas disponibles. Hay quienes prefieren comenzar desde el nacimiento del personaje y progresar poco a poco hasta su muerte, mientras otros optan por aplicar diversos saltos temporales, entre ellos, empezar por algún momento al final de la vida para ir luego al comienzo y entonces avanzar en orden hasta encontrarse con el punto donde se empezó a contar (o recordar) la vida; o presentar un mosaico más o menos aleatorio de épocas que en conjunto permiten atar cabos y saber quién fue y qué fue del protagonista. Ejemplos de éstas y otras peripecias a la hora de contar la historia de una vida abundan por doquier. En cualquier caso, por lo general se asume la muerte biológica como el final de la vida, y por tanto, el final de la historia que se está contando. No obstante, al tener en cuenta las implicaciones potenciales de la vida que se vivió sobre el mundo que sobrevive al muerto, es claro que la muerte no es sino un acontecimiento más de la vida, en un sentido extendido; un acontecimiento que separa dos grandes etapas de agencia vital: la vida como tal y cierta suerte de vida póstuma. Aunque no lo parezca, son en realidad dos caras de una misma moneda. Por tanto, cuando las biografías se limitan al tránsito vital que termina en la tumba pierden de vista un vasto segmento del trasegar y del alcance de los personajes en cuestión.
En las líneas que vienen a continuación examino algunas de las posibilidades analíticas y algunos de los retos epistemológicos que nos presenta el universo de las vidas póstumas de algunas celebridades en el mundo de la música. Tomando como punto de partida el estudio de Deborah Paredez sobre la cantante Selena (1971-1995) y mi propio trabajo en torno al compositor Luis A. Calvo, mi discusión se concentra en la performatividad de recordar a los muertos y las implicaciones de ello para la producción de biografías musicales.[5] Para el caso de Calvo, este artículo es, en cierta medida, una secuela de su biografía. Pero además de Chano Pozo, Selena y Luis A. Calvo, los convidados también incluyen a Nat King Cole, Julián Carrillo, Clara Schumann, Johannes Brahms, y un par de personajes de películas. Al menos tres asuntos resultan cruciales en la presentación: la necesidad de extender los límites de la agencia humana hacia lo póstumo y lo intramundano, la falsificación inherente a todos los esfuerzos por re-crear una vida, y el carácter transhistórico de la música y de las vidas de los músicos.
Investigar una vida para escribir una biografía es una labor que a menudo le hace justicia a aquel credo antropológico, famoso en los años 90, de “seguir” el objeto de estudio a donde sea necesario. Usando como ilustración la revolucionaria película de Dziga Vértov El hombre de la cámara (1929) —en la que un camarógrafo sigue múltiples escenas cotidianas en distintas ciudades soviéticas bajo la premisa de que el cine puede ir prácticamente a cualquier parte— George Marcus insistía en que la etnografía era también, en esencia, un asunto de seguir personas, objetos, historias, conflictos, ideas, metáforas, discursos y vidas.[6] En efecto, para conocer realmente al personaje cuya vida se pretende retratar hay que seguir sus huellas por todos lados, casi como recorriendo de nuevo sus pasos, hablar con aquellos que lo conocieron personalmente —cuando aquello sea factible— y recopilar cuanto documento sea posible. Con esos insumos habrá que reconstruir —o mejor, recrear— su vida. A menudo, sin embargo, de todo lo que se consigue es mucho más lo que queda por fuera de la biografía que lo que llega a incluirse. Con frecuencia, tales excesos del archivo que se amasa (y que no llega a utilizarse) tienen que ver con asuntos relacionados con su vida después de la muerte: documentos personales, legales y judiciales sobre herencias, sucesiones, pleitos por derechos de autor, y un sinnúmero de cuestiones profesionales y domésticas; vestigios de homenajes, seguidores, publicaciones y artefactos para recordarlo; y hasta escritos producidos por otros biógrafos. Para el investigador cuya agenda se limita a la temporada durante la cual el personaje vivió sobre la tierra, tales cuestiones son irrelevantes y pueden incluso representar un estorbo. Pero en ocasiones pueden resultar tan importantes como aquello que concierne a la vida misma.
Para empezar, lo que se sabe —o se piensa que se sabe— sobre la vida de una persona es muchas veces fruto de lo que al respecto se empezó a construir y reconstruir luego de su muerte, con todas las libertades interpretativas y recreativas del caso. Por tanto, para poder entender una vida, inevitablemente hay que recurrir a su vida póstuma —o su afterlife— pues de otro modo se corre el riesgo de tomar como fuentes o relatos transparentes lo que en realidad son elaboraciones y reelaboraciones mediadas por distintas circunstancias, personas y motivaciones. Además, en tanto los muertos son recordados al comparecer en grabaciones, videos y relatos de distinta índole o sus legados son preservados y revitalizados de una forma u otra, es claro que siguen teniendo una función social entre los vivos. En buena medida, como también anota Jonathan Sterne, el desarrollo de las tecnologías de grabación sonora fue producto de una cultura que desde hace varios siglos venía haciendo todo lo posible por preservar sus muertos y la participación de estos en la vida social —desde el embalsamiento y la canonización hasta la construcción de estatuas y museos.[7] Sin duda, la preservación y reproducibilidad de sus voces y actuaciones —y en última instancia de su performatividad— en registros de audio y video refuerza la persistencia de su operatividad e instrumentabilidad social aun cuando sus cuerpos ya sean cenizas o reposen bajo tierra.
Al preguntarse sobre el espinoso asunto de la “agencia” de los muertos, Jason Stanyek y Benjamin Piekut concluyen que la agencia no es simplemente un asunto del “aquí y ahora” y que tampoco depende de la funcionalidad biológica del cuerpo. Dado que el concepto de agencia implica en esencia los efectos futuros de acciones pasadas, entonces “tener un futuro significa tener un efecto”.[8] Aunque el cuerpo esté muerto, todavía es posible ser un actor social. La vida social después de la muerte, en especial para el caso de celebridades en el mundo de la música, supone una extensión de los límites de la acción corporal. Dicha extensión, a su vez, establece las condiciones y el alcance de su agencia póstuma en la forma de una amplia gama de intervenciones performáticas y al tenor de diversas formas de capital simbólico, económico y cultural. Así, por ejemplo, Stanyek y Piekut consideran que los proyectos discográficos que reúnen voces grabadas de artistas que ya murieron con voces de artistas vivos —por medio de tecnologías como el multitracking— para producir duetos póstumos, son efectivamente ejemplos de “colaboraciones intramundanas” y de la continuidad de la agencia de los músicos aún después de morir. Grabaciones exitosas de este tipo, como la que en 1991 juntó a Natalie Cole con su padre Nat King Cole —quien había muerto casi tres décadas antes—, ponen en evidencia la capacidad de los músicos de seguir generando no solo réditos económicos sino seguidores, emociones, diversas iniciativas de “necromarketing” y hasta nuevas composiciones.[9]
Siguiendo el derrotero de Stanyek y Piekut, Alejandro L. Madrid ha estudiado la forma en que se han revitalizado, desde la segunda mitad del siglo XX, las ideas y el legado musical de Julián Carrillo (1875-1965) —el famoso compositor mexicano que incursionó en el ámbito de la microtonalidad con su propuesta de “el Sonido 13”.[10] Artistas diversos —como Estrella Newman, Marisa de Lille, David Espejo, Oscar Vargas y Armando Nava— y movimientos artísticos como el de la “nueva mexicanidad” han incorporado y adaptado los planteamientos del Sonido 13 a faenas creativas relacionadas con distintos ámbitos y universos de sentido, desde la música experimental hasta la Nueva Era y el indigenismo. Se trata, sin duda, de otro caso de colaboración o “conexión” intramundana. Aunque esté muerto, Carrillo provee “una validación discursiva a los vivos”, pero al mismo tiempo, “en el espíritu intramundano de la colaboración, las acciones de los vivos pueden resultar la base para la validación de los muertos, y la reconfiguración de aquellos proyectos que la mortalidad pudo haber puesto en pausa”.[11] Aquí resulta crucial enfatizar la etimología propia de la palabra “colaboración” (co-laborare), en tanto no se trata simplemente de un trabajo en equipo entre vivos y muertos sino de un escenario material de producción de capital que, en términos marxistas, es forjado en virtud de aquella “sustancia” creadora de valor mercantil que es el trabajo —y que en este caso se produce a partir del vínculo intramundano entre dos trabajadores.[12]
No solo se sigue teniendo agencia después de morir, sino que esta agencia en conjunción con otras agencias —humanas y no humanas— forjan la “recreación” —o el reenactment— de la vida que se vivió. En otras palabras, una biografía (o cualquier otro tipo de producto audiovisual diseñado para contar la historia de una vida) no es simplemente un suceso narrativo sino el fruto de una colaboración intramundana entre el personaje que murió —en tanto sigue teniendo agencia— y su biógrafo. Y en ese sentido, una biografía es, en esencia, un tipo de recreación de una vida, como también lo son otras formas de materializar los recuerdos y la memoria en museos, películas, series de televisión o programas de concierto. Al igual que los casos más populares y emblemáticos de recreación histórica —como la teatralización de eventos históricos particulares o las ferias y performances sobre temas inspirados en “épocas” como la Edad Media y el Renacimiento— las biografías “a menudo rayan con la fantasía de un juego de roles en su apropiación elástica tanto del pasado real como del pasado imaginado”.[13] Pensar (y repensar) las biografías que escribimos a partir de estas ideas puede ofrecer una nueva perspectiva para interpretar esas vidas, su música y el legado de sus carreras en las generaciones y las audiencias que vinieron después.
Luis Antonio Calvo murió un domingo de 1945, en una tarde por demás calurosa, luego de dos meses de agonía intensa. Aunque Calvo tuvo lepra, y tal fue la razón que lo obligó a vivir casi tres décadas confinado en un lazareto, no murió de esta enfermedad. Múltiples quebrantos en diversas partes del cuerpo se le fueron sumando a una afección hepática cada vez más crónica y dolorosa. El reumatismo, que lo venía agobiando desde hacía dos años, tampoco lo dejaba en paz; y el dolor físico venía acompañado de la frustración de no poder tocar el piano ni escribir su música, aun cuando la inspiración —según contaba su esposa— le seguía fluyendo a borbotones. Tras sucesivos y violentos espasmos, que lograban alarmar a todos a su alrededor, y una larga temporada en el hospital bajo un estado febril y religioso intenso, los últimos alientos de vida que le quedaban se los llevó una nefritis aguda. A las tres de la tarde, tomando la mano de su esposa y al amparo del equipo médico, de un policía que habían comisionado para custodiarlo y de una pequeña multitud de admiradores congregados afuera del hospital, expiró pronunciado lo que todavía se cree que fueron sus últimas palabras: “¡El final… un final que nunca acaba!”.[14]
La noticia de su muerte corrió como pólvora. Al día siguiente, el presidente de Colombia Alfonso López Pumarejo expidió un decreto para honrar “la memoria del artista Luis A. Calvo”, refiriéndose a éste como “ilustre compositor y afortunado intérprete del sentimiento musical del pueblo colombiano”. “[S]us numerosas obras”, decía a continuación el decreto, “han contribuido eficazmente al enriquecimiento del arte nacional y a la divulgación de la música colombiana en el exterior … y su vida fue ejemplo de austera resignación y de meritorio esfuerzo en beneficio de la cultura patria”.[15] Incluso, tres años después, el gobierno estableció una ley para honrar la memoria de Calvo, prometiendo además una cuantiosa suma de dinero para adquirir “los derechos artísticos respecto a la obra musical”.[16] Aunque habría motivos de sobra para dudar del cumplimiento de estas disposiciones gubernamentales, se trató por cierto del comienzo de la consolidación de Calvo como emblema nacional y muerto ilustre. Si bien ya era reconocido y celebrado como figura pública desde muchos años antes de su fallecimiento, su nombre venía ahora revestido con el manto de deferencia que suele recaer sobre la memoria de los difuntos insignes, en el proceso de mitificación de los llamados “héroes de la patria”.[17]
De aquel panteón de celebridades son más conocidos algunos militares y caudillos políticos que se encuentran honrados por doquier en estatuas, monumentos, libros, fiestas cívicas y otros dispositivos de la memoria histórica. Aunque menos famoso que Simón Bolívar, Rafael Reyes o el propio López Pumarejo, Calvo empezó a perfilarse luego de su muerte dentro del mausoleo nacional de artistas legendarios. Incluso se han hecho estatuas de él, como la que todavía reposa en el centro de la plaza principal de lo que un siglo atrás fuese el lazareto de Agua de Dios.[18] A pesar de la interrupción de sus funciones biológicas, Calvo siguió fungiendo como un actor social en el mundo de los vivos. Desde el día de su funeral, su nombre, su imagen, la historia de su vida y su música han tenido efectos evidentes en incontables personas, circunstancias y escenarios culturales. Sin duda, la consideración de su vida difícilmente termina con el 22 de abril de 1945, cuando dejaba tras sí una estela de sesenta y dos años y medio, y casi tres centenares de composiciones.
En septiembre de 2010 visité Agua de Dios por primera vez. Lo que otrora fuese una colonia de enfermos de lepra, cercada con un alambre de púas como medida de seguridad y símbolo inconmovible de la separación entre el mundo de los sanos y el “país del dolor”, es ahora un municipio con cerca de 12.000 habitantes. La memoria de Calvo está asociada con casi todos los lugares del pueblo: el hospital, la catedral, la alcaldía, la plaza central, la biblioteca, el cementerio, el desconcertante museo de la lepra, y por supuesto, la que solía ser la casa del compositor y en donde ahora funciona el Museo Luis A. Calvo. El cementerio parece ser un reflejo de la trascendencia o la estatura social de los difuntos, algo así como la persistencia de los privilegios materiales de esta vida en las formas de ornamentar la existencia en el más allá —un distrito de sepulcros tan caótico como jerárquicamente organizado. Al fondo, una sólida estructura que hace las veces tanto de mausoleo de honor como de capilla, domina todo el lugar. Al mirar con atención resulta claro que fue designado para acoger los restos mortales de los sacerdotes católicos más distinguidos del pueblo. Curiosamente, sin embargo, la tumba de Calvo se encuentra también en ese mausoleo y es, evidentemente, la más prominente de todas. Mientras las lápidas de los religiosos están en un muro o al nivel del suelo, la tumba de Calvo es la única estructura elevada, con cuatro columnas conectadas entre sí por una cadena, y delicadamente decorada con una cruz, un arpa y los primeros dos compases de su Intermezzo No. 1 —sin duda la más emblemática de todas sus composiciones y una de las piezas más populares en Colombia durante el siglo XX.
Justamente, el funeral de Calvo fue un evento masivo en Agua de Dios, según se puede apreciar en una colección de fotografías. La cámara de velación, organizada aparentemente en la catedral o en el propio hospital, estaba saturada de flores y custodiada por policías. Una multitud, la mayoría enfermos de lepra vestidos para la ocasión con camisas blancas, se reunió para acompañar la larga procesión al cementerio, que encabezaba el ornamentado ataúd de Calvo y una banda de cerca de veinte músicos, engalanados también de blanco de los pies a la cabeza. Dos años antes de morir, Calvo se había casado con Ana Rodríguez, una mujer treinta años más joven que él, y quien vivió cuarenta y cinco años más después de la partida de Calvo —siendo conocida localmente como “la viuda de negro” en vista del luto estricto que guardó por el resto de su vida. Al hablar de Calvo, por lo general lo hacía en tercera persona y con la deferencia de expresiones como “el maestro”. Su veneración por la memoria de Calvo resultaba evidente, entre otras cosas, por la transformación de su casa en una galería consagrada al compositor, su meticulosidad para preservar cualquier cosa relacionada con su vida —desde documentos personales y publicaciones de prensa hasta ropa y artículos de aseo personal— y sus incesantes iniciativas y batallas de todo tipo para que Calvo fuese recordado y honrado en todas las formas posibles. De hecho, ella fue la principal beligerante en el largo proceso que terminó en 1974 con la edificación de la estatua de Calvo en Agua de Dios —en un evento masivo en el que participaron diversas celebridades del mundo académico, artístico y político del país.
De todo ello y más da cuenta el archivo de Calvo. Desde su exceso documental, en tanto trasciende lo que en principio parecería ser relevante para la biografía, las secciones del archivo concernientes con la vida de Calvo después de Calvo parecen por momentos más abundantes, intrigantes y abrumadoras que los vestigios relacionados directamente con la vida que vivió antes de morir. Cuando escribí mi primer libro sobre Calvo, una biografía relativamente convencional desde ciertos puntos de vista, no le presté mayor atención a dichos excesos del archivo ni al afterlife de Calvo. Tampoco hice mención de ello salvo en unas pocas notas al pie de página, esto es, el tratamiento académico habitual a excesos temáticos similares. Sin embargo, los asuntos relacionados con su vida póstuma y los materiales del archivo que apuntan en dicha dirección a menudo me generan más preguntas y se presentan con más misterios que su vida misma. Entre ellos se encuentran, por ejemplo, los vaivenes relacionados con la producción y recepción de una telenovela sobre Calvo en 1981, un asunto al que dedicaré algunas líneas en la siguiente sección.
Sin lugar a dudas, Calvo no solo ha sido uno de los músicos colombianos más emblemáticos del último siglo, sino el más famoso de todos los enfermos de lepra que ha tenido el país; y por eso mismo, hasta el día de hoy, el ciudadano más celebrado en la historia de Agua de Dios. Lo de “ciudadano” no es un desacierto ni una exageración. En virtud de la normatividad imperante en Colombia a comienzos del siglo XX, que legalizaba la segregación, el confinamiento y muchas otras prácticas crueles contra las víctimas del “mal de Hansen”, ser exiliado a Agua de Dios implicaba un desarraigo radical del mundo social de los sanos, y con ello, incluso la pérdida, en la práctica, de la ciudadanía colombiana. Entre diversos y a veces inenarrables vejámenes, a los enfermos de lepra se les expedía un nuevo documento de identificación (o cédula) que los distinguía como tales. En Agua de Dios funcionaba una moneda distinta a la moneda nacional —la famosa “coscoja”— y hasta funcionaba una policía especial de policías enfermos, sin mencionar la captura y reclusión indefinida de los enfermos, el abandono sistemático de parte del Estado, las condiciones lamentables de muchos servicios públicos y el proceso de “desinfección” (y estigmatización) a que debía someterse cualquiera que cruzase los umbrales del lazareto. No en vano, como vimos, se le conocía como el “país del dolor”.[19]
No existe prácticamente ningún recuento sobre Agua de Dios que no mencione a Calvo de una forma u otra, de la misma manera que todas las consideraciones sobre Calvo o su música están inevitablemente acompañadas por referencias a su enfermedad y su encierro en el leprocomio. Calvo es todavía una celebridad nacional pero en Agua de Dios es un ícono local, casi inherente ya a la identidad cultural e histórica del municipio. Con todo, los matices de su mitificación y las faenas performáticas para recordarlo han fluctuado y cambiado mucho en las décadas que han pasado desde su muerte. Por un lado, la consternación nacional a causa de su agonía y su fallecimiento en 1945 dio paso pronto a una relativa desaparición del escenario mediático, si bien, al mismo tiempo, durante la segunda mitad del siglo XX fue consolidándose poco a poco como uno de los compositores colombianos más representados en programas de concierto, proyectos discográficos, festivales de música, y hasta en el currículo de muchos estudiantes de piano. Por otro lado, cada cierto tiempo, en virtud de la conmemoración de alguna efemérides o de iniciativas institucionales, Calvo reaparece como figura pública, revitalizando y resignificando su popularidad a veces de formas inesperadas —como fue el caso de los eventos, grabaciones y publicaciones gestados a comienzos de los años ochenta con motivo de los cien años de su nacimiento, la amplia difusión de la telenovela sobre su vida, y la diversidad de edificios, auditorios, instituciones y festivales a lo largo y ancho del país que llevan su nombre.
En Agua de Dios, sin embargo, el culto a Calvo ha sido una práctica performática constante. Recordarlo ha sido una de las políticas de autorepresentación más estables del municipio y una fuente casi inagotable de capital simbólico. Honrar su memoria no es solo un asunto de celebrar sus proezas musicales, sino de enfatizar su condición de músico enfermo en el exilio; y a menudo, ambas cosas van de la mano. Si, como muestra Deborah Paredez, la devoción póstuma a Selena se consolidó en virtud de su reconocimiento como “la chica del barrio”[20] —esto es, como una celebridad que no ocultaba su origen humilde— el fervor por Calvo se inspira en la evocación de su estoicismo y resignación: cuando la lepra fue confirmada en su cuerpo, se confinó en el lazareto como cualquier otro colombiano pobre de la época; aunque conservando su estatus de celebridad, vivió y murió como leproso en medio de leprosos. Mientras vivió en Agua de Dios, Calvo usaba con frecuencia su imagen e influencias para abogar frente a los medios e instituciones nacionales en favor de las necesidades de sus compatriotas enfermos y, de igual forma, cada vez que figuraba en la prensa o en la radio también el lazareto se hacía visible. En su vida póstuma los diversos actos para recordarlo han sido, por antonomasia, oportunidades para recordar la atroz historia de estigmatización, destierro e indiferencia que vivieron —y todavía viven— los enfermos de lepra en Colombia.
Big Fish y Mr. Nobody son dos películas sobre personajes cuyas narrativas sobre el curso de sus vidas están plagadas de contradicciones, exageraciones y episodios tan llenos de fantasía que resultan in-creíbles para sus interlocutores. En Big Fish, luego de llevar toda la vida escuchando a su padre contar historias personales que incluyen gigantes, hazañas sobrehumanas, y seres que parecen sacados de un cuento de hadas, el hijo de Edward Bloom, frustrado por no poder distinguir la ficción de la realidad en la vida de su padre, le pide que le cuente cómo realmente ocurrieron las cosas: “Papá, no tengo idea quién eres porque nunca me has contado un solo dato real … tú cuentas mentiras entretenidas”. Incluso, en medio de su ofuscación, lo compara con Santa Claus y el conejo de Pascua: “encantadores pero falsos”.[21] Con todo, fue justamente su hijo el encargado de investigar, reconstruir y contar la historia de su vida. Por otra parte, cuando Nemo Nobody se acerca a su cumpleaños ciento diechiocho y relata su vida en una entrevista, diferentes versiones sobre sí mismo salen a la luz al mismo tiempo, con carreras, esposas e hijos distintos, e incluso con distintas formas de morir —como si se tratase de muchas vidas superpuestas en la biografía de una sola persona. El reportero, evidentemente confundido luego que Nemo se contradijese de nuevo en su historia, solo atina a decir: “No entiendo. ¿Elise murió o no murió? No puedes haber tenido hijos y no haberlos tenido … Todo lo que dices es contradictorio. No puedes haber estado en dos lugares al mismo tiempo … De todas esas vidas, ¿cuál es la correcta?”, a lo cual Nemo simplemente responde: “Cada una de esas vidas es la correcta. Cada sendero es el sendero correcto. Todo pudo haber sido cualquier otra cosa y tendría el mismo sentido”. Todavía preso de la consternación, el reportero sigue expresando su frustración: “No puedes estar muerto y aún estar aquí”.[22] Pero, efectivamente, lo estaba.
En su crítica de Mr. Nobody para The Washington Post, Michael O’Sullivan asegura que “Nemo no solamente parece tener la habilidad de retroceder en el tiempo y corregir errores pasados, sino aparentemente también puede fraccionarse, como una ameba, en múltiples versiones de sí mismo”.[23] En buena medida con las biografías pasa lo mismo. No se trata simplemente de establecer cuál es la versión correcta entre las opciones disponibles, sino de examinar una multiplicidad de fuentes y testimonios con respecto a la vida en cuestión e imaginar escenas y mundos posibles. Las historias de vida de Chano Pozo, Selena, Nat King Cole, Julián Carrillo, Luis A. Calvo, e incluso, de Edward Bloom y Nemo Nobody son simultáneamente una reinscripción del pasado y un simulacro del futuro. En ese sentido, aunque la identidad de la biografía como actividad académica ha fluctuado entre los pasillos de la literatura y la historia en un trasegar incesante de amores y odios epistemológicos, la verdad es que escribir una biografía implica cierta reconciliación de ambos mundos pero termina a la larga siendo más un reflejo de las paradojas irreconciliables del segundo de ellos: la historia no es el pasado sino lo que los historiadores han hecho de él, y nunca se trata solamente del pasado.[24] En efecto, recordar una vida es el primer paso para producir una vida póstuma, o un afterlife. Como también anota Deborah Paredez, involucrarse activamente con una celebridad muerta revela “el proceso por medio del cual las historias cívicas y las identidades son forjadas [o falsificadas] y reimaginadas”.[25] Todas las iniciativas por recordar una vida —desde escribir biografías y hacer películas hasta construir estatuas y museos— implican, por un lado, la recreación de su pasado a partir de un ejercicio de olvido selectivo. Por otro lado, en tanto constituyen evocaciones de lo que pudo haber sido esa vida —por ejemplo, si Chano no hubiese muerto tan joven— suponen la consideración de cuáles podrían ser los efectos potenciales de su agencia póstuma. Al igual que con Edward Bloom o Nemo Nobody, su condición de posibilidad futura depende de la falsificación de sus memorias.
Se quiera o no, una biografía es un acto de falsificación. Eso no significa que el biógrafo deliberadamente mienta o manipule los datos para presentar una imagen o un relato distorsionado —aunque evidentemente hay quienes hacen biografías de ese modo. Una biografía es una falsificación de la misma forma que la manufactura cuidadosa de la replica de una joya famosa —o de un billete o un documento— es una falsificación: se procura que se parezca tanto como sea posible al original pero nunca dejará de ser una versión distinta del original. Justo como con el pasado y la historia, la vida que se vivió y la vida que se escribe no son lo mismo. No obstante, a diferencia de la falsificación de joyas o documentos, fraguar una biografía implica además —consciente o inconscientemente— la recreación de la vida, tanto en el sentido de escenificarla como de reinscribirla, reelaborarla y reinventarla. No es que el biógrafo esté envuelto en las mismas faenas de falsificación y reescritura de la historia como los trabajadores del “Departamento de Registro” en la famosa novela 1984 de George Orwell, pero aun en procura de la veracidad histórica, la imaginación juega inevitablemente un papel crucial a la hora de llenar vacíos en el relato, atar cabos, explicar motivaciones, interpretar acciones o describir lugares y personajes.
Por lo general, dicha recreación (o reenactment) de la vida, en la forma de biografías u otros medios de creación y expresión, ocurre precisamente durante la vida póstuma de los personajes en cuestión. Las fachadas de las tumbas, la expresión de los rostros de las estatuas, la organización de los objetos en los museos, las carátulas de los discos, las notas a los programas de concierto, y los actores, diálogos, entrevistas y un millar más de asuntos de producción en documentales, películas y series de televisión, son intervenciones que, como las biografías mismas, sirven para recrear vez tras vez esas vidas después de la muerte. Tal ha sido el caso con muchas celebridades en el mundo de la música clásica europea, entre ellas Clara Schumann, cuya vida ha inspirado adaptaciones literarias, cinematográficas, y múltiples conjeturas de parte de musicólogos e investigadores de todo tipo. Entre los misterios más famosos de su personalidad musical y de su vida privada se encuentran sus posibles (y quizás abundantes) intervenciones en materia compositiva en obras que eventualmente serían atribuidas solamente a su esposo, Robert Schumann, así como las circunstancias o condiciones específicas de su posible relación sentimental con el también compositor Johannes Brahms. En ambos casos los matices de las interpretaciones y re-creaciones constituyen un largo espectro de alternativas. Por un lado, desde la insistencia en una separación rigurosa de los roles de composición e interpretación en las colaboraciones entre Robert y Clara, hasta la denuncia de que un gran porcentaje de las obras que históricamente se han asumido como de Robert fueron en realidad creaciones de Clara —especialmente en los momentos donde las crisis mentales de su esposo se agudizaron más. Por otro lado, aunque las cartas y diarios que se conservan de Clara y Johannes contienen referencias amorosas evidentes, especialmente de parte del segundo, la mayoría de las reconstrucciones biográficas desmienten los rumores sobre la consumación cotidiana de su amorío. Si bien es evidente la cercanía de Brahms con los Schumann —incluida su temporada viviendo en la misma casa con Clara y sus hijos mientras Robert estaba en el manicomio—, los mismos relatos enfatizan el radical distanciamiento entre Johannes y Clara luego de la muerte de Robert. Sin embargo, a la vez que otros han cuestionado la supuesta castidad de dichas interacciones cotidianas, las vidas póstumas de Clara Schumann y Johannes Brahms han dado lugar —en la forma de programas de concierto y discos— a cierta suerte de confirmación de sus sentimientos e incluso a la consumación de su pasión mutua por medio del entrelazamiento de sus creaciones musicales.[26]
Volviendo sobre Calvo, su vida fue llevada a la pantalla en 1983 con la telenovela Lejano azul —el nombre de su Intermezzo No. 2, otra de sus composiciones más famosas. Con una duración total de sesenta episodios, dirigida por Pablo Soto y protagonizada por el reconocido actor Waldo Urrego, se trató de una de las telenovelas más populares de la época en virtud del horario estelar del mediodía en el que se emitía (por aquel entonces una franja más popular que la noche para las telenovelas) y de la poca competencia que existía en materia de canales y producciones. Según recuerda el propio Waldo Urrego se trató de “un éxito arrollador” a nivel nacional en Colombia, pero el impacto se sintió, como era de esperarse, de forma más intensa en Agua de Dios. La producción realizó una reconstrucción casi en forma de documental de la transición al lazareto y de la forma en que Calvo debió someterse, como cualquier otro enfermo de lepra en aquellos días, al proceso de desinfección y de quema de las pertenencias personales antes de poder ingresar al presidio sanitario. En 1916 Calvo fue recibido en Agua de Dios como una celebridad, y la conmoción no fue menor cuando Urrego llegó en 1983 para hacer las tomas adicionales que requería la telenovela: “La llegada mía fue también una manifestación, salió todo el mundo, la gente se tomaba la cosa como real … y asumían que de alguna manera yo era Calvo”.[27]
Famoso en la historia de la televisión colombiana por la cantidad y diversidad de sus papeles, entre ellos algunos de los villanos más inolvidables, para Waldo Urrego resultó todo un desafío interpretar, como él mismo lo recuerda, “uno de los espíritus más nobles, buenos, sanos y constructivos en la historia del país”.[28] A partir de las fuentes y testimonios disponibles, parece que Calvo era en efecto una persona tranquila, tímida y poco dada a las confrontaciones.[29] Pero sin duda, la telenovela se encargó de manera póstuma de enaltecer, ennoblecer y reinventar su carácter al tenor de las libertades creativas que permitía el libreto y de las expectativas del género. Lo mismo podría decirse de la narrativa póstuma que presenta hasta el día de hoy la Casa-Museo Luis A. Calvo. Si bien la producción de la telenovela se presentaba como una suerte de homenaje, la vida y tragedia personal de Calvo se ajustaban fácilmente para su adaptación a la estructura propia de un melodrama: la pobreza fue un drama continuo en la primera mitad de su vida, y en la segunda tuvo que convivir con el estigma insuperable de la lepra; pero a la larga, por medio de la música logró trascender y hasta encontrar el amor. En ese sentido, la recepción exitosa de la telenovela —en tanto una historia conmovedora— era también una recreación mediática de la conmoción que vivió el país con la fortuna trágica de Calvo, primero en 1916 cuando se confirmó el diagnóstico de lepra y luego en 1945 cuando falleció exiliado en el “país del dolor”.
Las películas, las telenovelas (o series de TV), los museos e incluso las biografías son performances de idealización, y como tales, son falsificaciones transhistóricas: reelaboraciones del pasado y formulaciones normativas para la recordación futura de sus protagonistas. Esto, sin duda, atañe a las vidas póstumas de muchos músicos. No solo el acto de recordarlos está mediado por la performatividad inherente a la conmemoración de que son objeto, sino que la recreación póstuma de sus vidas nos recuerda asimismo los escenarios vitales que una y otra vez son posibles gracias a su ausencia.[30]
A manera de conclusión: de pasados y futuros posibles e imposibles
En la producción de las distintas versiones de una vida, a menudo con buenas dosis de imaginación, aquello que se muestra o que se cuenta resulta ser solo el revés de aquello que —deliberadamente o no— se borra o se esconde. De la misma manera que la vida crea las condiciones de posibilidad para la vida póstuma puede también establecer condiciones de imposibilidad para el futuro. En esto último no se trata simplemente de los límites en la recreación póstuma de una vida, sino de las disposiciones que imponen las relaciones de poder en el mundo social donde la agencia póstuma tiene lugar. En otras palabras, contrario al brillante planteamiento de Bernardo Tovar, no siempre “los muertos mandan”.[31] Así, por ejemplo, aunque Chano Pozo es a veces mencionado en algunas historias del jazz, por lo general se hace solo de manera anecdótica, como una circunstancia exótica o un actor de reparto a la sombra de Dizzy Gillespie, Charlie Parker y otros músicos estadounidenses. La persistencia del “excepcionalismo norteamericano” en la historia e historiografía del jazz ha implicado una resistencia por momentos férrea para reconocer la centralidad de la música latina —y en especial la música afrocubana y de muchos músicos cubanos— en el desarrollo del jazz desde sus mismos orígenes. Esto, a pesar de la forma en que personajes como Chano Pozo ayudaron directamente a darle forma al bebop e incluso prefiguraron el mundo por venir del jazz modal. La xenofobia y la discriminación que sufrieron Chano Pozo, Mario Bauzá, Machito y otros cubanos en Nueva York de parte de músicos norteamericanos en los años 40 se traduce, en sus vidas póstumas, en la perpetuación de narrativas canónicas donde siguen prevaleciendo las mismas políticas raciales transnacionales en donde la herencia africana del Caribe se reinscribe como más primitiva y menos trascendental que el mundo cultural afronorteamericano.[32]
Siguiendo el derrotero de Joseph Roach, Deborah Paredez subraya que “la memoria, como la performance, “opera como cita e invención, una improvisación sobre temas prestados, con postulados que tienen que ver tanto con el futuro como con el pasado”.[33] Recordar a un músico muerto no implica involucrarse solo con su pasado sino también reinventar su futuro. Por tanto, la recreación póstuma de su memoria, desde su funeral en adelante, pone de manifiesto fuentes potenciales de producción de capital material e inmaterial que eventualmente pueden servir incluso para producir y reproducir otras vidas póstumas. Así las cosas, a la vez que la agencia sigue su curso después de la muerte —reconfigurada en distintas modalidades— las transacciones, conexiones y colaboraciones intramundanas pueden constituirse en una red dinámica y compleja de actores sociales —vivos y muertos, humanos y no humanos. Una red que, estudiada en detalle, bien podría servir para interrogar y repensar los mundos sociales y musicales que, en términos amplios, constituyen el telón de fondo de la historia.
Para los propósitos del estudio de una vida, la muerte no tiene por qué ser el final. A lo mejor puede resultar epistemológicamente productivo hacer biografías a la usanza de historiografías, algo así como una histobiografía. Es decir, si la historiografía opera como una historia de la historia y constituye un ejercicio obligado a la hora de embarcarse en la producción de una nueva historia, el estudio de una vida debe construirse también a partir del conocimiento de los procedimientos vitales y póstumos que le han dado forma a la historia de esa vida. Para los musicólogos eso implica prestar atención a la forma en que cada nueva generación recibe, asimila y resignifica la música y las vidas de celebridades muertas. Como plantea Alejandro L. Madrid, la música, en tanto práctica sociocultural, “existe siempre más allá del espacio y tiempo en que es creada … la música del pasado existe en el presente como música” y no simplemente como un vestigio material del pasado.[34] El acontecer de la música en momentos distintos en el tiempo ––o sus “sonares dialécticos”–– pone en evidencia su carácter transhistórico y su capacidad para articular futuros posibles de consumo y resignificación musical.[35] De la misma manera, la vida de un muerto no es un asunto del pasado. Quizás Calvo estaba en lo cierto cuando dijo, justo antes de morir, “¡El final… un final que nunca acaba!”.
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[1]. Rebeca Chávez, dir., Buscando a Chano Pozo (Instituto Cubano del Arte e Industrias Cinemato-gráficas, s.f.); Leonardo Acosta, Cubano Be, Cubano Bop: One Hundred Years of Jazz in Cuba (Washington, DC: Smithsonian Books, 2003); Jairo Moreno, “Bauzá-Gillespie-Latin/Jazz: Difference, Modernity, and the Black Caribbean”, en The Afro-Latin@ Reader: History and Culture in the United States (Durham, NC: Duke University Press, 2010), 184-185; Jason Borge, Tropical Riffs: Latin America and the Politics of Jazz (Durham, NC: Duke University Press, 2018), 135; Christopher Washburne, Latin Jazz: The Other Jazz (Nueva York: Oxford University Press, 2020).
[2]. Benny Moré, “Rumberos de ayer”, Benny Moré y su conjunto, RCA Victor 23-5643, 1951.
[3]. Borge, Tropical Riffs, 146-157.
[4]. Guillermo Cabrera Infante, Tres tristes tigres (Caracas: Fundación Biblioteca Ayacucho, 1990), 250.
[5]. Deborah Paredez, Selenidad: Selena, Latinos, and the Performance of Memory (Durham, NC: Duke University Press, 2009); Deborah Paredez, “Remembering Selena, Re-Membering Latinidad”, Theatre Journal, Vol. 54, Nº 1 (2002): 63-83; Sergio Ospina Romero, Dolor que canta. La vida y la música de Luis A. Calvo en la sociedad colombiana de comienzos del siglo XX (Bogotá: ICANH, 2017).
[6]. George E. Marcus, “Ethnography in/of the World System: The Emergence of Multi-Sited
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[7]. Jonathan Sterne, The Audible Past: Cultural Origins of Sound Reproduction (Durham, NC: Duke University Press, 2003), 292.
[8]. Jason Stanyek y Benjamin Piekut, “Deadness: Technologies of the Intermundane”, TDR: The Drama Review, Vol. 54, Nº 1 (2010): 18. Ver: Benjamin Piekut, “Actor-Networks in Music History: Clarifications and Critiques”, Twentieth-Century Music, Vol. 11, Nº 2 (2014): 191-215.
[9]. Stanyek y Piekut, “Deadness”, 28-32.
[10]. Alejandro L. Madrid, En busca de Julián Carrillo y el Sonido 13 (Santiago de Chile: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2020).
[11]. Ibid., 369.
[12]. Karl Marx, “Commodities (The Capital, Chapter 1)”, en The Portable Karl Marx, ed. Eugene Kamenka (Nueva York: Viking Press, 1983), 440-443.
[13]. Vanessa Agnew, “Introduction: What Is Reenactment?”, Criticism, Vol. 46, Nº 3 (2004): 328.
[14]. Ospina Romero, Dolor que canta, 227-231.
[15]. Decreto 1034 de 1945 (23 de abril). Presidencia de la República. Ministerio de Educación Nacional.
[16]. Ley 27 de 1948 (29 de octubre). Congreso de Colombia.
[17]. Bernardo Tovar, “Porque los muertos mandan. El imaginario patriótico de la historia colombiana”, en Identidad en el imaginario nacional. Reescritura y enseñanza de la historia, ed. Javier Pérez Siller y Verena Radkau García (Ciudad de México: Universidad Autónoma de Puebla, Instituto Georg-Eckert, 1998), 421-441.
[18]. Ospina Romero, Dolor que canta, 231-232.
[19]. Ver Diana Obregón Torres, Batallas contra la lepra: estado, medicina y ciencia en Colombia (Medellín: Universidad EAFIT, 2002); Hugo Sotomayor Tribín, Historia de la lepra en Colombia [escrito en versión electrónica. s.l.: s.e., s.f.]; Ospina Romero, Dolor que canta, 131-177.
[20]. Paredez, Selenidad, 78-79; Ospina Romero, Dolor que canta, 170-177.
[21]. Tim Burton, dir., Big Fish (Columbia Pictures, 2003), 1:20:10. Todas las traducciones son del autor a menos que se especifique lo contrario.
[22]. Jaco Van Dormael, dir., Mr. Nobody (Pan-Européenne, 2009), 2:05:00.
[23]. Michael O’Sullivan, “‘Mr. Nobody’ Movie Review”, The Washington Post, 31 de octubre de 2013. Disponible en: https://www.washingtonpost.com/goingoutguide/movies/mr-nobody-movie-review/2013/10/30/bb919da0-402c-11e3-9c8b-e8deeb3c755b_story.html.
[24]. Lois W. Banner, “Biography as History”, American Historical Review, Vol. 114, Nº 3 (junio 2009): 579-586; Robin Fleming, “Writing Biography at the Edge of History”, American Historical Review, Vol. 114, Nº 3 (junio 2009): 606-614; Volker R. Berghahn y Simone Lässig, eds., Biography between Structure and Agency: Central European Lives in International Historiography, Studies in German History, Vol. 9 (Nueva York: Berghahn Books, 2008).
[25]. Parédez, Selenidad, 94, énfasis de la autora.
[26]. Ver: Marie Schumann and Berthold Litzmann, eds., Clara Schumann, Johannes Brahms: Briefe Aus Den Jahren 1853-1896 (Hildesheim, Zürich, Nueva York: Georg Olms, 1989); Jan Swafford, Johannes Brahms: A Biography (Nueva York: Alfred A. Knopf, 1997); Jan Swafford, “Bittersweet Symphonies”, The Guardian, 26 de abril de 2003. Disponbile en:
https://www.theguardian.com/music/2003/apr/26/classicalmusicandopera.artsfeatures2; Paul Berry, Brahms among Friends: Listening, Performance, and the Rhetoric of Allusion (Nueva York: Oxford University Press, 2014). Véanse también las películas Clarence Brown, Song of Love (Metro-Goldwyn-Meyer, 1947); Peter Schamoni, Spring Symphony (Warner-Columbia, 1983); Helma Sanders-Brahms, Geliebte Clara (Bodega Films, 2008).
[27]. Comunicación personal con Waldo Urrego, 12 de mayo de 2016; “Waldo Urrego es Luis A. Calvo”, Revista Elenco, marzo de 1983, s.p.; “La vida de Luis A. Calvo desde hoy en televisión”, recorte de prensa Archivo Casa-Museo Luis A. Calvo.
[28]. Comunicación personal con Waldo Urrego, 12 de mayo de 2016.
[29]. Ospina Romero, Dolor que canta, 223-224.
[30]. Paredez, Selenidad, 4.
[31]. Tovar, “Porque los muertos mandan”, 421-425.
[32]. Moreno, “Bauzá-Gillespie-Latin/Jazz”; Alejandro L. Madrid y Robin Moore, Danzón: Circum-Caribbean Dialogues in Music and Dance (Nueva York: Oxford University Press, 2013), 117-131; Borge, Tropical Riffs; Washburne, Latin Jazz; Sergio Ospina Romero, “Swinging con sabrosura: Lucho Bermúdez y la era del jazz en el Caribe”, en Músicas y prácticas sonoras en el Caribe colombiano, ed. Federico Ochoa y Juan Sebastián Rojas (Bogotá: Pontificia Universidad Javeriana, en prensa).
[33]. Paredez, “Remembering Selena”, 69.
[34]. Alejandro L. Madrid, “Sonares dialécticos y política en el estudio posnacional de la música”, Revista Argentina de Musicología, Vol. 11 (2010): 27.
[35]. Ibid., 28-29; ver: Alejandro L. Madrid, “Why Music and Performance Studies? Why Now? An Introduction to the Special Issue”, Trans. Revista Transcultural de Música, Vol. 13 (2009). Disponible en: https://www.sibetrans.com/trans/article/1/why-music-and-performance-studies-why-now-an-introduction-to-the-special-issue; Alejandro L. Madrid, “Transnational Identity, the Signing of Spirituals, and the Performance of Blackness among Moscogos”, en Transnational Encounters: Music and Performance at the U.S.-Mexico Border, ed. Alejandro L. Madrid (Nueva York: Oxford University Press, 2011), 171-190; Alejandro L. Madrid, “Rigo Tovar, Cumbia, and the Transnational Grupero Boom”, en Cumbia!: Scenes of a Migrant Latin American Music Genre, ed. Héctor D. Fernández L’Hoeste y Pablo Vila (Durham, NC: Duke University Press, 2013), 105-118.