Gonzalo Cuadra. Ópera Nacional. Así la llamaron. 1898-1950. Análisis y antología de la ópera chilena y de los compositores que la intentaron. Santiago de Chile: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2019. 419 páginas. ISBN libro impreso 978-956-357-207-0, ISBN libro digital 978-956-357-208-7.

 

Gonzalo Cuadra es un músico cantante egresado del Magíster en Musicología de la Universidad de Chile. Se desempeña en la dirección musical y como regisseur en diferentes escenarios. Tiene particular interés en la ópera histórica producida en su país. Con el propósito de difundir y de poner a disposición de estudiosos y otros intérpretes tal repertorio, nos acerca su investigación de obras poco conocidas, tanto de compositores chilenos como extranjeros radicados en Chile. El libro fue publicado por una editorial universitaria, en la Colección Música que coordina Daniela Fugellie luego de superar el referato ciego externo. También se ha editado como e-book en la misma editorial universitaria. Los agradecimientos del autor son profusos y dirigidos tanto a personas como a instituciones.

Dado que gran parte de esta producción operística histórica aún se encuentra inédita, Cuadra incluye una selección de fragmentos para canto solista y reducción pianística que se publican por primera vez. Tal publicación es producto de su edición crítica, traducciones de libretos en italiano y alemán, y, en ocasiones, de su adaptación al piano de las partes orquestales. Contó con la ayuda de colaboradores para la transcripción informática y las traducciones de textos. La selección de fragmentos es independiente de afiliaciones estilísticas germánicas o italianas. El tamaño de la hoja es 31 por 21 cm (norma DIN A4), suficiente para mostrar una caligrafía musical de lectura cómoda.

Cuadra se centra en las óperas de las que se halló partitura, si bien, menciona otras de las que solo hay noticias, pero no manuscritos musicales. La intención de dar a conocer una producción olvidada continúa con el proyecto de interpretación musical y de grabación de tales arias, por un conjunto llamado “Colectivo Ópera Nacional”, que cuenta con el apoyo de un sello discográfico chileno.

El autor reúne y analiza una cantidad ingente de datos extraídos de fuentes hemerográficas de la época, donde encontró reportajes, críticas, anuncios, artículos, columnas de actualidad, espectáculos y sociales, relevadas en el Archivo de Música de la Biblioteca Nacional y en el Centro de Documentación de Artes Escénicas asociado al Teatro Municipal de Santiago. El aporte heurístico es muy relevante para la historiografía musical chilena. Justifica el comienzo del periodo estudiado en que las primeras partituras de ópera chilena conservadas datan de 1898 –Ghismonda y Velleda de Raoul Hügel— y la finalización en que desde 1950 aproximadamente, se introdujeron experimentos, vanguardias artísticas e hibridaciones que cuestionaron el género. Quedan diez títulos de compositores chilenos de ese periodo de los que hay partituras que se enumeran bajo el subtítulo “Sin repetir ni equivocarse” (42-43): Lautaro (1902) de Eliodoro Ortiz de Zárate, María (1903) de Alfonso Leng, Caupolicán (1909) de Remijio Acevedo Gajardo, Velleda (1898) y Ghismonda (1898) de Raoul Hügel, Sayeda (1929) de Próspero Bisquertt, Mauricio (1939) de Carlos Melo Cruz, El corvo (1939) de Remigio Acevedo Raposo, Érase un Rey (1947) de Juan Casanova Vicuña y Bernardo O’Higgins (1950) de Remigio Acevedo Raposo.

La información va tejiendo una narrativa ágil de la aparición de las óperas localizadas. Por momentos, la escritura toma un cariz ensayístico y asume cierto carácter apologético. Para ello, entre otros recursos, presenta afirmaciones de cronistas e intelectuales que sitúa en la primera página como epígrafes y una defensa de las óperas por parte del crítico editor de El Mercurio, Juan Antonio Muñoz, en la contratapa. De Muñoz cita que los compositores chilenos “sufrieron la exclusión, el desdén e incluso el más activo desprecio de una parte de la sociedad de comportamiento alienado” (Cuadra, contratapa). Quizá se refiera a la instalación del gusto por la música coral e instrumental, desde la fundación de la Sociedad Bach en Santiago (1924) y el accionar institucional del compositor Domingo Santa Cruz, al que Cuadra dedica algunas páginas.

La redacción es clara, si bien, enriquecida con adjetivos, imágenes y metáforas a modo de maximizar su expresividad, a veces hacen el texto errático en su propósito. En favor de la ópera, Cuadra se preocupa de correr el velo del olvido sobre una decena de obras fundantes de la actividad operística; por otro lado, desmantela prejuicios, algunos de los que llevaron a excluir parte de este repertorio del canon musicológico sobre el que se escribió la historia de la música en el país vecino. Se explaya en el papel normativo que cumplieron algunas entidades, como el Conservatorio Nacional de Música y la Asociación Nacional de Compositores de Chile (1936), en la configuración de estos cánones musical y musicológico —posteriores a la Gran Guerra y a la Sociedad Bach—, representado como “un barrio con derecho de admisión” que no incluyó la ópera (39-42).

El autor trae a la discusión actual el rótulo de “ópera nacional”. Fue dado por la prensa y algunas instituciones de la época (20-25) a las primeras obras compuestas en Chile por compositores extranjeros —La Telésfora (1847) del alemán Aquinas Ried que fue la primera ópera compuesta en Chile, de temática nativa y texto en castellano, pero no logró estrenarse—, o a aquellas obras compuestas por chilenos de formación europea con libretos en italiano —La Fioraia di Lugano (1895), de Eliodoro Ortiz de Zárate con texto versificado en italiano por Tito Mammoli y estrenada en el Teatro Municipal—.

La estructura del libro es algo escurridiza. No está seccionada en grandes partes ni capítulos, con títulos que jerarquicen la organización de los temas. No se comprenden fácilmente algunos subtítulos, como “Intermezzo”, para listar los compositores en el índice general. Luego de la portada, dedicatorias, página de legales y el índice general, siguen los agradecimientos de rigor a sus numerosos colaboradores.

A continuación, se lee el “Prólogo personal en ocho puntos” que, en un lenguaje casi coloquial, justifica su dedicación al estudio de este tema y la elaboración del libro. Es un espacio de confidencias donde el autor narra sus experiencias musicales familiares y las enseñanzas de su maestro de juventud, que lo acercaron, desde adolescente, al canto espontáneo de canciones y arias operísticas. Luego recuerda sus preguntas acerca de las valoraciones y escasa información del tema en la historiografía musical chilena que fue llegando a sus manos.

Cuadra cuenta el efecto que le produjeron sus primeras lecturas sobre la ópera en Chile en las publicaciones de Cánepa Guzmán, Salas Viú, Claro Valdés, Urrutia Blondel, Pereira Salas, entre otros. Narra cómo se fue entusiasmando en la tarea de documentar la historia del género que había encontrado deficiente. Así, repasa el estado del arte —que amplía más adelante bajo el subtítulo “La ópera en la historiografía sobre la música en Chile” (36-39)— y precisa, en otro apartado del prólogo, qué entiende por “ópera chilena”. La amplía a una categoría historiográfica y estética que, a su juicio, necesita mucha más reflexión que solo limitarla a las obras creadas por músicos chilenos y extranjeros que allí residieron mientras las componían.

En el octavo punto del prólogo señala con entusiasmo un interés actual por la ópera histórica de compositores chilenos, tanto en la pluma de algunos musicólogos como en la interpretación y en la preservación de los materiales, dada la atención que la Biblioteca Nacional de Chile presta a la microfilmación y digitalización de manuscritos.

La Introducción es extensa. Aborda conceptos teóricos, líneas temáticas y ejemplificaciones particulares que trasladan al lector desde lo general a lo particular y viceversa, a lo largo de todo el libro. Con el subtítulo “América para los americanos” (16-19), en estilo ensayístico pondera la ópera Il Guarany (1870) de Carlos Gomes que se estrenó en Santiago en 1881 promocionada como la primera ópera de temática americanista; si bien, según Cuadra, fue una “punta de iceberg” ilusoria como empresa nacionalista debido a que detrás estaba el poder imperial de Brasil. Luego menciona otras óperas cantadas en italiano pasando revista a las primeras óperas de países latinoamericanos, algunas pioneras del nacionalismo según Cuadra, como La gatta bianca (1877) de Francisco Hargreaves y Pampa (1897) de Arturo Berutti (Cuadra data con un error su estreno en 1895), Atahualpa (Perú, 1877) de Carlo Enrico Pasta y Ollanta (1900) de José María Valle Riestra. Junto a ellas refiere la creación temprana en Chile de La Telésfora (1847), en la pluma del alemán radicado Aquiles Ried, y otras óperas de temáticas nacionales de músicos extranjeros (Claudio Carlini y Elio Piatelli), hasta llegar a Caupolicán (1902) de Remijio Acevedo Gajardo, con el mérito de ser la primera estrenada en castellano.

Con el subtítulo “Ópera nacional, que así la llamaron”, Cuadra reseña las creaciones de entre siglos xix y xx, en el contexto de la afirmación republicana de Chile y la recuperación del Teatro Municipal de Santiago después del incendio de 1870. El señalamiento del autor es a la calificación de nacionales dada a las óperas Arturo di Norton del alemán Adolfo Jentsen, Belisario de Manuel Antonio Orrego, La Fioraia di Lugano de Eliodoro Ortiz de Zárate, Lord Byron del italiano radicado Luigi Stefano Giarda, entre otras, todas lejanas a una corriente nacional. A juicio del autor, recién entre 1939 y 1942 —y a causa de la Segunda Guerra Mundial, por la disminución de la llegada de compañías europeas debido al riesgo de cruzar el Atlántico—, un fervor nacionalista propendió a la “chilenización de las temporadas” (21) y al estreno de títulos propios.

También se señala la falta de industria lírica (acciones contractuales entre artistas, teatros, editoriales, compañías fonográficas), como sí existía en Italia. Ejemplifica con el despegue de Carlos Gomes en Milán, sustentado por una política cultural brasileña que impulsó una ópera nacional como propagandística imperial. Entre las razones de la escasez de títulos propiamente chilenos a comienzos del s. xx enumera lo oneroso del montaje, la falta de libretistas de oficio, el difícil acceso a compañías italianas que estrenaran no lográndose producción propia. 

El autor afirma que la ópera colaboró a la edificación simbólica de las repúblicas nacionales en Europa y en Latinoamérica. La ópera se torna así en un espectáculo jerarquizado visual-sonoro-arquitectónico en el “escenario de una sociedad vigilante”, donde el Teatro Municipal sustituye a la catedral y el salón (26-29). La ópera es entonces montada para una burguesía apegada a la ideología liberal, con aspiraciones de ascenso social y cultural, tanto como de afirmación nacional. El autor recuerda que el bel canto aportó melodías, ritmos y armonías a los himnos nacionales. También dedica unas líneas al comportamiento del público y su influjo en la elección de los solistas y del repertorio a interpretar. Era una sociedad oligárquica avizora que encontraba sus modelos en la cultura italiana, francesa y alemana, conservadora de estrictas normas de protocolo; pero, según el autor, desconfiaba de las creaciones nacionales (28-29).

En la sección “Ópera versus arte, oligarquía versus profesión” (29-34), describe exhaustivamente un proceso histórico-musical que fue desprestigiando la ópera. La repetición de repertorio italiano, la carestía del montaje, el acostumbramiento acrítico del público, produjeron una reacción desfavorable a la lírica. En el siguiente apartado, subtitulado “no sonría a la posteridad” (35) Cuadra reflexiona sobre la falta de humor en las óperas, que se recuperará en más adelante en tono de ironía y sarcasmo.

Entre los opositores al “menú italiano” del Municipal apareció el joven compositor Domingo Santa Cruz. Sus críticas desde la tercera década del s. xx, propulsaron reformas musicales e institucionales en pro de la música coral, camarística y sinfónica en Chile, junto a la Sociedad Bach (1917). Cuadra dedica varios párrafos a analizar la crítica anti-operística de Santa Cruz en favor de vanguardias anti-sentimentales, anticonformistas y nacionales. Establece comparaciones con la situación adversa a la ópera en España, Italia y Argentina a mediados de la centuria.

En “La seducción de la música ligera” (34) se alude a la convivencia sin prejuicios de lo docto (ópera) y lo popular (piezas de salón, zarzuelas o canciones) en la composición de Orrego, Melo Cruz, Ortiz de Zárate, Hügel, Rengifo y más adelante Puelma. Recién a mediados del s. xx se fueron separando ambos campos. La fundación de la Asociación Nacional de Compositores en 1936 agrupó a los músicos ligados al Conservatorio Nacional e incentivó a la composición de música culta, pero no de óperas. Se fortalecía la institucionalidad académica, favorecida por su órgano de difusión, la Revista de Arte. La consecuente configuración del canon musical nacional chileno docto, donde circularon premios y cátedras, que Cuadra llama “Un barrio con derecho de admisión” (39-42), privilegió solo a compositores posteriores a la Segunda Guerra, ligados a la academia.

Una segunda parte del libro dedica más de doscientas páginas a compositores (45-250) cuyas creaciones operísticas quedan contextualizadas entre referencias biográficas, juicios estéticos, datos de intérpretes y estilos de composición. Esta información no está presente en otras publicaciones chilenas sobre ópera. A las óperas ya mencionadas, el autor agrega referencias a Voces de Gesta y Semiramis de Acario Cotapos y Cenicienta de Pedro Humberto Allende.

Una sección subtitulada “Resumen de óperas” (p. 251-257) ofrece el listado de óperas de las que se conserva partitura, de autores chilenos o extranjeros residentes, donde sistematiza los datos propios de un catálogo. Sigue un listado con algunos datos de “Óperas compuestas en Chile por extranjeros (1847-1950)” (258- 260). Completa con referencias a “Compositores chilenos (hasta 1950 aprox.) de los que se tiene alguna referencia de ópera, pero no se conserva partitura y/o referencia de estreno” (261-263), obtenidas de relatos de familiares y otras fuentes poco difundidas, aunque varias resultan conjeturales. El texto finaliza con una abultada “Bibliografía” (264-272) que incluye los libros consultados, publicaciones periódicas, documentos epistolares y comunicaciones electrónicas con colaboradores, fuentes musicales (partituras, libretos, programas, discografía) y un listado de sitios en Internet.

Una tercera parte se dedica a las “Partituras” (273-419), con la edición crítica realizada por Gonzalo Cuadra de fragmentos de óperas en reducción para canto y piano. Presenta secciones de once óperas hasta entonces manuscritas y no muy conocidas de nueve compositores —Raoul Hügel, Remijio Acevedo Gajardo, Alfonso Leng, Eliodoro Ortiz de Zárate, Próspero Bisquertt, Carlos Melo Cruz, Pedro Humberto Allende, Remigio Acevedo Rasposo, Juan Casanova Vicuña—, con datos de libretistas, estrenos y localización de sus partituras en diferentes reservorios chilenos.

En suma, además de brindarnos un panorama detallado de las óperas creadas en Chile hasta mediados del s. xx, incentiva a formularnos más preguntas sobre esa y otras perspectivas de los géneros escénico-musicales, a discutir procesos y re-evaluar calificaciones de estos repertorios. No queda más que alentar a la lectura crítica y estimulante de esta investigación, cuestionadora de la historiografía local de la ópera.

 

Fátima Graciela Musri