Reconfiguraciones sensoriales en pandemia: prácticas
y
lógicas sonoras del aislamiento
Camila
Juárez, Guadalupe Lucero
Revista Argentina de Musicología, Vol. 23 Nro. 1 (2022): 138-152
ISSN 1666-1060 (impresa) – ISSN 2618-3072 (en línea)
Reconfiguraciones sensoriales en pandemia: prácticas y lógicas sonoras
del aislamiento
Es probable que una de las
experiencias más inquietantes respecto de la pandemia haya sido la de haber
estado mundialmente afectados por la misma cosa. Quizás, tirando del hilo de la
idea de una afectación abrupta y masiva podamos comenzar a pensar qué hay de
sonoro, cómo suena, cómo se oye una experiencia común de aislamiento y
distancia. Hubo una homogeneización de los formatos y las vivencias que quizás
podamos aún pensar. ¿Qué matriz sensorial abre la pandemia? En este trabajo
recorremos algunas cuestiones vinculadas con la problematización del sensorium,
es decir, los modos a través de los cuales podemos agenciar el sentir. Es así
que quisimos reflexionar sobre cómo se traduce en una lógica sonora la
experiencia sensible en la pandemia. El trabajo se articula en tres partes que
analizan, en primer lugar, algunos aspectos histórico-filosóficos de la
cuestión de los cambios en la sensibilidad; en segundo lugar, la declinación
específicamente sonora del problema; y finalmente, una deriva sobre la
experiencia de la artista sonora Cecilia Castro y su exploración respecto de
qué la afectó, sonoramente, durante la pandemia.
Palabras
clave: sonido, pandemia, sensorium,
prácticas de escucha
Sensory
reconfigurations during the pandemic:
Practices
and sound logics of isolation
One of the most
disturbing experiences of the pandemic was probably that everyone being
globally affected by the same thing. Perhaps by elaborating on the reality of
an abrupt and massive affectation we can begin to think about the audible, how
it sounds, how a common experience of isolation and distance is heard. Perhaps
we should think about the homogenization of formats and experiences. What
sensorial matrix does the pandemic open? In this paper we will discuss the
concept of sensorium, that is to say, all the ways in which we can
perceive with our senses. We want to reflect on how the sensorial experience
during the pandemic is translated into a sonorous logic. The article is
articulated in three parts, the first of which analyzes some historical-philosophical
aspects of changes in sensitivity; secondly, the specifically sonorous
declination of the problem; and finally, a drift through the experience of
sound artist Cecilia Castro and her survey of what affected her, sonorously,
during the pandemic.
Keywords: sound,
pandemic, sensorium, listening practices
Introducción
En los meses que siguieron a la instalación de las medidas de aislamiento y las restricciones de circulación y contacto definidas por la pandemia de Covid-19 en 2020, proliferaron voces que quisieron narrar el acontecimiento excepcional. A dos años de la declaración del carácter pandémico del virus, resulta quizás —y paradójicamente— más difícil comprender qué es lo que ha sucedido. Es claro que escribir sobre el presente siempre implica una falta de perspectiva. Estamos demasiado cerca para establecer con claridad los efectos de lo que queremos pensar, y que todavía resultan incluso difíciles de identificar. Más aún cuando ese presente se confunde con un pasado que parece habernos abandonado con la misma lógica abrupta con la que se impuso. No sabemos cuál es el tiempo verbal adecuado para hablar de Covid-19. Y esa zozobra en la enunciación temporal —quizás nuestra única certeza— definirá la estructura de este trabajo, cuyo objetivo es pensar las transformaciones en la sensibilidad sonora a partir de la experiencia de la pandemia. El tiempo no afirmado, la imposibilidad de su asignación, quizás sea un buen punto de partida para pensar lo sonoro.
Por ello, comenzaremos con un desvío temporal. Necesitamos volver una y otra vez a los comienzos de siglo XX para repasar, como quien aprende una lección para recitar de memoria, las cuestiones que allí se teorizaron respecto de un momento de cambio radical del sensorium. ¿Qué elementos del vínculo entre dispositivos técnicos y sensibilidad pueden todavía ayudarnos a pensar el régimen estético actual? ¿De qué modo esos cuerpos entumecidos del siglo XIX tienen algo para decir a nuestros cuerpos confinados del XXI?
Algunas cuestiones
previas sobre los regímenes sensibles
Para justificar el
placer estético en términos trascendentales, Immanuel Kant tuvo que construir
una compleja explicación del funcionamiento de la maquinaria sensible. Los
sujetos son corporalmente afectados por una serie de estímulos que procesan
gracias a la mediación sensible y conceptual. Si bien la afectación es siempre
contingente, la mediación debe poder explicarse en términos trascendentales. Es
decir, la mediación entre lo que nos afecta y el modo en que aquello nos
afecta, funciona como un filtro que formalmente es independiente de toda
contingencia y es por ello trascendental, es decir universal. Lo que se inserta
como material inteligible debe explicarse independientemente de las condiciones
históricas y empíricas de cada sujeto. Para justificar el placer estético,
entonces, Kant recurre a una particular idea de goce. Uno que se produce en la
contemplación del juego de las facultades trascendentales, sensibilidad,
imaginación, entendimiento, y que por lo tanto permite pensar cierta
universalidad del sentir. De allí su formalismo.[1] Kant no se equivoca al trazar los límites del
campo de determinación del objeto estético como una teleología formal de lo
bello (una finalidad sin fin, solo posible en las representaciones de la
naturaleza), dejando en un segundo plano la belleza artística. Por el
contrario, el campo de la estética no es, en primer lugar, el arte (y sus
obras) sino el cuerpo sintiente. O en otros términos, cada vez es necesario
volver a comenzar con Kant porque necesitamos resituar la cuestión del arte en
el campo de la estética, que no es otra cosa que el problema de la
determinación de un sensorium. La estética kantiana no nos habla de la
experiencia estética como una experiencia del arte —al menos no en primer
lugar— sino de una experiencia del placer donde se anudan cuerpo y consciencia.
Si es necesario recusar a Kant es porque necesitamos reconsiderar el carácter
trascendental del sensorium, y subrayar en cambio su carácter histórico
y producido. Es quizás la estética benjaminiana la que de un modo más certero
ha desarmado esta hipótesis kantiana.
En un texto dedicado a Charles Baudelaire, en su carácter de testigo privilegiado de los cambios de la vida moderna, Walter Benjamin analiza, a través de una lógica neurológica, la “experiencia” más pregnante de la modernidad: la de la imposibilidad de la experiencia. La vida urbana industrial, la multitud y la fábrica, la velocidad del transporte, el anonimato y la guerra, reconstruyen el sensorium corporal en términos de defensa ante unos estímulos abrumadores que, lejos de ampliar nuestra capacidad de percepción, la entumecen. El shock es la respuesta nerviosa a la incapacidad de hacer del estímulo una representación consciente,[2] o una página de la memoria insertable en una narración mayor. La consciencia deja de estar en la interioridad misteriosa del sujeto para convertirse en un cerebro cuyas terminaciones nerviosas se distribuyen por el cuerpo y en función de su entorno. El cuerpo moderno es así un cuerpo entumecido:
... el sistema invierte su rol. Su objetivo es adormecer al organismo, retardar los sentidos, reprimir la memoria: el sistema cognitivo de lo sinestésico ha devenido un sistema anestésico. En esta situación de “crisis de percepción”, ya no se trata de educar al oído no refinado para que escuche música, sino de devolverle la capacidad de oír. Ya no se trata de entrenar al ojo para la contemplación de la belleza, sino de restaurar la “perceptibilidad”.[3]
Si seguimos el argumento de Susan Buck-Morss, es a través de este entumecimiento del sensorium que debemos leer conjuntamente la historia de los narcóticos y la de los dispositivos de producción de ilusiones, visuales y sonoras. La alteración de los sentidos y la experimentación con las posibilidades de manipulación de lo perceptible constituyen características de la época, donde el ilusionismo y las artes de feria están a la orden del día. “Lo primero que nos ofrece su arte es un cristal de aumento: se mira a su través y uno ya no se fía de sus ojos”.[4] Esta afirmación que encontramos en El caso Wagner, señala con claridad la lógica fantasmagórica que Friedrich Nietzsche encontraba en Richard Wagner, y que Buck-Morss retoma para pensar el carácter narcótico de lo real moderno.
Para Michel Foucault, la época que coincide con los orígenes de la fotografía se destaca por la democratización en la producción de imágenes. Una democratización que se empareja con la libertad y el juego, la absoluta desfachatez en el manejo y tergiversación de las imágenes, disponibles al fin para su uso. En esa época feliz que Foucault sitúa alrededor de 1870, lo que se destaca es la impureza, la mezcla, las imágenes impresas en cualquier superficie, retocadas con tinta, pintadas, toda una serie de técnicas del retoque y el collage puestas en juego para la producción y circulación de unas imágenes que comenzaban a rodear al objeto para no abandonarlo jamás.[5] La imagen reproducida, producida y circulable corre en paralelo con una lógica de la visión distorsionada, de un desfase entre la realidad y su imagen. Esta realidad de las imágenes, tramposa, engañosa, fantasmagórica, deja de ser el argumento necesario para proponer un buen método de conjuro, y comienza a formar parte de un particular mundo en permanente fragmentación. La modernidad es el exceso de estímulos que anestesia el cuerpo, al mismo tiempo que lo real y la fantasmagoría comienzan a recorrer un camino de convergencia.
Es claro que el cine es, entre las artes reproducibles, el ejemplo siempre privilegiado de este cambio de sensibilidad. Como afirma Silvia Schwarzböck, el cine implicó una nueva pedagogía de la mirada. Pero esa pedagogía, al contrario del sesgo optimista de Benjamin, fue política en un sentido diverso respecto de lo que la revolución prometía. Lo que lxs espectadores de cine aprendieron, en las sucesivas generaciones que se formaron en su estética, es a convertirse en auténticos espectadores fríos. Es decir, a mirar sin necesidad de empatizar con lo representado, sino con los dispositivos de captura y reproducción de imagen (y sonido). Ante una escena de violencia explícita, el espectador no se identifica con la víctima, se identifica con la cámara.
Una vez que el espectador aprende, viendo películas, a identificarse con la cámara, no es más el mismo sujeto que en los siglos sin cine. La mirada humana deja de ser, definitivamente, lo mismo que los ojos. La humanidad se prepara durante todo un siglo para vivir en un mundo controlado por cámaras.[6]
De acuerdo con la
hipótesis de Schwarzböck, los dispositivos de registro contemporáneos de esta
época de después del cine, han emancipado la mirada maquínica de la
cámara. Un tipo de mirada cuyo objetivo no es construir experiencia, sino un
puro registro, y que se encuentra anclada en formas de existencia que
incorporan los dispositivos como modeladores de la sensibilidad. Se cierra así
el arco abierto por el problema del shock benjaminiano y la
imposibilidad de la experiencia (y por lo tanto la imposibilidad de construir
una memoria narrativa en la consciencia). El sujeto contemporáneo ya no se
encuentra entumecido por un exceso de estímulos que no puede asimilar.
Después del siglo del cine, el espectador ya sabe cómo mirar desde afuera del cuerpo y archivar las imágenes en una memoria portátil, externa, liviana, borrable y reiniciable, no cerebral, no pasional, no humana.[7]
Este espectador ha delegado la memoria en dispositivos de almacenamiento, y se encuentra capacitado para sentir desde afuera del cuerpo, a partir de los dispositivos que en adelante se le acoplan. Esta compleja relación del sensorium visual no es ajena al modo como nos vinculamos con el registro sonoro.[8] La grabación de sonidos, audios, registros audiovisuales y su puesta en circulación, no constituye un agregado externo a la experiencia sonora, sino que la co-constituye.
De lo visual a lo
sonoro: regímenes de escucha
Así las cosas, es necesario correrse del tropismo visual para comprender en qué sentido estas profundas mutaciones en los regímenes sensibles pueden ser abordadas desde una perspectiva sonora. Debemos pensar qué experiencia de escucha acompaña tanto los cambios en la modernidad como los cambios contemporáneos vinculados a la relación masiva con dispositivos de registro.
En una tradición interdisciplinaria que se inicia a fines del siglo XX, tanto la antropología como la historia cultural, las ciencias sociales, la filosofía así como las prácticas artísticas han problematizado la división de los sentidos, y sobre todo, desde los estudios sonoros, la jerarquía dispuesta por el visuocentrismo desde la modernidad en occidente.[9] Uno de los primeros que llama la atención sobre esta jerarquía es el compositor canadiense Raymond Murray Schafer en su ya conocida propuesta de ecología acústica sobre el paisaje sonoro,[10] en la que resalta la preeminencia de la visión por sobre la de la escucha para conocer el mundo. En este sentido la historiografía también ha pensado desde el dominio sensorial las prácticas materiales suscitadas por el universo de lo sonoro, situando así la idea de un “giro sonoro” para destacar la intensificación de lo acústico desde fines del siglo XIX y el vuelco hacia la escucha, el sonido y la auralidad.[11] Así, los regímenes aurales dan cuenta de una pedagogía perceptiva, de los modos de escucha en un momento y espacio determinados, y de cómo se relacionan con el sentido, los discursos y las clasificaciones. Se trata en definitiva de
estructuras culturales y socio-políticas que predisponen a las personas a determinadas reacciones para ciertos sonidos, moldean las formas de percepción y determinan las categorías de clasificación sonora, al mismo tiempo que distribuyen dichas categorías de manera diferencial.[12]
Todo esto permite pensar la configuración del mundo por medio de una percepción nunca transparente, en otros términos, a saber, desde una lógica sonora compuesta entre otras cuestiones por los ruidos urbanos, la transportabilidad del sonido, la cultura masiva audiovisual, el micrófono y los dispositivos de registro y de telecomunicación, tales como la radio, la televisión o Internet, etc. La escucha entonces, se presenta como una herramienta poderosa para analizar la realidad cultural, histórica, política e intersubjetiva y construir conocimiento del mundo desde la materialidad sonora. De allí su importancia como mediadora y más aún, como propiciadora de ontologías, modos de conocimiento y organización social de la vida cultural. Los estudios sensoriales y sonoros abogan así por la construcción de una “cultura sonora” que permita analizar las construcciones afectivas y perceptivas de conocimiento social e histórico de la realidad.[13]
Entonces nos preguntamos ¿Qué situaciones habilita la escucha para pensar en / la pandemia? ¿Qué experiencias de sentido sugieren las prácticas de lo auditivo en este escenario novedoso? ¿Cómo ingresa la escucha en la historia pandémica?
Variaciones sobre la
escucha en pandemia
Nos juntamos a conversar con la esperanza secreta de escuchar algo que nos desviara de la incomodidad de no poder decir otra cosa, diferente a la ya dicha, respecto de lo sonoro y la pandemia. Apenas comenzada la charla, lo que se hizo evidente fue la dificultad para identificar el periodo del que queríamos hablar. ¿Cuándo era exactamente? ¿2020, 2021? ¿Qué habíamos hecho concretamente? ¿Lo recordábamos? Quizás podíamos revisar nuestras redes sociales, los posteos, algo que toque el nervio mnémico, definitivamente delegado… Tratamos de situarnos en el momento del confinamiento, a principios de 2020. Para la compositora argentina Cecilia Castro, en esta encrucijada azarosa, es posible situar una de las experiencias sonoras que recuerda haber realizado durante la pandemia y a causa de ella.[14] Justo en ese momento, cuando se declararon las primeras medidas de aislamiento, su casa nueva estaba en obra. No era posible mudarse, ni lo sería por varios meses. Fue necesario deambular por casas prestadas, con poco equipaje. Le es difícil, sin embargo, recordar. Como si todo hubiera pasado hace muchos años, en otra época. Tampoco hay otros recuerdos que aparezcan con fuerza en relación con la producción en pandemia. Como si la detención y la ralentización como vector sonoro de los efectos del confinamiento, hubiera afectado no solo la movilidad de los cuerpos, sino especialmente la temporalidad en la que suponemos se inscriben. Nuestro sentido común sigue siendo obstinadamente moderno: seguimos teniendo una fe inconsciente en la trascendencia del tiempo y el espacio. Sabemos, sin embargo, que ni tiempo ni espacio existen fuera de los cuerpos que los generan. En una vida urbana hiperconectada, los primeros días de aislamiento supusieron la posibilidad de pausar la conexión.
Resulta claro que la desaceleración sonora de los paisajes urbanos habilitó, sin dudas, experiencias de escucha vinculadas a una nueva atención de sonidos ausentes (la calle, el transporte público, etc.) y otros súbitamente presentes (los vecinos, fundamentalmente).[15] El análisis del paisaje sonoro urbano es quizás un tema central en las intervenciones teóricas, poéticas, sociológicas de la experiencia pandémica. Desde la experiencia del silencio como irrupción en el tejido urbano hasta la recuperación del espacio público sonoro desde los balcones, la presencia de sonidos interpretados como naturales y una nueva distribución de los límites sónicos entre vecinos e intrafamiliares, todos han sido temas recorridos en publicaciones especiales y experimentales sobre el sonido pandémico.[16] Bajo el paraguas amplio de los debates antropocénicos, la experiencia sonora de la pandemia parecía reencontrarse con perspectivas casi románticas del retorno a lo natural. Junto con las imágenes de animales en sitios urbanos, fue posible una experiencia de escucha de sonidos que solemos etiquetar como naturales.
No es esta relación con el silencio urbano, sin embargo, la primera cuestión que Cecilia Castro parecía recordar con nosotras cuando la consultamos, en una charla virtual, por el sonido en pandemia. Lo que se asociaba en su relato al momento inicial del confinamiento era un ejercicio habilitado por una múltiple intersección de casualidades: estar en una casa desconocida, la posibilidad de retiro, la falta de cosas personales. La casa era singular por estar bastante aislada en el centro de una manzana, con sonidos particulares que venían de afuera de la casa, pero que no eran de la calle, una propiedad horizontal rodeada por una clínica de un lado y unos departamentos que no se veían porque estaban atrás del pasillo de entrada, por el otro. Inventó así un experimento de escucha, escritura y cohabitación. Sin que hubiera sentido hasta entonces particular interés en experiencias de deep listening, comenzó ahora a prestar atención a los sonidos de la nueva casa prestada. Las reglas de su experimento pandémico impedían que ella atendiera a otros sonidos, incluidos su propia voz conversando, la de otras personas, o la práctica habitual de escuchar música. Pasó la comunicación con el exterior a texto, registró sonidos y fotografió esos espacios, para solo dejarse atravesar por las ondas sonoras de estos extraños que adquirieron lentamente calidad de personajes. Esos sonidos, generalmente de máquinas, devinieron rápidamente actores que cohabitaban con ella en ese espacio. Había uno distinto, muy localizado, de agua, justo atrás de un nicho que había en una pared de la casa y que se presentaba siempre cerca de las 11 de la noche, ella lo esperaba. Otro, era “algo que respiraba”, aparecía en la habitación, era sutil, suave, un tercero más intenso, contundente, molesto…, sonidos que comenzaron también a tener actividades, hacían cosas en la casa: uno respiraba, otro molestaba, otro era indeciso. Sus modos de aparecer y silenciarse, sus cualidades e intensidades les daban la particularidad de existencias agenciales, que hacían cosas y que entraban en relación con su propia rutina. Brandon LaBelle piensa en la “agencia sónica” para destacar la participación del sonido en los conflictos sociales y políticos, como un campo de fuerzas, vibraciones rítmicas, resonancias, interrupciones, “el sonido se utiliza para agitar y superar el ámbito visual y así relacionarnos con lo que no se ve, lo que no se puede representar y lo que todavía no es aparente”.[17] Esta característica de la percepción acusmática se hizo patente de un modo disruptivo para quienes fuimos docentes en espacios virtuales. Con los cuerpos fuera del alcance de la mirada y la posibilidad de no ser vistos al alcance de un click, los vínculos pedagógicos mutaron a una lógica de escucha sin rostro, donde también los imaginarios de construcción de los otros devinieron puramente sonoros:
¿Queda fuera del ámbito de la mirada —se desliza por el aire, o a través de la piel— y, por lo tanto, se debate entre ser materialmente energía o acontecimiento, transmisión o recepción? Aunque el sonido puede ser producto de la actividad de las cosas, de la agitación de los elementos o el impulso de los cuerpos, de hecho, se desprende de esos momentos originarios para seguir adelante, o volver, o ir hacia arriba o por todos lados en numerosas trayectorias invisibles … El sonido, de esta forma, pone cuerpos y cosas en movimiento ya que amplía sus alcances; una extensión que literalmente, al aplicarse, desplaza el marco perceptual de su fijación material, de sus fuentes, hacia una transformación temporal.[18]
La disociación entre ver y oír, recurrente en las ontologías de lo sonoro, reaparece en la pandemia de un modo levemente distorsionado. El experimento sonoro de Cecilia Castro es también el que, sin quererlo, atravesaron quienes vivieron en soledad el momento del aislamiento. Una disociación entre voces, sonidos externos, imágenes que mediadas por pantallas a menudo se desfasan respecto de lo que oímos.
En la experiencia relatada por la compositora, los sonidos aparecían en determinados horarios y, así como esas intromisiones vibrátiles se presentaban, también se esfumaban en otros espacios y tiempos del día. La extrañeza del inicio comienza a suplirse por una familiaridad que se mantiene durante cinco días de un ejercicio “muy demandante”, lo que dura la experiencia, para dejar de serlo en el momento posterior de la escucha del registro sonoro obtenido, o de la imagen fotografiada. Algo difícil de describir y de pensar ¿Había vecinos? ¿Eran simples ruidos? ¿Simples silencios? ¿Iteraciones, goteos, drones? ¿Qué eran y de dónde venían? En esta fantasmagoría sonora el espacio se puebla de existencias no humanas, que sin embargo intervienen, acuden al encuentro. Habían adquirido personalidades distintas. Surge entonces la necesidad de nombrar, de ponerles nombres propios junto con el requisito de que éstos no fueran fonéticamente asociables con algo reconocible en el imaginario de Cecilia. Curiosamente, un mapamundi colgado en la pared proveyó una variedad de nombres irreconocibles, cuyo sentido únicamente fonético se asociaba a alguna vocalidad dispuesta desde su propia performatividad corporal a causa de su sonoridad. La cartografía del mundo entero, hija de las posibilidades de registro y disponibilidad de la primera modernidad, había quedado extrañamente enlazada y vedada por las medidas de confinamiento. Es probable que una de las experiencias más inquietantes respecto de la pandemia haya sido la de haber sido mundialmente afectados por la misma cosa. La declaración de la emergencia sanitaria y los confinamientos generalizados que afectaron con una particular coreografía a prácticamente todo el mundo, presupuso de forma inédita la posibilidad de una intervención estandarizada sobre modos de vida diversos. Esa equiparación de medidas y prácticas debería sorprendernos no tanto por su excepcionalidad, sino por su rápida incorporación. El mapamundi, como representación de un mundo cuya diversidad podía ser homogeneizada en un único dibujo, representa una extraña mueca de la vocación globalizante de la propia pandemia:
Escondidas, como energías infrasónicas, las vibraciones también pueden hacer temblar las formas articuladas y delimitadas de una sociedad, aglutinándose alrededor de temas más profundos y territorios compartidos que, con frecuencia, comportan la existencia de vínculos más íntimos.[19]
De ese mapa, solo resulta útil la extrañeza de ciertos nombres, que suenan más allá de toda semanticidad, una vocalidad situada en una enciclopedia propia. ¿Qué es lo que allí se escucha? ¿Se trata de la vieja lengua extranjera como matriz de una práctica poética? ¿Qué prácticas políticas se alojan en esta escucha? ¿En esta vecindad no visible y totalmente desconocida?
Nuestra conversación continúa por un derrotero imprevisto. Quizás la cuestión de la escucha no es lo más pregnante de lo que se recuerda, sino la experiencia de los cuerpos faltantes en relación con la experiencia sonora. La fiesta, la comunidad, el encuentro en torno a la música, es quizás lo que más abruptamente se detuvo. Cecilia Castro recuerda entonces que sintió mucho más el corte de las actividades en relación a las fiestas electrónicas: le gustaba ir a esos ambientes, estar con gente, bailar, estar allí, pero en la pandemia eso se detuvo, “fue muy fuerte para la comunidad del baile, del groove”, algo físico, señala ella. Una comunión que no sintió en la música académica de concierto, pero sí por el contrario en el baile, la necesidad de compartir ese mismo momento y permanecer. Ella había comenzado a ir a las fiestas de Family Affair los domingos a la tarde,[20] que también se detuvieron abruptamente. Allí comenzó entonces el proyecto de la radio online, que, sumada a los podcasts, eran una forma de subsanar la falta, conservar comunidades, estar en reunión compartiendo algo al mismo tiempo.
La fiesta ha sido a menudo analizada como categoría artística.[21] El encuentro y la celebración constituyen elementos fundamentales de la experiencia artística vinculada con lo performativo. Para quienes hacían de la fiesta un elemento central de su vida cotidiana pero también artística, especialmente en los círculos de la música electrónica y experimental, la experiencia pandémica implicó menos una oportunidad para la escucha profunda como la necesidad de reconstruir la fiesta de otro modo. Y si bien hubo riquísimas experiencias de fiestas virtuales, que incluían la multiplicidad de canales mediados por las posibilidades de las pantallas (el chat, el avatar, la posibilidad de escucha distraída, etc.) un aspecto de la experiencia resulta central: la acústica como modo de ser y estar compartido en un espacio desaparece. Como no-lugar, el espacio virtual es no-acústico. Cuando John Cage hizo su experiencia en la cámara anecoica pudo escuchar su propio cuerpo, su sonido interno. Sin embargo, el espacio virtual no es una cámara anecoica. Las ondas sonoras no se caen, sino que ingresan con las cualidades acústicas del espacio en el que se generan. Algo sucedió en este nuevo contexto en donde las cualidades acústicas de espacios diferentes que intentan encontrarse en uno virtual se hicieron audibles por la negativa, a través de la necesidad masiva de mutearse.
A su vez, cambiaron también las temporalidades, o más bien se solaparon en capas múltiples y simultáneas de espacios y sonidos. Algo sucedía en la relación espacio-tiempo, una trama difícil de esquematizar que se revelaba allí en las fiestas virtuales: ¿se trataba de algo que ya sucedía y que se comenzaba a experimentar en esa posibilidad de convivencia espacio-temporal al alcance de la mano, y que no podía convivir en otro contexto? Eran conocidos ya los mundos virtuales de los videojuegos, la realidad virtual, pero ¿es que ahora se mezclaban con otros ámbitos? ¿Confluían para luego volver a dividirse? ¿Qué pasaba allí con esa maleabilidad de la temporalidad en el sonido? ¿Qué tipo de textura temporal armaba una fiesta por ejemplo? Cecilia Castro trataba de recordar sonoramente esas experiencias, que diferían entonces física y acústicamente. Estar juntos y separados al mismo tiempo: es que el sonido conserva los atributos del espacio, está situado espacialmente, a la vez que el espacio se genera por los entes que lo habitan, forma parte del efecto acústico; y en esas experiencias virtuales esa trama se obturaba, se transformaba.
Conclusiones
En el inicio de este trabajo nos referimos a la dificultad para pensar el presente y su relación con la experiencia pandémica. Siguiendo nuestro recorrido, es el cambio en el sensorium lo que consideramos que habría que pensar, aunque no es posible aún tener un horizonte claro del alcance de la distorsión específica que operó en los últimos dos años. Es evidente que la situación de aislamiento (una detención corporal, un ritmo, una imposibilidad de encuentro, un cúmulo de pasiones en medio, desde el temor al enojo y el tedio) modificó cierta experiencia de la escucha. En el inicio de la pandemia la reflexión sobre el sonido estuvo marcada por un gran interés en las modificaciones del paisaje urbano y sonoro a partir de la experiencia del encierro. La experiencia común sobresaliente era la no-escucha, o más precisamente, la aparición de una serie de sonidos que la trama de frecuencias urbanas deja a menudo en un plano inaudito. Sin embargo, esta escucha más despejada, tuvo como correlato un vínculo con lo sonoro que no terminaba de acotarse en la mera escucha, sino en su necesario registro. El vínculo con los dispositivos de registro, si bien existía evidentemente antes de la pandemia, se profundizó y extendió como forma privilegiada de comunicación. La experiencia de los audios (a través de los servicios de mensajería como WhatsApp, Telegram, etc.) como modo extendido de la conversación, y su manipulación (su distribución, viralización, aceleración, edición, etc.) es un emergente que, si bien ya estaba disponible, se generalizó durante la pandemia. El desfase entre rostro y sonido, la generalización de la videoconferencia y sus fallas implicó cambios en los modos de encuentro y escucha que aún nos resulta complejo dilucidar. La relación con los dispositivos implica un cambio en la configuración sensorial. Los dispositivos nunca son un apéndice, un agregado o una extensión de nuestros sentidos, que supuestamente los amplificarían o mejorarían. Sino que transforman radicalmente el sensorium, es decir, lo que los órganos sensoriales pueden efectivamente percibir. El umbral sensible, como afirma Laura Novoa, se movió y aún es necesario pensar qué significa ese movimiento.[22] Es la problematización de los umbrales y de la escucha justamente como parte de una malla sensible, es decir, un sensorium que no puede desacoplarse analíticamente de otras formas del sentir y especialmente de la trama sensible que se configura en común. Habrá que pensar entonces no los sonidos de una nueva temporalidad, sino la temporalidad abierta por otra lógica de lo sonoro. En otros términos, no se trata tanto de algo del orden de la novedad, sino una particular forma de reconfiguración de lo ya existente, donde viejas prácticas sonoras parecen retornar transfiguradas como los pájaros y los grillos urbanos.
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[1] Cf. Immanuel Kant, Crítica del juicio (México: Porrúa, 2003), 263-264.
[2] Walter Benjamin, “Sobre algunos temas en Baudelaire”, en El París de Baudelaire (Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2012), 192-193.
[3] Susan Buck-Morss, “Estética y anestésica: una reconsideración del ensayo sobre la obra de arte”, en Walter Benjamin. Escritor revolucionario (Buenos Aires: Interzona, 2005), 190.
[4] Friedrich Nietzsche, “El caso Wagner”, en Escritos
sobre Wagner (Madrid: Biblioteca Nueva, 2003), 194.
[5] Michel Foucault, “La pintura fotogénica”, Cuadernos materialistas 3 (2018): 82-83.
[6] Silvia Schwarzböck, Los monstruos más fríos. Estética después del cine (Buenos Aires: Mardulce, 2017), 79-80.
[7] Schwarzböck, Los monstruos más fríos, p. 257.
[8] Respecto del vínculo entre memoria, archivo material y soportes sonoros, véase Esteban Buch, Breve historia de nuestra música grabada. Cómo coleccionar discos en la era digital (Buenos Aires: Vi-Da Tec, 2019). A partir del modo en que se expone, hacia el final del texto, la relación entre imposibilidad para recordar y disponibilidad absoluta de un archivo universal, es posible pensar la falla entre memoria sensible y memoria portátil.Véase asimismo Jonathan Sterne, The Audible Past: Cultural Origins of Sound Reproduction (Durham y Londres: Duke University Press, 2003).
[9] Entre muchos otros textos, pueden mencionarse al menos los de Thomas Porcello, Louise Meintjes, Ana María Ochoa y David W. Samuels, “The Reorganization of the Sensory World”, Annual Review of Anthropology (2010): 51-66; David Howes, “El creciente campo de los Estudios Sensoriales”, Revista Latinoamericana de Estudios sobre Cuerpos, Emociones y Sociedad, nro.15 (2014): 10-26.
[10] Raymond Murray Schafer, El paisaje sonoro y la
afinación del mundo (Barcelona: Intermedio, 2013 [1977]).
[11] Ana María Ochoa, “El sonido y el largo siglo XX”, Revista Número, nro. 51 (2011): 1-8; Ana María Ochoa, Aurality: Listening and Knowledge in Nineteenth-Century Colombia (Durham, NC: Duke University Press, 2014); Ana Lidia Domínguez, “El oído: un sentido, múltiples escuchas. Presentación del dossier Modos de escucha”, El oído pensante 7, nro. 2 (2019): 92-110.
[12] Natalia Bieletto, “Regímenes aurales a través de la escucha musical: ideologías e instituciones del siglo XXI”, El oído pensante 7, nro. 2 (2019): 118.
[13] Jonathan Sterne, “Sonic Imaginations”, en The Sound Studies Reader, ed. Jonathan Sterne (Londres y Nueva York: Routledge, 2012), 1-17.
[14] Cecilia Castro, entrevista virtual con las autoras, Buenos Aires, 25 de febrero de 2022. Castro es artista sonora y compositora electrónica formada en la UNQ (Universidad Nacional de Quilmes), donde también dirige el Proyecto de Digitalización del Archivo von Reichenbach.
[15] Véase Ana Lidia Domínguez Ruiz, “El oído confinado: manifestaciones sensibles y efectos aurales de la pandemia”, Revista Estudios Culturales 8, nro. 13 (Primavera 2021): 15.
[16] Resulta especialmente interesante el
proyecto “Los sonidos de la pandemia”
coordinado por Luciana Di Leone, Marcelo Díaz, Ignacio Iriarte, Raúl Minsburg y
Ana Porrúa, disponible en https://cajaderesonancia.com/index.php?mod=sonidos-pandemia. Asimismo véase
también la publicación compilada por Raúl Minsburg “Escuchar el presente”, Revista
Estudios Curatoriales, nro. 13
(Primavera 2021).
[17] Brandon LaBelle y Rubén Verdú, Agencia sónica. El sonido y las formas incipientes de resistencia (Jaén: Editorial Universidad de Jaén, 2020), 15.
[18] LaBelle, Agencia sónica, 46-47.
[19] LaBelle, Agencia sónica, 15.
[20] Colectivo de artistas, DJs y productores surgido en Buenos Aires en el año 2014 como espacio de “intercambio y encuentro, como una invitación a la escucha y a la danza” dentro de la cultura electrónica, electroacústica y experimental regional. Para mayor información ver http://familyaffair.com.ar/
[21] Veáse en este sentido el texto clásico de Hans-Georg Gadamer, La actualidad de lo bello (Barcelona: Paidós, 1991) y más recientemente el modo como Nicolás Bourriaud analiza la estructura del encuentro como material de base para la experiencia estética en Estética relacional (Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2008).
[22] Laura Novoa, “Los balcones de la desobediencia: tensiones sociales y políticas en el corazón de la audición”, Revista Estudios Curatoriales 8, nro. 13 (Primavera 2021): 30-38.