Música confinada. Espacios sonoros en pandemia,
marzo – junio 2020
Esteban Buch
Revista
Argentina de Musicología, Vol. 23 Nro. 1 (2022): 12-33 ISSN
1666-1060 (impresa) – ISSN 2618-3072 (en línea)
Música
confinada. Espacios sonoros en pandemia, marzo – junio 2020
Tras una introducción dedicada a El
Decamerón de Boccaccio y su visión de la resiliencia mediante la música y
la literatura, este artículo explora los nuevos espacios musicales
(departamentos, ventanas, balcones, balcones online, salas de concierto
desiertas, conciertos en streaming, videos en
pantalla dividida, etc.) surgidos durante el primer confinamiento por el
Covid-19. Se discute la bibliografía sobre las prácticas de escucha musical
desarrolladas para hacerle frente a la pandemia desde los espacios privados, y
se compara a éstas con las representaciones de la música en los medios como
remedio público para el deterioro del lazo social. Se analizan las formas de
expresión de los músicos confinados mediante videos musicales y conciertos en streaming, y se interroga la prevalencia del humor y
del optimismo, en el contexto del sufrimiento y la muerte causadas por la
enfermedad. Se sugiere por último el efecto disruptivo de la pandemia para las
ontologías de la música tradicionales, dada la dificultad de decir dónde estaban
situadas esas prácticas confinadas.
Palabras
clave: Pandemia, Covid-19,
Boccaccio, Decameron, música, espacios sonoros,
confinamiento
Music in Lockdown. On sonic spaces during the Covid-19 pandemic, March – June 2020
Starting with a section
on The Decameron and Boccaccio’s vision of resilience through
storytelling and musicking, this essay explores the new musical spaces
(apartments, windows, balconies, balconies-as-viewed-online, deserted concert
halls, streaming events from homes, split screen videos, and so on) that
emerged during the first Covid-19 lockdown. It discusses the literature on how
people listened to music in their private spaces to cope with the pandemic, and
opposes it to media representations of music as a public remedy for an ailing
social bond. It addresses the quarantined musicians’ self-expression through
dedicated music videos and streaming concerts, and interrogates the prevalence
of humor and optimism, in the context of the suffering and death caused by the
disease. It also suggests the disruptive effect of the pandemic on traditional
ontologies of music, given the difficulty of saying where all these
practices under lockdown were actually located.
Keywords: Pandemic,
Covid 19, Boccaccio, Decameron, music, sonic spaces, lockdown
La lección de Boccaccio
Entre marzo y junio de 2020, durante el primer confinamiento por la pandemia de Covid-19, medios de varios países evocaron El Decamerón de Giovanni Boccaccio, junto con La peste de Albert Camus y algunos otros libros clásicos. En marzo, The Newstatesman afirma que ese libro escrito en el siglo XIV “nos muestra cómo sobrevivir al coronavirus”, y recomienda contar cuentos y escuchar música como terapia para hacerle frente a la pandemia.[1] Participando así de lo que él mismo llama con ironía “una epidemia de consejos”, el periodista cita un artículo de un especialista de Boccaccio que describía su “innovación de la profilaxis narrativa” como un aporte novedoso a los tratados médicos del Renacimiento temprano.[2] Poco después, el mismo texto de Martin Marafioti aparece destacado en JSTOR’s Daily, la sección de la plataforma de artículos científicos “en donde las noticias se encuentran con su equivalente académico”.[3] En junio, la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos presenta su “Boccaccio project”, una serie de diez videos online con obras musicales compuestas para la ocasión. Entre ellas está Intuit (a way to stay in this world) [“Intuit (una manera de quedarse en este mundo)”] de Miya Masaoka, interpretada por la violonchelista Kathryn Bates: “Esta pieza expresa la esperanza positiva y optimista de hallar un modo de estar en el mundo exterior al confinamiento, y el deseo de encontrar un sano equilibrio entre nuestra propia interioridad y ese mundo exterior”, explica la compositora.[4]
Es evidente la razón de ese interés. El libro de Boccaccio es una colección de cien cuentos breves que en su mayoría hablan de amor y de sexo en tono libertino y anticlerical, pero también un relato de primera mano sobre la horrible epidemia de peste bubónica que en 1348 mató a más de la mitad de la población de Florencia, y en pocos años alteró completamente el mapa demográfico y social de Europa. En 2020, ante la primera ola de la epidemia del nuevo coronavirus, importan menos los cien cuentos como tales que el cuento suplementario que les sirve de marco, es decir el relato de cómo una brigata de jóvenes -un grupo de siete mujeres y tres hombres- deciden huir de la peste aislándose juntos voluntariamente en una hermosa casa de campo. Allí se dedican a contar cuentos, a cantar canciones y a bailar, junto a otros placeres como comer y beber, dormir la siesta, o explorar la naturaleza de los alrededores. Para eso, adoptan una organización política protodemocrática que, liderada por las mujeres, hace de cada miembro del grupo un soberano por un día, encargado de supervisar el ritual de la narración de los cuentos y otros aspectos de la vida colectiva. (Por cierto, ese principio horizontal e inclusivo no se extiende a los sirvientes, que solo están allí para ayudar a los aristócratas en sus placeres).
La primera jornada del Decamerón comienza con un relato estremecedor sobre la peste en Florencia, un tema que luego el autor evita durante todo el libro, como siguiendo un consejo de sus personajes, que deciden ignorar las malas noticias como parte de su estrategia de supervivencia. Ese cuadro ominoso va desde la repugnante sintomatología de los enfermos hasta las actitudes egoístas y desesperadas de los sanos, en medio de un colapso total de las leyes “humanas y divinas”, y de instituciones como la familia, la Iglesia y el Estado. Entre las técnicas que los florentinos usan para tratar de sobrevivir -o de morir-, la música ocupa un lugar importante, y eso es así en ambas puntas de la gama de comportamientos, es decir el aislamiento total y la imprudencia total.[5] Sobre la primera actitud, Boccaccio escribe:
Algunos pensaban que vivir
moderadamente y evitar todo lo superfluo era la mejor manera de resistir a
semejante accidente. Una vez formado su grupo [brigata],
vivían separados de los demás, recogiéndose interiormente tras encerrarse en
casas en donde no hubiera nadie enfermo, y para vivir mejor consumían comidas
delicadísimas y vinos excelentes, con gran moderación y huyendo de toda
lujuria. No hablaban con nadie de afuera, ni dejaban que les lleguen noticias
sobre la muerte o los enfermos, entreteniéndose en cambio con sonidos de
instrumentos [con suoni] y con los placeres a
su alcance.[6]
Además de beber y comer, escuchar música instrumental [suoni] es el único placer de las personas confinadas que Boccaccio menciona. Y es probable que en esa situación sean ellas mismas quienes tocan los instrumentos, algo que formaba parte de la educación de las clases altas, aun si en tiempos normales les dejaban esa tarea a los profesionales a su servicio. Sin embargo, el texto subraya el lado pasivo de la experiencia, el escuchar más que el tocar. Evoca una atmósfera musical estática,[7] que vuelve a esos espacios cerrados más agradables y por ello más seguros, al menos según las teorías médicas de la época.
La postura opuesta es el canto que algunos temerarios combinan con fuertes dosis de alcohol, sentido del humor, y una actitud de predadores de los espacios públicos y privados:
Otros, en cambio, afirmaban que el remedio infalible para tanto mal era beber mucho y disfrutar de andar cantando por ahí [l'andar cantando attorno], divertirse y satisfacer sus apetitos con todo lo que hubiera, y reírse y burlarse de todo lo que sucediese; y lo que decían, lo ponían en obra como podían, yendo de día y de noche ora a esta taberna ora a la otra, bebiendo sin modales y sin medida, haciendo solamente lo que les daba la gana, y tanto mejor si era en casa ajena.[8]
Contrariamente a los suoni estáticos de los grupos confinados, cuya circulación se agota en el mismo espacio privado que vuelven sensibles como espacio de vida, l’andar cantando attorno es una práctica activa que no conoce fronteras físicas, y no emana de una comunidad constituida sino de individuos errantes. El impacto sónico de esas voces está fuera de control, al igual que la epidemia misma. Mientras que a los individuos encerrados la música les sirve para mantener a raya la lujuria, es decir la invasión del intelecto por la pulsión, quienes cantan en calles y tabernas, fatalistas ante la muerte, expresan lo que sienten en un intento desesperado por aumentar la intensidad de la vida, en un espacio-tiempo habitable que va reduciéndose día a día.
Boccaccio no condena moralmente a nadie, pero puede suponerse que la actitud prudente y autoconservadora del primer grupo es mejor que la actitud suicida y egoísta del segundo. Sin embargo, ni unos ni otros tienen ninguna garantía de sobrevivir. Lo mejor que se puede hacer, sugiere el autor, es huir de la ciudad, como lo hace su brigata de los diez jóvenes y los cien cuentos. Eso sí, los que se van al campo prolongan a su modo los dos tipos de prácticas musicales de los que se quedan en la ciudad, es decir el canto y el uso de instrumentos. Si bien en el Decamerón la música es mucho menos importante que la narración, el canto de ballate con acompañamiento de laúd, a menudo combinado con una danza llamada carola, hace que las emociones exaltadas circulen entre las mentes y los cuerpos como objetos sonoros compartidos por todos, dentro de los límites de las normas que el grupo se ha dado a sí mismo. Así las diez ballate cantadas al final de cada jornada constituyen “la liturgia secular y la ceremonia ritual del comentario musical”, indispensables para que frente al caos de la pandemia pueda tener lugar una “recreación del orden social y moral”.[9]
Nora Beck subraya el rol fundamental de las mujeres en la animación de esa “liturgia secular” con que se intenta prolongar la vida en tiempos de desastre. Eso es así en momentos clave como el final de la segunda jornada: “Llegada la hora de cenar, lo hicieron con gusto en un ambiente de fiesta, tras lo cual, según el deseo de la reina [Filomena], mientras Emilia bailaba una carola, Pampinea en respuesta entonó esta canción: ¿Qué mujer cantará si no canto yo, / que no tengo deseo insatisfecho?”.[10] Y ya al final de la primera jornada, Emilia, acompañada al laúd por Dioneo, canta una ballatta que hoy suena como un elogio despreocupado del narcisismo:
Tanto me atrae mi belleza
Que en otro amor jamás
Pensaré ni buscaré ternura.
Cada vez que me miro al espejo
Veo el bien que a la mente satisface
Y no hay nuevo accidente ni viejo pensar
Que me pueda quitar lo que tanto quiero.
Mood music en tiempos del Covid-19
En 2020, durante la
primera ola de Covid-19, la mención del Decamerón en los medios fue solo
episódica, pero muchas personas parecen haber seguido, sin saberlo, el consejo
de Boccaccio sobre las virtudes terapéuticas de la música y los relatos. La
incipiente bibliografía académica sobre el impacto psicológico del confinamiento
confirma la idea de que escuchar música en casa ayudó a muchas personas a
sobrellevar el encierro y las angustias del momento. Lo mismo sugieren datos y
materiales de otro tipo, prensa escrita o videos por ejemplo, que al igual que
esos estudios académicos, y como consecuencia de las desigualdades sociales y
técnicas a nivel mundial, provienen esencialmente de Europa y América del
Norte. Por ejemplo, en un estudio de 5000 personas encuestadas en “tres
continentes” (Francia, Alemania, Italia, Reino Unido, EE. UU. e India) “más de
la mitad dijeron que la música les había ayudado a hacer frente a la
situación”, siendo que “las personas que experimentaron un aumento de emociones
negativas utilizaron la música para su autorregulación emocional, mientras que las
que experimentaron un aumento de emociones positivas la usaron como sucedáneo [proxy]
de interacciones sociales”.[11] En otro estudio realizado en España entre el 3 y
el 18 de abril de 2020, más del 80 por ciento de los 1868 encuestados dijeron
escuchar música durante el confinamiento, con 49 por ciento diciendo que
escuchaban más música que antes, y tan sólo 3 por ciento que escuchaban menos;
del conjunto, más de la mitad declaró que la música “les ayudaba a relajarse, a
escapar, a levantar el ánimo o a sentirse acompañados”.[12]
Otro estudio más, con 1031 encuestados de España, Italia y EE. UU., puso escuchar música en el primer lugar de las actividades consideradas “más útiles” para sobrellevar el confinamiento, seguida por “hablar con amigos, familiares y colegas” y “hacer ejercicio al aire libre”; hay que decir que el porcentaje que dio preferencia a la música fue inferior al 15 por ciento, lo que sugiere una gran dispersión de las estrategias individuales.[13] A su vez, una encuesta australiana sobre una población mucho más pequeña (127 encuestados) observó que “el nivel de satisfacción estaba asociado positivamente con escuchar música y negativamente con ver televisión, videos o películas”.[14] Otra encuesta, realizada en el Reino Unido con 233 personas, arrojó resultados similares sobre el uso de la música para hacer frente a la situación, al tiempo que señalaba una fuerte correlación entre escuchar música y el “uso de sustancias”, es decir, “recurrir a las drogas o al alcohol para evitar tener que prestar atención y lidiar con los factores de stress”, empezando por la epidemia misma. Esa asociación con las drogas es una singularidad de ese estudio, que los autores ven como prueba de que “la música también puede ser usada de maneras poco saludables”.[15]
En conjunto, esos
resultados son consistentes, si bien no muy sorprendentes. No hay dudas de que
la música ayudó a muchas personas a sobrellevar mejor la crisis sanitaria. En
cuanto a las razones de esa eficacia, una explicación posible es que “las
emociones estéticas provocadas por la música podrían mejorar e intensificar la
comunicación, permitiendo así el surgimiento de estrategias colectivas para
reducir la disonancia [cognitiva]” frente a la pandemia.[16] Si eso es así, se entiende que la música haya
reforzado en algunas personas la capacidad de hacer frente a una situación que,
por cierto, nadie había experimentado antes. Sin embargo, todos esos estudios
citan una bibliografía que ya antes de la epidemia de Covid-19 enfatizaba el
rol habitual de la música en la regulación del estado de ánimo. Siendo ya este
un uso bien establecido antes de la pandemia, especialmente desde que las
plataformas de streaming decidieron organizar
su oferta en torno a playlists o hubs que, bajo el nombre Relax, Noche o
Bienestar, buscan explícitamente optimizar las emociones positivas,[17] lo extraño hubiera sido más bien que esa función
desaparezca repentinamente en 2020 frente a la crisis del coronavirus.
Por otra parte, el hecho de que una mayoría de personas afirmara usar música para hacer frente al confinamiento debe ser relativizada frente al dato de que Spotify y otras plataformas dieron cuenta de un descenso global de su actividad de streaming.[18] Esto se ha explicado por la supresión del tiempo pasado escuchando música en los autos o el transporte público para ir a trabajar. Sin embargo, según un estudio realizado en Francia con 2963 encuestados, “las personas que continuaron yendo a trabajar in situ también dijeron escuchar música con menos frecuencia que antes”, es decir 70 por ciento, comparado con 92 por ciento en 2018.[19] Como se ve, el panorama general de las prácticas de escucha durante la pandemia dista mucho de estar del todo claro, sobre todo si se agregan sesgos estadísticos como el hecho de que, por ejemplo, el 69,3 por ciento de las personas que respondieron al cuestionario español eran mujeres y el 74,8 por ciento tenían formación universitaria, dejando abiertas en este caso las preguntas sobre la conducta de los hombres y de las personas menos diplomadas.[20]
Por otra parte, en todos esos estudios realizados mediante cuestionarios online se dice muy poco sobre lo que significa la expresión “escuchar música” en términos de géneros musicales, dispositivos técnicos, situaciones espaciales, etc., sin hablar de los significados personales asociados a lo que se escucha. Es una lástima, pues eso podría haber dado alguna idea de cómo, exactamente, la música ayudó a la gente a enfrentar la pandemia. Sin embargo, es interesante en el último estudio citado la observación de que más de un cuarto de los encuestados dijo escuchar “nuevos estilos” de música, comparado con los tres cuartos que siguieron escuchando lo mismo que antes;[21] claro que la relevancia de ese dato a escala global es sin duda limitada. En otro plano, la disminución cuantitativa de la actividad de las plataformas de streaming contrastó con un aumento del consumo de YouTube, lo que sugiere que las experiencias puramente sonoras podrían haber retrocedido a favor de las audiovisuales;[22] solo que ese dato no tiene en cuenta el uso frecuente de YouTube como una plataforma de “música sola” suplementaria. Timothy Yu-Cheong Yeung se basó en un estudio de la antigüedad de los tracks escuchados en Spotify para sugerir que la pandemia de Covid-19 tuvo por efecto “desencadenar la nostalgia”; solo que su definición implícita de nostalgia como el sentimiento que despierta cualquier grabación de más de tres años de antigüedad restringe su observación a un público muy joven, el único para el cual tres años son mucho tiempo.[23] En cambio, otros autores no especializados en el consumo musical también detectaron un aumento global del “ocio inspirado en la nostalgia”, como parte de un “interés significativo en el pasado”.[24]
Otra pregunta de respuesta incierta es qué hizo la gente, si es que hizo algo, con sus colecciones personales de música (LP de vinilo, CD, MP3…), fuente tradicional de experiencias de escucha repetidas y subjetivas.[25] No parece que nadie haya estudiado la cuestión a nivel cuantitativo. En cambio, en marzo de 2020 un periodista del New Yorker le preguntó a algunos músicos qué estaban escuchando en esos días, y obtuvo respuestas como “He estado bailando en la cocina con los discos que me encantaban cuando iba a la universidad”, de Maggie Rogers, o “Sí, hay que bailar, así que ahí vamos con los doce pulgadas de música disco”, de Lenny Kaye.[26] Bernard Loutte, un periodista francés, escribió un libro hecho de textos cortos inspirados cada día en un disco de 45 rpm diferente de su colección.[27] Pero esos datos sobre el uso de las discotecas personales son poco más que anecdóticos. En resumen, a pesar de los grandes méritos de las primeras investigaciones realizadas por académicos y periodistas, hay que admitir que sobre los usos reales de la “música durante el confinamiento” se sabe bastante poco.
Dicho esto, la mera existencia de estos estudios, llevados a cabo en diferentes países por investigadores y encuestados confrontados a situaciones personales difíciles y sin precedentes, así como la presencia en los medios y redes sociales de muchos comentarios positivos sobre la música en general, sin hablar de la decepción causada por la supresión de conciertos y otras actividades en vivo, sugieren que la pandemia activó una creencia difusa e inorgánica en la utilidad social y psicológica de la música. Y en los medios, por lo menos, el elogio de la música como recurso para el bienestar individual fue quizás menos intenso que el elogio de la música como terapia colectiva ante el deterioro del vínculo social. Algunos incluso vieron en ella una especie de sustituto del vínculo social como tal, dañado por la limitación radical de las interacciones entre las personas, que era el objetivo médico del confinamiento. En esa perspectiva, la música grabada habría constituido una fuente de espacios alternativos imaginarios, frente a la cancelación de muchos espacios físicos de interacción social, empezando por los destinados a tocar y escuchar música en forma colectiva. Así, aún si la mayoría de los eventos musicales durante el confinamiento fueron declaradamente apolíticos, la mención insistente de la música en los medios y otros discursos podía sonar como una respuesta, ya que no una crítica —por lo menos en aquellos primeros meses de 2020—, a la suspensión parcial por el Estado de las libertades individuales y el espacio público como tal.
Actos de habla pedagógicos
El 13 de marzo de 2020, el diario italiano La Repubblica publica el artículo “Coronavirus, l’Italia sul balcone: canzoni contro la paura” [“Coronavirus, Italia en los balcones: canciones contra el miedo”], dando cuenta de un “flashmob musical” lanzado en Facebook, que invitaba a la gente a cantar o tocar música desde sus balcones y ventanas, el mismo día a una hora determinada. “El resultado es una melodía, que es diferente en cada barrio y ciudad, que recorre las regiones del Norte y del Sur, y que ora incluye las notas del Inno di Mameli [el himno nacional italiano], ora tararea Napul’è de Pino Daniele”, un popular cantor napolitano.[28] Los videos del evento muestran gente produciendo todo tipo de música, desde solos de trompeta hasta tenores de ópera, niños golpeando latas y DJs haciendo bailar en sus casas a los habitantes de todo un edificio. Según el diario Il Messagero, “la paradoja es que la cuarentena produce contacto más que aislamiento”, ya que “los cuerpos se quedan en casa, pero los sentimientos circulan”.[29]
Los balcones musicales italianos salieron en los medios de todo el mundo, y algunos de esos videos se volvieron virales. Unos días después, en Alemania, se organiza un flashmob parecido, una invitación a entonar la Oda a la alegría “contra el virus”, que de hecho prolongaba la larga tradición de usos de la obra de Beethoven en el ámbito social y político.[30] “Beethoven vuelve a unir a la gente, incluso si el famoso Seid umschlungen, Millionen [“Abrácense, millones”] no tiene por ahora traducción física”, comenta el canal de televisión Deutsche Welle.[31] “Todos pueden participar, ya que el canto une y hace que la gente se sienta bien”, anuncia por su parte otro día la Iglesia Evangélica en Alemania, al llamar a cantar y tocar, no la melodía de Beethoven, sino la canción infantil Der Mond is aufgegangen [“Ha salido la luna”].[32] En otros lugares como Francia, algunos músicos inventan performances como la del guitarrista argentino Tomás Gubitsch, quien el 17 de marzo comienza en su casa en las afueras de París una “gira en el balcón”, tocando con su hijo Noé, violinista, un tema de origen diferente cada día, un evento serial difundido en vivo en Facebook que, finalmente, se convertirá en una “gira mundial” estática de 53 días.[33]
Durante el primer confinamiento del 2020, la atención popular y la cobertura mediática se centran menos en lo que la gente corriente hace todos los días con la música dentro de sus casas, que en los hechos extraordinarios que se suceden en los límites de estos espacios en cuarentena, es decir, en esos balcones y ventanas que conectan las casas privadas con el espacio abierto y/o colectivo. Estas zonas intermedias permiten diferentes tipos de interacción entre la gente, desde el espectador pasivo hasta la participación activa, según los géneros musicales, los escenarios acústicos y los recursos técnicos, así como las sensibilidades e idiosincrasias locales. En Italia, esas actuaciones alimentan a menudo el orgullo patriótico, por ejemplo, con el canto del himno nacional o de Bella ciao, la famosa canción sobre el partisano “muerto por la libertad”; en Alemania, algunos buscar asociar la melodía de Beethoven a un “espíritu” europeo que, a nivel político y práctico, se halla por entonces eclipsado por el súbito auge de los poderes de los Estados nacionales, responsables de la gestión de la crisis y del confinamiento mismo. En general, los eventos musicales en los balcones surgen repentinamente como manifestaciones sensoriales de sintonía emocional y solidaridad colectiva, lo mismo que los aplausos para los trabajadores de la salud, convertidos —ya en marzo en muchas ciudades del mundo— en un ritual sonoro cotidiano. Es probable que esas viñetas sónicas de una humanidad en resiliencia permanezcan en muchas memorias como verdaderos íconos de aquel momento histórico.
Sin embargo, la práctica de cantar en el balcón, que a nivel cuantitativo es más bien marginal, no sería más que una anécdota, si no hubiera inspirado imágenes mediáticas como esa “melodía” capaz de unir a todo un país que sufre, o esos sentimientos navegando libremente entre los cuerpos atrapados en casa. En ese contexto de miedos concretos y limitaciones efectivas de las libertades individuales, traducidas en alteraciones insidiosas de la percepción del tiempo e incluso del contenido de los sueños, la música difundida desde los límites del espacio privado se convierte en un símbolo adecuado para hablar de la libertad personal y colectiva.[34] Por supuesto, tales ficciones sonoras deben su impacto social a las representaciones de esos mismos balcones y ventanas en internet, ese gran espacio virtual al que las personas acceden a través de sus celulares, sus tablets y sus computadoras. ¿Y qué es una pantalla de computadora, sino una especie de balcón o ventana, es decir, un espacio audiovisual que conecta el interior y el exterior de los espacios físicos privados?
Así, la música en los balcones pudo aparecer simultáneamente como una metáfora y una metonimia de la proximidad entre las personas, como siguiendo el consejo de Boccaccio de no solo escuchar música, sino también cantarla y tocarla. Y el lugar efectivo de ese acercamiento no fueron tanto los espacios físicos preexistentes, es decir los balcones reales, sino todos los espacios virtuales creados ad hoc mediante plataformas de videotelefonía tales como Zoom, Webex y otras. Gran difusión tuvieron los videos que mostraban en pantallas divididas cantantes, intérpretes e incluso bailarines que, a pesar de estar confinados en sus hogares, aparecían actuando juntos, a veces como dúo o trío, a veces como orquesta, coro o ballet. La ambientación audiovisual de estos objetos correspondía a la idea de su producción, ya que un sonido unificado parecía surgir de una multitud de rectángulos separados, cada uno como una pequeña ventana a una persona instalada en su espacio privado. En general esas imágenes ponían a los hogares bajo su mejor luz y sonido, ubicando a sus habitantes lo más arriba posible en una escala de satisfacción en el mundo real en donde las habitaciones pequeñas, “un balcón inutilizable” y una “vista de mala calidad” tenían correlación estadística con síntomas depresivos más graves que la media.[35] “Los cuerpos están en casa, pero los sentimientos circulan” podría ser también el lema de estas performances virtuales colectivas, cuya accesibilidad inmediata a través de internet contrastaba con el hecho de que en realidad no estaban situadas en ninguna parte, al menos en ningún lugar físico.
En ese sentido, la música confinada fue una suerte de desafío para las ontologías ordinarias de la música misma, empezando por la noción de que esta consiste en objetos sonoros producidos en lugares estables, cuyas cualidades atmosféricas se transponen al espacio y tiempo de los receptores. Por supuesto, el conocimiento de las operaciones de los estudios de grabación ya antes había desestabilizado el mito naturalista original de la fonografía como acceso al entorno acústico real de los intérpretes. Además, la producción de network music, “música en red”, es decir una música producida simultáneamente por personas ubicadas en lugares distantes, había surgido bastante temprano en la historia de Internet, como un ejemplo de su potencial utópico y democrático.[36] Sin embargo, la difusión viral de videos musicales en pantalla dividido durante la pandemia implica un salto cualitativo en la percepción de la producción musical como una especie de ensamblaje, no solo de intérpretes y dispositivos técnicos tales como los instrumentos y los aparatos, sino también de fragmentos contingentes de espacio y de tiempo. En particular, ese proceso puede haber contribuido a la desestabilización en curso de las ontologías tradicionales de las obras de música clásica, al aumentar su proximidad fenomenológica con las ficciones y las cuasi-cosas.[37]
Por otro lado, los videos con obras clásicas como la Novena de Beethoven o Also sprach Zarathustra de Strauss fueron como afirmaciones del papel heroico del patrimonio cultural, que algunos quisieron erigir en recurso frente a la pandemia, con éxito relativo. A veces, los músicos y las instituciones musicales hicieron de esos videos una forma de mostrar simplemente que aún seguían existiendo. Para mucha gente, músicos y no músicos, las pantallas de las computadoras fueron en sí una especie de “portal” para prolongar la existencia pública de sus identidades profesionales.[38] Particularmente exitosa fue una versión del Boléro de Ravel de la Orquesta Nacional de Francia, subida el 30 de marzo de 2020, que al empalmar una autopresentación verbal de cada intérprete con la performance de la obra tuvo que reducir esta de casi diecisiete minutos a menos de cinco. “El ingeniero de sonido es aquí el verdadero MVP [most valuable player, el jugador más valioso]”, dijo alguien secamente en YouTube, entre muchos comentarios entusiastas.[39]
En cambio, en los primeros meses de 2020 las tecnologías disponibles no permitían la interacción sónica en tiempo real. Cada músico tenía que grabar su parte sin poder escuchar a los demás hasta que se completara el video. Y cuando el objetivo no era compartir un video con el público, sino solo hacer perdurar la práctica en sí misma, la producción y la recepción nunca llegaron a converger verdaderamente. Una crítica precoz de los encuentros de coros virtuales los descartó como pura simulación, señalando, entre otras cosas, la falta de “una acústica compartida”.[40] Un estudio más amplio realizado en Inglaterra detectó sentimientos encontrados en los participantes: por un lado, “cantar en solitario resultó mucho menos satisfactorio que cantar en coro, una actividad cuya capacidad de crear un sentido de grupo social coherente también pareció mayor que la de la actividad deportiva”; por otro lado, “los participantes informaron que lo que más echaban de menos era el aspecto social, más que los otros seis componentes evaluados, relacionados con la experiencia estética, el flujo y los aspectos físicos del canto”. También desalentadora fue la imposibilidad de compartir “el mismo espacio acústico”, todo lo cual terminó llevando a casi la mitad de los encuestados a disminuir paulatinamente su participación. Aún así, esa práctica virtual del canto coral continuó hasta el final del confinamiento, produciendo música que nadie podía escuchar de verdad, pero que de alguna manera era real, al menos en la imaginación de los participantes.[41]
Coronamusic y expresión subjetiva
Entre marzo y junio del 2020, la difusión online de performances de música clásica desde salas de conciertos vacías y silenciosas no solo fue una forma práctica de mantener algunos eventos ya programados, sino también una demostración poderosa, aunque paradójica, de cómo la pandemia interrumpió los rituales artísticos y su dinámica emocional habitual. Los solistas que interpretaron obras de compositores muertos hace mucho tiempo para personas que ellos no podían ver ni oír, y que en vez de aplausos y caras sonrientes recibieron tan sólo unos emojis o un breve comentario escrito, o incluso nada en absoluto, hicieron palpable tanto lo que se ha perdido con la crisis, como la intensidad de las ganas de seguir viviendo y experimentando los placeres del arte, pase lo que pase. Un ejemplo de ello entre tantos otros fue Daniel Barenboim tocando las Variaciones Diabelli de Beethoven en la Filarmónica de Berlín el 10 de abril de 2020, como un melancólico resto de la grandiosa y malograda conmemoración del 250° aniversario del compositor.
El canto en el balcón, los conciertos en streaming, los videos en pantalla dividida y las prácticas corales en línea, entre otras prácticas más o menos organizadas, representaban la continuidad de la vida musical, y por lo tanto, la de la vida misma. Su referencia a la pandemia era en cierto modo negativa, como un nuevo y dramático contexto frente al cual había que esforzarse por seguir haciendo las cosas como antes. Si todo ello eran formas de “estar presente en el mundo exterior al confinamiento”, como la pieza para violonchelo de Masaoka, eso se hacía sobre todo tratando de mantener a raya las malas noticias, como ya había sugerido Boccaccio. Así es como muchos encuestados de los estudios mencionados opusieron la satisfacción de escuchar música al estrés de ver noticieros monopolizados por el tema de la pandemia.
Ahora bien, aun si ambas cosas aparecen juntas en algunos estudios, ver noticieros es muy diferente de ver películas de ficción. Según un estudio italiano, algunas personas confinadas apreciaron películas distópicas como Contagion (2011) de Steven Soderbergh, cuyo tema es una pandemia de consecuencias catastróficas, viendo en ellas una forma de lidiar con el miedo mediante la catarsis.[42] Sin embargo, harían falta muchos más que aquellos quince encuestados para comparar el peso de esas estrategias individuales de catarsis con el consumo masivo de ficciones audiovisuales que no hablaban de epidemias ni de catástrofes, es decir toda la oferta de películas y series en plataformas como Netflix, Disney+ o HBO, cuyos flujos de streaming, a la diferencia de los de Spotify o Deezer, sí aumentaron significativamente. Tratándose de actividades musicales, caben pocas dudas de que en general no buscaban para nada producir una catarsis, ni dar una expresión artística a las emociones negativas provocadas por la pandemia, tales como el duelo, el miedo, el dolor, el tedio o la tristeza. Todo lo contrario.
Un equipo internacional dirigido por Niels Christian Hansen desde Dinamarca reunió a través de un sistema de crowdsourcing cerca de 460 temas de lo que llamaron coronamusic, una producción definida como el resultado de “escuchar, tocar, bailar, componer, ensayar, improvisar, discutir, explorar, y crear productos musicales durante el confinamiento con referencia explícita o implícita al nuevo coronavirus”.[43] El análisis de todo ese corpus aún está pendiente, pero desde ya está claro que la mayoría de esos videos buscaron expresar emociones positivas como “unión”, “felicidad”, “gratitud”, etc.[44] Significativamente, casi el cuarenta por ciento lo hizo en un tono humorístico, a menudo a través de parodias de canciones preexistentes. Por ejemplo, el hit de 1979 de The Knack, My Sharona, fue usado varias veces, aprovechando la rima del título con corona. Según un estudio realizado desde la ciudad de Pavia, más allá de la música en general fue mucha la gente que apeló al sentido del humor, con la salvedad de que “los participantes que vivían a mayor distancia geográfica objetiva del epicentro italiano de la pandemia mostraron mayor predisposición para disfrutarlo”.[45]
Sumado a muchos otros
ejemplos de coronamusic que no forman parte
del corpus de Hansen, toda esa producción parece haber estado destinada sobre
todo a levantarse el ánimo unos a otros. Esto puede sorprender si se recuerda
que, según la Organización Mundial de la Salud, para el 1ero de
junio de 2020 el número de muertos en todo el mundo ya superaba las 370 000
personas, y que al menos según un estudio español “los participantes más
gravemente afectados por la pandemia de Covid-19 reportaron niveles más altos
de participación subjetiva en actividades relacionadas con la música”.[46] Aún así, las canciones
de duelo y lamentación como Ice Cold, del
rapero neoyorquino Lil Tjay,
lanzada en Internet el 1ero de mayo de 2020, fueron una excepción,
casi una anomalía.
Salvo algunos videos de tono patriótico en algunos países, y algunos mensajes antichinos que reflejaban la obstinación del presidente Trump en culpar al “virus chino”, la política en general, y el manejo de la crisis por parte de las autoridades en particular, también parecen haber estado casi ausentes de la producción de los músicos en la etapa inicial de la pandemia. Los aplausos en apoyo de los trabajadores de la salud tuvieron asimismo pocos equivalentes musicales, exceptuando una versión online en su honor de We are the champions de Queen, promovida por la ONU, o gestos más confidenciales como la joven Emily dedicando desde su balcón de Stuttgart su versión pop de la Oda a la alegría a “todos los trabajadores esenciales”. A nivel oficial, los departamentos de Salud de Nueva Zelanda y Vietnam lanzaron videos con canciones destinadas a explicarle a los niños cómo lavarse las manos y evitar el contacto social.
Mientras que los medios presentaban la música como un factor de continuidad del lazo social, en la realidad la esfera pública se hallaba prácticamente reducida a la socialización de los espacios domésticos representados en los videos. En muchos de ellos se veía a los músicos hacerle frente a la angustia y la soledad mediante canciones, bromas y contactos virtuales. Si uno agrega a esos videos los conciertos transmitidos en vivo desde las casas de los músicos sin que quedaran huellas online, parecen haber sido muchos menos los artistas colaborando en pantalla dividida que los artistas solitarios actuando desde sus hogares frente a una cámara, tal vez un poco como la Emilia de Boccaccio cantándole a su espejo delante de sus amigos. En todo caso, pocos admitieron que la soledad les pesaba. Una canción de St. Pedro sobre la interrupción de la vida sexual con su pareja daba ya la solución en su título: Sexo telefónico.
Sin embargo, sería injusto e inexacto oponer por un lado esfuerzos calculados para exhibir resiliencia y solidaridad, y por otro una realidad subjetiva hecha de narcisismo y soledad; o estigmatizar el aparente desinterés de los músicos por la muerte y el sufrimiento ajenos como una característica uniforme de su grupo profesional. Los sentimientos de cada individuo, artista o no, fueron sin duda contradictorios y cambiantes. Más bien, al permanecer en Internet indefinidamente, las reacciones de los músicos durante esas fatídicas semanas brindan al investigador una ventana sobre cómo en 2020, sin duda para mucha gente de distintas profesiones y procedencias, la pandemia redefinió bruscamente las fronteras entre el espacio privado y el espacio público, entre la escena y el fuera de escena, entre estar solo y estar con otros, entre la vida profesional y la vida tout court. Lejos de la imagen simplista de la música como cemento de un lazo social fragilizado, esa situación implicó una desestabilización parcial de las ontologías del sonido en sus configuraciones espaciales normativas. Y además de redistribuir los lugares en donde la música ocurre, la pandemia influyó en los modos en que el sonido da testimonio de la vida. De hecho, durante aquellos meses muchas noticias sobre el sonido destacadas en los medios no tenían nada que ver con ningún músico, sino con el redescubrimiento del silencio y los sonidos naturales —los pájaros en particular— en zonas urbanas donde ya hacía tiempo que no formaban parte del paisaje.[47]
Nota: este artículo fue escrito en inglés para el libro Sounds of the Pandemic, compilado por Maurizio Agamennone, Daniele Palma y Giulia Sarno para la editorial Routledge. El autor agradece la autorización de publicar esta traducción castellana antes de la versión original.
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